El cuento satírico del gran escritor ruso de origen ucraniano, y el cual se encuentra ambientado en la San Petersburgo de la primera mitad del siglo XIX, ha sido objeto de múltiples interpretaciones simbólicas que van desde lo fantástico y lo terrorífico, hasta el campo religioso de lo litúrgico.
Por Víctor González Astudillo
Publicado el 9.6.2022
Durante las primeras páginas de La nariz (1836), el evento central del texto aflora con total naturalidad, pero sin antes pasar por una serie de descripciones de corte cotidiano. El texto, seductoramente, descansa en la imagen del desayuno, escenario del descalabro marital entre el protagonista de la primera parte y su esposa.
Los objetos que aparecen en la mesa son alimentos comunes: pan caliente y café. Ahora, lo interesante a mi parecer es que su aparición no es gratuita, sino que, más bien, corresponde al primer signo textual que avizora, acaso, el futuro conflicto en torno a la nariz.
Iván Yákovlevich, antes de concentrarse en cualquier otro sentido, huele, «nota que hay pan caliente» (Gogol: 5). Quizá, reparar en esto sea demasiado quisquilloso, pero no deja de llamarme la atención cierta ironía a propósito de lo dicho, porque, es en ese mismo pan caliente donde aparece, de pronto, la nariz desconocida, al interior de un pan fresco.
¿Cómo es posible que ocurra esto? ¿Se trata de una simple coincidencia? Evidentemente no, o al menos se hace obvio al momento de descubrir los propósitos originales del texto. Marcelo Herrera, al inicio de su «Una interpretación basada en el simbolismo onírico y la teología del mal», nos revela que el texto mantiene de forma latente los principios del sueño, o al menos, los aspectos simbólicos que le atraviesan.
Pero más allá de este aspecto que, por cierto, es muy relevante, lo que me llama la atención es que, independiente de los significados que atraviesan a la nariz, sin duda existen dos «apéndices» profundamente diferenciados, y estos son, la nariz situada en el centro de la cara y la nariz dispersa en el resto del mundo, incluso, en las pequeñas migajas de un pan cocido.
De todos modos, quiero insistir en la condición onírica del relato un poco más, antes de revelar el objetivo de este ensayo. Al leer el episodio donde Iván encuentra una parte humana dentro de un alimento, no pude evitar la experiencia de la contradicción.
Si bien las reacciones de los personajes me hacen dirigir mi atención hacia la teatralidad cómica de los diálogos, aun así, no deja de ser ciertamente siniestra la aparición de la nariz al interior del pan. Recuerdo, entonces, otro texto literario con una escena similar, aunque con una atmosfera psicológica absolutamente distinta.
Me refiero a «Circe» (1951) de Julio Cortázar. En él, Mario, quien está enamorado de Delia, descubre restos de una cucaracha en su chocolate. El protagonista y nosotros mismos como lectores, sabemos con toda certeza que quien puso el insecto al interior del dulce fue Delia, por tanto, la carga siniestra del relato y el posterior intento de asesinato nos parece lógico.
El sistema litúrgico
En cambio, en La nariz de Gogol, la ausencia de referencialidades nos conduce a otra experiencia, porque, a pesar de los cómicos retos que le profiere su esposa, sabemos que Iván está en medio de una profunda crisis. No saber quien es el culpable, desconocer el complejo sistema de causas y efectos que llevaron a la nariz al interior de un pan, y peor aún, que esta sea la de un cliente asiduo, no provoca en mí otro sentimiento que el de lo kafkiano.
Lo único que puede hacer el sujeto en cuestión es, o apostar a que todo se trata de un sueño (una constante en Kovaliov) o intentar un escape imposible por debajo de los ojos de la ley. Sorprendentemente, el texto opta por tomar los dos caminos de forma simultánea.
Por ello, independiente del dato que nos revela la condición onírica del texto, es que podemos establecer la ensoñación como el paradigma donde la trama textual ocurre, en tanto los elementos mencionados, tales como la culpa, las metáforas espejeantes, lo absurdo, etcétera, calzan de buen modo con la forma en que hemos entendido los entramados del sueño desde nuestra contemporaneidad.
Pero más importante aún, es que, aprovechando el alto contenido simbólico del texto, una seguidilla de críticos ha interpelado a La nariz como si se tratase de un manuscrito con inclinaciones religiosas, a propósito de la aparición del anticristo en la lectura de Paul Evdokimov.
Esto es, entonces, lo que me permite realizar el siguiente paso: bajo esta perspectiva, el texto pareciera estructurarse acorde a la liturgia espiritual, aunque no necesariamente cristiana, sino más bien a aquella que se relaciona con la trascendencia.
El texto, a pesar de su velocidad, constantemente deja señales de que el mundo se gobierna por sí solo, en tanto hace aparecer y desaparecer objetos como si nada, además de que la escena donde el protagonista de la segunda parte y la nariz se encuentran al interior de una iglesia es, con toda seguridad, muy sugerente.
Por tanto, me atrevería a deslizar la posibilidad de que ese sistema litúrgico que apunté podría organizarse según el modo que Mircea Eliade propone, es decir, a partir de una estructuración nieztscheana: lo sagrado y lo profano.
La nariz en el rostro y la nariz dentro del pan, la nariz que deambula y el sin nariz que le persigue, la nariz de los sueños y la nariz de facto, en esta lectura, podrían estar transitando en los dos territorios que acabo de mencionar.
Pero, en fin, procedamos ahora con la lectura del texto mismo.
Una breve incisión simbólica
Sin duda, la figuración de la nariz en el relato es de suma importancia, no solo porque el mismo título la enuncia, sino también por la constante referencia que sufre a lo largo de la trama: «Lo primero que leí de Gogol fue (…) La nariz (…). No es extraño que allí se mencione ‘nariz’ 107 veces» (Matos Franco: 146).
Naturalmente, esta insistencia no pasó desapercibida por la crítica, ya que, por ejemplo, Marcelo Herrera, de inmediato, recurre a un diccionario de símbolos para aclarar su significado. «La nariz, dice Chevalier, como el ojo, es símbolo de la clarividencia» (Herrera: 53).
Esta breve incisión simbólica, para la lectura que intento establecer, es de un profundo interés, ya que, como sugerí antes, en las primeras páginas hay cierto preámbulo textual a propósito del olfato como primer sentido, pero aun así, no quisiera extraviarme, ya que la razón por la cual refiero esto es que, quizá por la propia extensión de los textos referenciales, hay ciertos elementos que se pasan por alto, concentrando así toda la discusión en la nariz, en sus propiedades y no en lo que la rodea semánticamente.
Por ejemplo, recordemos uno de los pasajes más interesantes de la obra. Luego de una pequeña persecución, Kovaliov persigue a su nariz hasta el interior de una iglesia donde, también de forma fugaz, mantienen una discusión a propósito de la propiedad.
Sin alargarme, he aquí lo interesante: en dos situaciones, la nariz realiza acciones, acaso, imposibles, como si se tratase de una caricatura; en primer lugar, la nariz, luego de escuchar las demandas de su dueño, «frunce el ceño», y mas tarde, al desistir de Kovaliov: «vuelv[e] a la cabeza y prosigu[e] sus oraciones» (Gógol: 12).
Es decir, por un procedimiento metonímico y prosopopéyico, la nariz adopta no solo la forma de los demás órganos faciales, sino que también toma el propio lugar del rostro. Parece extraño que, al hablar de la nariz, olvidemos que esta pertenece a una constelación simbólica que es propia de la cabeza, además de que, la propia apariencia onírica del relato nos lleva a la frase: «esto podría ocurrir solamente en la cabeza del protagonista».
Sin duda, las ensoñaciones ocurren simbólica y factualmente en la parte superior de nuestra anatomía, por lo cual, considero que no sería insensato el reparar en la condición sígnica de esta parte del cuerpo.
Dicho esto, procederé a desmenuzar un poco el soporte anatómico de la nariz. Al interior del Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot, dos entradas son las que despiertan mi interés. En primer lugar, la simbolización de la cabeza, y luego, la del rostro.
Comencemos, entonces, con el primer término. Cirlot, al definir el símbolo cabeza, agrega una serie de datos que, paso a paso, parecieran estar inconexos entre sí, por cual, solamente repararemos en dos. La primera definición es la siguiente: «en el arte medieval simboliza la mente y la vida espiritual, por cuya razón aparece con gran frecuencia como tema decorativo» (Cirlot: 112).
Esta cita es relevante dado que lo dicho calza muy bien con algunos eventos del texto de Gógol. Por ejemplo, se hace evidente que la aparición/desaparición de la nariz en el rostro de Kovaliov es un detonante anímico, dado que la caracterización del sujeto, pre y post recuperación de la nariz es diametralmente distinta.
La ausencia de nariz en el protagonista es equivalente a la pérdida de toda su fuerza, quizá, libidinal, aspecto que identifica muy bien Marcelo Herrera a propósito de la nariz como una figuración de lo fálico. Luego, respecto a lo espiritual, la relación es más que obvia. Kovaliov, un sujeto aparentemente no religioso, es forzado por la ausencia de su nariz a buscar respuestas al interior de una catedral.
Es decir, solo una cabeza desfigurada es motivo suficiente como para entrar en relación, aunque sea de forma forzada, con los aspectos institucionales de lo religioso (y también, por cierto, de los poderes que organizan el esquema social, tales como la policía, el centro de publicidad, etcétera).
Por tanto, lo más interesante de esta definición es el último aspecto, el cual tiene que ver con lo puramente decorativo.
Los espacios amorfos
La preocupación de Kovaliov por su nariz y, en consecuencia, por su cabeza, tiene que ver en estricto rigor con motivos cosméticos. El protagonista, cada vez que es contrariado por un personaje, conduce la discusión hacia lo siguiente: «¿cómo me las voy a arreglar sin un apéndice tan visible? (…) Yo suelo ir los jueves a casa de la señora Chejtariova (…) No puedo presentarme a ellas de ninguna manera» (Gógol: 16).
Claramente, la relación nariz y cabeza tiene que ver con el estatus social, pero más importante aún, al menos en mi lectura, es el decorativismo con el que la nariz se integra al resto de su composición facial. Su única importancia es esta, la de hacer posible la comunicación con otros cuerpos desde el honor, el poder, la seducción, etcétera.
Por lo cual, esta configuración nos da una pista a propósito de lo que mencionamos en un principio, esto es, los territorios de lo sagrado y lo profano.
Como bien veremos, la nariz decorativa, como si fuera una herramienta social, forma parte de los diversos sistemas objetuales que completan el mundo: ropa, maquillaje, joyas, etcétera. Es decir, su función es formar parte del exoesqueleto de una estructura central que, en este caso, consiste en su cabeza.
Una cabeza sin nariz es, de algún modo, un territorio que ha sido profanado. Por esto es que las razones que explican su ausencia solo son motivos viles, tales como la hechicería, el robo, la suplantación, entre otros vicios. Por ello es que Kovaliov, al perder su nariz, también pierde su estatus.
De algún modo, pierde su condición sagrada y, por tanto, su centro. Aquel sujeto seguro de sí mismo, dueño de su futuro, de su vida en soltería, ahora se encuentra en la desorientación absoluta. Es decir, Kovaliov ahora es un sujeto descentrado.
De todos modos, para esclarecer esto, a propósito de la idea del centro y de la desorientación, recurriré a lo dicho por Mircea Eliade en su Lo sagrado y lo profano. En primer lugar, veamos el asunto de los territorios: «Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo; presenta roturas, escisiones: hay porciones de espacio cualitativamente diferentes de las otras (…) hay, pues, un espacio sagrado, y, por consiguiente (…) otros espacios no consagrados (…) en una palabra: amorfos» (Eliade: 15).
Los ánimos del cuerpo
Intentemos, ahora, establecer lazos con lo dicho aquí y el texto de Gógol. De acuerdo con nuestra lectura, la nariz por sobre la cara se configura como una especie de monolito, acaso, como una señal que indica la condición cosmética del rostro. Dependiendo de su aparición o desaparición, la cabeza, el rostro como tal, se vuelve apetecible, legible y, con toda seguridad, legítimo socialmente.
Es decir, la nariz, al proveer estatus, también provee sacralidad, esto porque lo sagrado solo puede darse en un espacio específico. Este lugar, como ya lo sospecharán, consiste en la superficie del rostro. Entonces, aquí es donde el asunto se vuelve interesante, ya que la cara de Kovaliov, dada la ausencia de la nariz, luce del siguiente modo: «para gran asombro suyo, en el lugar de su nariz descubrió una superficie totalmente lisa» (Gógol: 9).
Es decir, su cabeza sin olfato ahora es un espacio homogéneo, del mismo tipo que Eliade señala. La ausencia de su apéndice hace de su rostro una especie de masa amorfa, desprovista de toda consagración. Es decir, su rostro desnudo es como un rostro entregado a lo puramente profano.
Al contrario, cuando la novela corta se aproxima a su final, la cabeza cobra un tinte absolutamente distinto al momento de recuperar la nariz: «al despertarse y lanzar una mirada fortuita al espejo, descubrió el mayor que allí estaba la nariz. Echó mano de ella, y allí estaba (…) estuvo a punto de ponerse a bailar, tal y como estaba, descalzo». (Gógol: 27).
Muchas cosas ocurren en este pasaje. En primer lugar, es bastante curioso que la nariz regrese al rostro luego de una siesta. Naturalmente, esto lo debemos asociar al acto de despertar, de salir de los sueños.
Es decir, con la aparición de la nariz, lo onírico toca su fin, pero lo otro que podemos reparar es que, tal como lo dictaminan las tradiciones místicas, la instalación de los territorios sagrados también son acabados al momento de un despertar, aunque ahora, asociado a lo espiritual: «Cuando, en Jarán, Jacob vio en sueños la escala que alcanzaba el Cielo (…) despertó sobrecogido de temor (…) Y cogió la piedra que le servía de almohada y la erigió en monumento» (Eliade: 18).
Sin animarme, claro está, a darle una lectura cerrada al texto, pareciera ser que todo el conjunto de eventos en torno al regreso de la nariz, tales como el baile de festejo, el noli me tangere con el cual el protagonista somete a Iván, quien regresa a cortarle la barba, o la reorganización de su vida en sociedad, en tanto su «centro» facial regresa luego de los sueños, hierofánicamente, apuntan a que, efectivamente, la condición sacra de su cabeza ha vuelto a la normalidad.
Ahora, quisiera consultar por última vez el Diccionario de símbolos de Cirlot para así, confirmar los elementos sugeridos a propósito de lo profano y lo sagrado en torno a la cabeza, ya que, tal como prometí, el próximo concepto que visitaremos es el del rostro humano: “En sí, el rostro simboliza la ‘aparición’ de lo anímico en el cuerpo, la manifestación de la vida espiritual» (Cirlot: 390).
Acaso, ¿no es una excelente observación a propósito del cambio anímico que sufre Kovaliov al recuperar su nariz? Sin dudas, podríamos aseverar que, de algún modo, el protagonista «regresa a la vida». Antes de la reaparición mágica del apéndice facial, el texto nos deja una serie de leyendas urbanas que se han ido construyendo en torno al rumor de la nariz.
La extremidad autómata, de pronto, comienza a recorrer fantasmagóricamente diversas zonas de San Petersburgo, agolpando tras de ella a decenas de curiosos en busca de lo paranormal. A mi parecer, estas breves referencias al desarrollo de los rumores en la ciudad indica cierto aire mortuorio en torno a Kovaliov.
Probablemente, desprovisto de su nariz, este se ocultó por mucho tiempo en su casa, lo cual produjo esta serie de historias fantásticas.
Pero, en fin, el punto es que, con la recuperación de la nariz, todo el texto pareciera regresar a su orden original. Ahora, terminada la fábula, Gógol se permite hacer comentarios sobre la historia, si acaso parece absurda, verosímil, y si quizá, en su profunda intratextualidad, posee elementos secretos, no revelados a simple vista.
Y es por esto último que, tal como lo han hecho otros textos críticos, en este ensayo me atreví a postular un sistema litúrgico y religioso para estructurar el orden de los acontecimientos.
Quizá, los diferentes tránsitos textuales (representados, además, en el constante viaje por la ciudad del protagonista) pueden ser homologados con otros esquemas territoriales y funcionar de la misma forma, pero lo que queda claro es que el desplazamiento, como elemento de cambio, de transición anímica y espiritual, queda a la vista, en tanto el Kovaliov con nariz y sin ella son, evidentemente, dos sujetos a lo sumo distintos, tanto a nivel de personalidad como de apariencia.
Además, ¿no hay en la representación de la nariz como un autómata cierta similitud con las historias del Doppelgänger?
Esto, seguramente, cargaría aun más el texto hacia lo siniestro, que es otro paradigma que sugerimos al inicio del ensayo, aunque, evidentemente, tal propuesta debe ser abordada en otra ocasión.
Bibliografía:
—Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. España: Labor, 1992.
—Eliade, Mircea. Lo sagrado y lo profano. España: Guadarrama, 1981.
—Gógol, Nikolái. La nariz. s/i: Andaluso, s/i.
—Herrera, Marcelo. «La nariz, de Nikolái Gógol: una interpretación basada en el simbolismo onírico y la teología del mal». Gramma 39 (2004): 47-60.
—Matos Franco, Rainer. «Las narices de Gógol». Revista de la Universidad de México 7 (2018): 146-151.
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Víctor González Astudilllo (Santiago,1996) es estudiante de lingüística y de literatura hispánica. Diplomado en literaturas del mundo por la Universidad de Chile. Dirige, actualmente, el proyecto de difusión cultural revista Phantasma.
Imagen destacada: Monumento a Nikolái Gógol (Villa Borghese, Roma, Italia).