Nuestra cultura o esfuerzo civilizatorio ha sufrido de tres descomunales heridas narcisistas, ocasionadas desde su mismo seno. Existen otras lastimadas de índole filosófica y científica, pero ocupémonos acá de las más importantes afrentas intelectuales a la seguridad de las propias certezas.
Por Luis Eduardo Cortés Riera
Publicado el 15.4.2022
Los humanos hemos sido siempre narcisistas, y más aún esta parte de la humanidad que se autodenomina arrogantemente occidental cristiana. El mito griego de Narciso se ha apropiado profundamente de la psiquis de europeos y americanos: Nos amamos demasiado a nosotros mismos.
Nos hemos ahogado en muchas oportunidades, como Narciso al tratar de besarse en el espejo del agua. Se trata entonces de una conducta que colinda con la patología. ¿Será acaso nuestro narcisismo colectivo síntoma de nuestra baja autoestima oculta tras máscara arrogante?
Occidente ha sufrido de tres descomunales heridas narcisistas, ocasionadas por el mismo Occidente. Existen otras lastimadas, pero ocupémonos acá de tres de las más importantes.
La primera la ocasiona un oscuro monje polaco llamado Nicolás Copérnico (1473 – 1543), un astrónomo de tiempos renacentistas que se atreve afirmar que la Tierra, nuestro hábitat, no es el centro del Universo.
Con esta afirmación tan grave e inmensa le estaba restando enorme autoridad a la Iglesia Católica y a los textos sagrados. Ocasiona Nicolás Copérnico una afrenta de naturaleza cosmológica, que más tarde será responsable de la muerte en la hoguera de Giordano Bruno, defensor de las ideas del polaco.
Copérnico que sabía de tales peligros abroquelados en la ortodoxia religiosa, muere sin ver publicado su De revolutionibus orbium coelestium, en 1543. El sistema cosmológico de Ptolomeo, que la Iglesia admitía y defendía, llega a su estruendoso final sin pena ni gloria. Ni la Inquisición ni el Índex lograrán detener tan portentosas ideas.
El religioso arrepentido
La segunda herida al recurrente narcisismo occidental, tan o más mortal que la anterior, la produce un hijo de la Pérfida Albión en el siglo XIX, Charles Darwin (1809 – 1882).
Su consorte, Emma Wedgood, profundamente religiosa, le rogaba a su empeñoso primo y marido que no publicara el resultado de sus investigaciones, las cuales comenzaron con el viaje en el Beagle a la Patagonia y a las remotas islas Galápagos ecuatorianas.
Este enfermo crónico, religioso arrepentido, poseedor de un extremo pensamiento analítico que era Darwin, estremece a la humanidad en 1859 al publicar El origen de las especies, publicación apresurada, sí, puesto que un tal Alfred Russel Wallace estaba llegando a parecidas conclusiones que él.
Estas revolucionarias ideas las trae a Venezuela el alemán Adolf Ernst en 1863, quien las inocula a la Universidad de Caracas, donde la juventud deseosa de conocer la filosofía positiva, se apiñaba a escucharle. Darwin, que evitaba hablar de religión, mereció entonces acre respuesta de la Iglesia Católica en Venezuela.
Como dato muy curioso, fue un clérigo, John Henslow, quien anima al joven Darwin embarcarse en el Beagle, nave a vela que lo conducirá a la inmortalidad.
Una enfermedad del siglo XX
Y tenía que ser un hebreo el ocasionador de la tercera herida narcisista que recibe y sufre Occidente: el médico vienés Sigmund Freud (1856 – 1939), tan escéptico como el barbudo coleccionista de coleópteros británico. Sin basarse en el método científico, al que conoce, crea Freud uno de los atolladeros epistémicos más grandes de la centuria que queda atrás.
Una enfermedad intelectual del siglo XX, diría Octavio Paz: el psicoanálisis.
El cascarrabias filósofo argentino Mario Bunge se atreve afirmar que el psicoanálisis y otras pseudociencias son dañinos. Pero nadie lo oye, la Argentina se convierte en rehén del diván del psicoanalista, método vicariante que hasta la realeza inglesa solicita del médico judío.
Después de Freud los humanos no somos dueños de nuestros actos y decisiones, sino de un etéreo inconsciente, una palabreja que vine de la literatura romántica germana. La diosa Razón del iluminismo se va de vacaciones desde entonces. Triunfa el dios instinto.
Freud morirá en el exilio londinense en 1939, sus persecutores nazis se han adueñado de la nación más culta del continente: la Alemania de Fichte, Kant y Einstein. El insensato mito de la raza aria propalado como verdad científica por Adolf Hitler y sus afiebrados y resentidos secuaces, lo persiguen hasta la tumba. Coda.
¿Se acercarán otras heridas narcisistas en el horizonte de sucesos de Occidente?
Es lo más seguro. Una de ellas golpea nuestro sentido de certeza y de confianza heredado quizá del lejano Euclides, que se vio abatido por el asombroso Principio de Incertidumbre de la mecánica cuántica del germano Werner Eisenberg en 1927, hace casi una centuria.
Cosas veredes.
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Luis Eduardo Cortés Riera es un ensayista venezolano (Carora, 1952), doctor en historia y docente del doctorado en cultura latinoamericana y caribeña de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (sede Barquisimeto).
Ha sido ganador de la Bienal Nacional de Literatura con el ensayo Psiquiatría y literatura modernista (2014) y es el autor de las obras Ocho pecados capitales del historiador, Del colegio La Esperanza al colegio Federal Carora, 1890-1937, de Sor Juana y Goethe, del barroco al romanticismo. Iglesia Católica en Carora desde el siglo XVI a 1900, y es también miembro de número de la Fundación Buría.
Imagen destacada: Darwin y Freud.