El autor alemán Hans Magnus Enzensberger persigue las huellas del pasado y las recolecta con el afán de quien juega un entretenimiento de mesa del cual desconoce las reglas, pero que reconoce su importancia, sobre todo con la presencia de la muerte a la vuelta de la esquina.
Por Alfonso Matus Santa Cruz
Publicado el 16.5.2022
Una caja de cerillas guarda el tesoro de un niño enfermo: un puñado de semillas de amapolas. Un vecino gordo, dueño de un periódico, gana influencia y poder gracias a una designación del Partido Nazi. Los amigos magistrados en la aventura del auto stop dan recomendaciones sobre cómo viajar a dedo por Suiza, los Balcanes o España con las recomendaciones en latín de un abad benedictino para ser recibido hospitalariamente por sus pares.
Entre los escombros del fin de la Segunda Guerra Mundial un muchacho sobrevive vendiendo cajetillas de cigarros norteamericanos y aprendiendo la jerga e idiosincrasia de los soldados vencedores.
Este conjunto de escenas, dispares a primera vista, son las esquirlas de una memoria vívida y detallista, la del polifacético escritor alemán Hans Magnus Enzensberger, reunidas en su último libro, Un puñado de anécdotas, editado por Anagrama.
Algunos estarán tentados a advertir el cansancio de un creador que, tras tantas décadas de sondear los vaivenes históricos, políticos y literarios, de Alemania y de Europa, se vuelve sobre sí mismo para mirarse el ombligo en un ejercicio autobiográfico.
Nada más lejos de la realidad que es esta cosecha de recuerdos.
Solo lo esencial
Si bien hay un tono personalísimo, y muchos recuerdos espigados de la experiencia personal, cada uno de ellos cumple una función, no necesariamente deliberada, que sirve al propósito de entretejer la memoria íntima y colectiva.
Y es que la infancia y juventud de Enzensberger, nacido el 29, durante una de las crisis políticas y económicas más crudas del siglo, parece un guion concebido por una deidad tragicómica, no exenta de un afán documentalista y un sentido de la aventura que prevalece pese al desconcierto que provoca la incontestable escalada del poder nazi y el caos que cuaja en toda su magnitud durante los últimos capítulos y el epílogo de la guerra.
Un caos que, bajo la lúdica mirada del muchacho que era M. era también un campo de oportunidades y una libertad nunca recobrada, sin la disciplina y los horarios preestablecidos, durante un interregno en que no había estado ni moneda estable.
Y es que ser un muchacho criado por una familia que eludió el funesto magnetismo del nazismo fue una bendición que M. comenzó a apreciar con el tiempo, sobre todo después de ver llegar a los norteamericanos con sus raciones de combate más enjundiosas que las accesibles en el Reich.
Contar con un padre que hablaba a baja voz durante la noche con amigos que traficaban secretos geopolíticos, que eventualmente se negó a acatar las horrorosas órdenes de sus superiores y solo fue salvado por la derrota final, le dio a M. un colchón moral y un grado de libertad de pensamiento difíciles de conseguir en la camisa de fuerza ideológica que era la Alemania nazi.
Esta batería de actitudes y el desparpajo adolescente lo ayudaron a surcar el país en ruinas que quedó tras el conflicto, y viajar a dedo por Europa mientras avanzaba unos estudios académicos que eran más pretexto para leer y viajar que otra cosa.
En un fragmento ejemplar M. habla de la integridad de su padre, al negarse a recibir un refrigerador de una de las grandes empresas a las que otorgaba concesiones por su trabajo. Algo difícil de rechazar cuando la escasez era el pan de cada día.
Y no solo el padre ocupa un lugar cardinal en su memoria, sino también tíos, madre y un hermano que, según él, fue el verdadero escritor de la familia. M. rinde homenaje a los suyos, pero también no se muerde la lengua a la hora de contar como en una ocasión pasó por una de las clases de Heidegger, cuyos juegos de palabras y falta de diálogo le provocó una indigestión filosófica.
Son otros nombres, menos protagónicos de puertas para afuera, pero más cercanos y generosos, los que resplandecen ante la memoria de M.
Quizá esa es la siega que podemos agradecer al tiempo, la que va dejando solo lo esencial, los gestos magnánimos y ridículos, las empresas delirantes y pequeñas de cada día, con que algunas personas van dejando huella en nuestra memoria.
Hans Magnus Enzensberger persigue esas huellas y las recolecta con el afán de quien juega un juego de mesa del cual desconoce las reglas, pero reconoce su importancia, sobre todo con la presencia de la muerte a la vuelta de la esquina.
Estas anécdotas son un puñado de semillas que nos pueden ayudar a procesar la incertidumbre de nuestro tiempo, permitiéndonos reconsiderar lo que nos importará cuando sea nuestro turno de sacar cuentas y cosechar los frutos de una memoria que se va creando en conjunto a los seres queridos y el incierto guion que escribe la historia en nuestra piel.
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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, barista y brigadista forestal.
Actualmente reside en la ciudad Punta Arenas, y acaba de publicar su primer poemario, titulado Tallar silencios (Notebook Poiesis, 2021). Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Hans Magnus Enzensberger.