La presentación en el coliseo de la calle Agustinas del tenor peruano (bajo el rol de Rodolfo), en el montaje de la clásica partitura de Giacomo Puccini, marcó la apertura de la temporada de ópera en el Municipal de Santiago, después de tres años de tortuoso silencio pandémico. Al notable desempeño del cantante incaico se añade en esta ocasión la «verista» batuta del maestro italiano Roberto Rizzi Brignoli, como director titular de la Filarmónica capitalina.
Por Enrique Morales Lastra
Publicado el 11.7.2022
La versión concierto que abrió la temporada de ópera 2022 del Teatro Municipal de Santiago sale entre sumas y restas airosa del desafío que significaba abrir una cartelera, suspendida formalmente desde 2019, pese a algunas interrupciones, como la lograda Don Giovanni que se exhibió a fines del año pasado.
Es cierto que se pueden objetar diversas decisiones en lo referido al uso del escenario, pese a tratarse de un montaje en modo concierto, que en teoría prescindía del diseño escénico en esta oportunidad, suponemos, debido a los estragos que ha dejado la pandemia del Covid-19, en cualquier actividad que implique contactos y acercamientos corporales.
Bajo ese concepto, creemos que pese a la correcta dirección dramática de Fabiola Matte, en lo referente a la conducción del elenco de actores-cantantes, el uso de la iluminación y del escenario en tanto elemento visual y de perspectiva, tanto espacial como argumental, por largos pasajes resultó incomprensible estéticamente.
En especial al inicio del montaje, cuando el telón extendido dejaba a los intérpretes al borde de un eterno foso orquestal que se extendía por cerca de la mitad de la platea, en un fondo de tela negra, con las luces casi encendidas en su totalidad, y ellos mismos, los cantantes, vestidos de impecables trajes oscuros. Así, parecía que la orquesta se agotaba infinita hacia el horizonte.
La perspectiva dramática y actoral de la obra creció una enormidad en el instante en el cual surgió el coro, y ese telón impúdicamente negro que se alzaba como el protagonista de la escena, se descorrió y dejó apreciar unas sencillas escalinatas.
Una sencilla decoración que junto a la disposición interpretativa de quienes participaban en ese cuadro, permitió concederle un sentido diegético a un montaje que hasta ese momento, se encontraba ausente y omitido en ese aspecto, no tanto porque se trataba de una ópera «versión concierto», como por las decisiones en específico, adoptadas por Fabiola Matte y Ricardo Castro (a cargo de la iluminación).
Entonces, se aclararon el panorama, la territorialidad dramática y los conceptos creativos arriba del escenario.
Un tenor sudamericano para el primer mundo
Se trataba de una ópera versión concierto, pero ese simple cambio de estrategia escénica, abrió una cartografía de emociones y de movimientos dramáticos, que realzaron la excelente labor vocal del tenor lírico peruano Iván Ayón-Rivas.
Dueño de un timbre hermoso y potente, y cuya audición sonora justificaba por sí mismo lo que ocurría en el recinto de la calle Agustinas, así como el placer del publico que le escuchaba. Sus bellos agudos devolvieron a un Marcelo en toda su expresión vocal e histórica, los que por embelesados segundos hicieron recordar al mismísimo Luciano Pavarotti, en la memoria musical de los presentes.
Con dotes actorales no menores, la poco graduada iluminación y el telón negro a sus espaldas empequeñecieron el brillante desempeño de Ayón-Rivas en el primer acto del montaje, cuando el peso artístico de la obra, se apoyó sobre sus generosas cualidades escénicas y vocales.
En tanto, y si bien la Mimí de la soprano estadounidense Alexandra Razskazoff fue una excelente compañera en un nivel actoral (se trata de una actriz de gran talento interpretativo y escénico, realzada por sus características físicas), su menor extensión en los agudos se evidenció en esas arias («Sì, mi chiamano Mimi» y el dueto de «O soave fanciulla») que han hecho de La bohème un clásico de pistas que se escuchan una y otra vez, y de diversos registros tanto auditivos como visuales.
Bástenos decir que las versiones de la primera aria citada, que prevalecen en el imaginario colectivo, son las vocalizadas por las mayores sopranos de la historia, en el inventario moderno del género: María Callas y Renata Tebaldi.
Pese a aquello, correspondió a ese irregular primer acto, la exhibición de las mayores cimas musicales y vocales de esta La bohème.
La Musetta de la soprano chilena Annya Pinto y su gran alcance en los agudos fueron notorios y sus graves para nada limitados. En efecto, fue un placer apreciarla cada vez que intervino en la escena, donde la técnica de su registro vocal no se dejaba intimidar por las notas de la orquesta.
Roberto Rizzi Brignoli y su dirección musical entregaron a un Puccini de una emocionalidad que privilegió el naturalismo dramático del compositor verista, y cuya batuta siempre buscó la dosificación exacta de los tiempos teatrales en conjunción con el trayecto sentimental y psicológico de los espectadores, la audiencia, a través de ese camino que proponían las bellas melodías creadas por su compatriota del XIX.
Por eso es que hacíamos hincapié en las dubitativas resoluciones escénicas del primer acto de la obra (que se repitieron con el obstáculo del telón en la segunda mitad), las cuales lamentablemente ensombrecieron a un espectáculo vocal y musical de alto nivel interpretativo en su conjunto.
Un desafío superado, en suma, gracias a la voz inolvidable de Ayón-Rivas y a la batuta «verista» de Rizzi.
Las presentaciones de La bohème versión concierto continuarán en el Municipal de Santiago —con cambios en algunos roles y en la dirección orquestal de la Filarmónica— hasta el próximo sábado 23 de julio.
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Crédito de las imágenes utilizadas: Patricio Melo.