El gran favorito para quedarse con el máximo galardón que entrega el Estado de Chile, destinado a sus creadores en el arte narrativo de esta temporada —en un galvano a dirimirse durante los próximos días—, dialoga con nuestro Diario acerca de las claves biográficas de su vida y de los núcleos y simbolismos existenciales que alientan a sus celebrados cuentos y novelas.
Por Enrique Morales Lastra
Publicado el 7.9.2022
Uno de los mayores secretos que ha guardado la literatura chilena en estas primeras décadas del siglo XXI es la firma de Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951), no tanto porque su obra haya tenido escasa difusión (ha sido publicado por prestigiosas casas editoriales nacionales), como por el poco conocimiento que su importante nombre tiene en el imaginario de cientos de lectores que todavía desconocen su prolífica y persistente producción bibliográfica.
En efecto, Mihovilovich empezó ha construir su obra literaria cuando se desempeñaba como abogado de la Vicaría Solidaridad en la ciudad de Linares, Séptima Región del Maule, a mediados de la década de 1980. Y porque si algo ha caracterizado la trayectoria vital del escritor magallánico es que ha forjado su andadura y la fuerza de su arte narrativo desde la soledad y la independencia que le han concedido su asentamiento en las provincias del país, alejado de la hoguera de las vanidades en que se puede transformar el Gran Santiago.
Metafísico y espiritualista, en el buen sentido del término, el autor de títulos como El contagio de la locura (2005) y Útero (2020), ha indagado en la interioridad de las emociones humanas con un nivel de profundidad y persistencia, que para algunos de sus lectores, encontrarlo en las estanterías de las librerías locales, ha significado primero, descubrir a un nuevo autor, y luego, sorprenderse con que ese escritor sea de nacionalidad chilena.
Así le ocurrió, por ejemplo, al destacado académico y comunicador Cristián Warnken Lihn, uno de los grandes difusores y promotores de los libros del narrador nacido en Punta Arenas, pero linarense por adopción y cariño juveniles, quien le conoció por casualidad pensando que sus libros pertenecían a la obra de un creador croata traducido al castellano.
Los últimos años han sido temporadas de incesante trajín y actividad literaria para Mihovilovich, pues ha publicado las novelas Útero (2020) y Tu nuevo Anticristo (2022) y el volumen de cuentos Teoría del espanto (2021), que reúne la casi totalidad de su narrativa breve, dada a conocer hasta el momento.
Miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua, el asimismo autor de la ficción de largo aliento de Grados de referencia (2011) fue un comprometido defensor de los derechos humanos en los años 80 del siglo pasado, cuando además de trabajar en la ya mencionada Vicaría de la Solidaridad, fue un solitario denunciante de esa cicatriz hiriente en la historia del país que es la existencia de Colonia Dignidad, en las cercanías de Parral.
Comparado con el escritor rumano Mircea Cărtărescu, Mihovilovich conjuga en sus páginas la reflexión esotérica, con el análisis de la reciente trayectoria política del país, en páginas donde el ardor sexual puede encontrar a sus personajes, igualmente, en el jadeo solitario de un inesperado revolcón carnal, a salto de mata, en la premura impúdica de un estacionamiento vehicular.
Visionador compulsivo de filmes cinematográficos, su cultura audiovisual ha quedado de manifiesto en esa verdadera joyita, por lo exótico de sus cruces estéticos y genéricos, que es el híbrido volumen de Espejismos con Stanley Kubrick (2017), donde fue capaz de fusionar las impresiones que le han provocado en su sensibilidad largometrajes como 2001. Odisea del espacio (1968) del maestro estadounidense, con el sentido de sus búsquedas personales a fin de escudriñar en el misterio agobiante de la existencia.
«Sentí que la lectura era importante para comprender lo que había a mi alrededor»
—¿A qué edad comenzaste a escribir? ¿Qué factores existenciales y biográficos te motivaron a expresarte y a buscar consuelo en el universo inquebrantable, pero ficticio de las palabras?
—Leí la novela Genoveva de Brabante de Cristóbal Smith cuando tenía ocho años de edad, una trama de aventuras míticas que conmocionó mi alma de niño. Sentí que la lectura era importante para comprender lo que había a mi alrededor, ese mundo infantil donde todo parecía extraño y maravilloso, con esas preguntas sobre la trascendencia que solo un niño se puede hacer de modo mágico e iluminador.
Luego, el espacio geográfico, esa atmosfera de seres degradados y desarraigados que existían en el antiguo barrio yugoslavo donde crecí hasta mi adolescencia me mostraron un universo fantasioso, a la vez que real: los marginados de la sociedad existían, estaban a la vuelta de la esquina y mis interrogantes de asociaban a, ¿por qué ellos y no yo o nuestros amigos?
Escribir sobre ellos fue una consecuencia natural vinculado a mis primeros poemas a los 11 y 12 años nacidos de las experiencias amorosas platónicas y, más tarde, decididamente carnales y afectivas.
Abocarse a sobrevivir
—¿Por qué tuviste que emigrar de Chile durante tu época de estudiante universitario en los años 70 del siglo pasado?
—Luego del ‘Golpe’ nuestra generación universitaria —y no sólo ella, naturalmente— sufrió el martirio de las persecuciones, del exilio, las desapariciones, torturas, y todo aquello concomitante con un régimen oprobioso, carente de las mínimas libertades.
Nos abocamos a sobrevivir, a estudiar malamente y sufrir la desesperanza que inspiró un tiempo mejor que se derrumbó estrepitoso. No fui entonces un buen alumno, si sirve de excusa, como tantos otros, y ya en quinto año de leyes a punto de egresar, perdí la carrera.
Estaba recién casado, trabajando en una célula clandestina junto a unos compañeros y compañeras en la zona de Talcahuano y San Pedro, y luego de un par de años ejerciendo como procurador judicial para subsistir, fue que decidí titularme como abogado en Ecuador.
Llegué el año 80 y regresé el 82. Pasé esos dos años de dulce y de agraz. La experiencia de estar en territorio ajeno y con problemas económicos fue difícil, pero obtuve lo que necesitaba y volví con la convicción de asumir el trabajo de derechos humanos en Punta Arenas y desde el año 84 junto al obispo Camus en Linares.
Fue una época de riesgos y de lucha hermosa: todos éramos hermanos en la causa común de terminar con la Dictadura. En mi novela Grados de referencia describo parte importante de lo que aquí enuncio.
—¿Cómo un abogado de la Vicaría de la Solidaridad que trabajó codo a codo con el obispo católico Carlos Camus en la década de 1980, llega a ser Seremi de Justicia y luego juez de la República de Chile?
—Mi labor con la Iglesia asociada a la Vicaría de la Solidaridad se dio de manera equivalente. Procedía de Punta Arenas luego de la separación matrimonial el año 84.
En mi ciudad natal formé parte de la Agrupación Cultural (Acup) que reunió a profesionales, artistas, intelectuales, etcétera, que dictó charlas en el Sindicato ENAP todas las semanas a contar del año 82, antes que comenzaran las protestas en la capital.
Fue una labor épica, con las dependencias del local abarrotadas de público que dialogó y discutió sobre el teatro magallánico, la Constitución impuesta, el folklore, la literatura, la extinción de los pueblos originarios en la Patagonia, entre otros temas. De ahí que continuar en la misma perspectiva en Linares fue algo natural.
Ayudé a la conformación de la Agrupación de Detenidos desaparecidos junto a mi amigo y futuro compadre, fraile de la Congregación Capuchina, Sergio Hernández, con quien recorríamos la Región del Maule en una destartalada citroneta indagando por los domicilios de las familias de desaparecidos en Linares, San Javier, Parral, Cauquenes, etcétera.
Don Carlos Camus fue un obispo de excepción. Apoyaba la justa causa de derechos humanos y el hecho de refundar a niveles locales a la Izquierda Cristiana, de la cual fui su secretario regional, contó con su invariable simpatía. Mi relación con don Carlos fue muy cercana, en tiempos en que la Iglesia estaba dividida entre quienes apoyaban o abjuraban de la causa de los derechos humanos, allí don Carlos levantó su voz firme y tranquila.
Por ello decidí escribir su biografía testimonial: Camus Obispo, dando a conocer su compromiso con los perseguidos del país, que incluso compró Pinochet en una librería de Concepción, en un «gesto ecuménico», rezaba la prensa de la época.
Con la llegada de la democracia se reconstituía el Estado de Derecho. Me llamaron a ser Seremi de Justicia el año 91, en el gobierno de Aylwin y accedí, bajo la égida de un hombre excepcional como Francisco Cumplido, convencido de que podía aportar en la nueva etapa.
Trabajé con los retornados del exilio, los expresos políticos, etcétera, además de las funciones consustanciales inherentes al cargo.
De ahí pasé a ser jefe de readaptación en Gendarmería el año 94 y a fines de 95 me ofrecieron postular al cargo de juez en Curepto, siendo designado en noviembre de 1995, labor que desempeñé hasta abril del año 2021, retirándome anticipadamente en Puerto Cisnes, para dedicarme por entero a mi vocación y pasión de una vida: la literatura.
Un lector autodidacta
—¿Qué significan para ti Linares y la Séptima Región del Maule? ¿Eres puntarenense o linarense, o ambas situaciones identitarias a la vez?
—Estudié en Punta Arenas la primaria en el Colegio Yugoslavo, las humanidades hasta cuarto año en el Instituto Comercial. El año 69 trasladaron a mi viejo que era carabinero a Linares y terminé mis estudios en el área comercial del Politécnico de esa ciudad, hasta ingresar a estudiar derecho en la Universidad de Concepción.
De ahí que, por un lado, parte significativa de mi infancia y adolescencia se afincó, obviamente, en Punta Arenas, ligada a mi incipiente personalidad literaria, la que se consolidó en Linares, posteriormente.
Escribí siempre y leí muchísimo, un lector autodidacta, desordenado, pero consciente de que en los libros estaba la esencia de la naturaleza humana en que me hallaba inserto.
En Punta Arenas leía a Agatha Christie, a Marcial Lafuente, Corín Tellado, y en la Biblioteca Municipal descubría a Shakespeare, Vallejo, Neruda, Huidobro, Mistral, etcétera. Y en Linares, las primeras lecturas esotéricas, Lobsang Rampa, Gurdieff, Rosacruces, Lovecraft, y un sinnúmero de libros de carácter místico largo de enumerar.
Por ende, podría sintetizar que mi patria original ha sido Punta Arenas y la de adopción que conformó mi madurez personal fue Linares, a donde he vuelto por esos caprichos del devenir existencial, y donde he sido recibido de un modo inesperadamente acogedor en sus cercanías: Longaví.
Ese mundo que se anhela
—Define en breves líneas los fundamentos estéticos capitales de tu creación literaria.
—Uf, difícil en pocas líneas, pero asumo que mi literatura es muy personal, una suerte de ‘realismo patético’, como señalé alguna vez, es decir, una especie de entronización en el alma humana, un descenso hacia lo recóndito de la interioridad, a esos pliegues del corazón donde se anida de modo permanente la vieja e inalterable confrontación del bien y el mal.
Intento traer ese descenso hacia este espacio conmovedor, dramático incluso.
Escribir sobre la negación importa advertir los enunciados, entre líneas, de un mundo que se anhela y se necesita para hacer de él un sitio digno donde vivir sea algo más que una ilusión material.
«En el hoy, radica siempre nuestro futuro»
—¿Cómo ves el panorama espiritual y anímico actual del país? ¿Vivimos una crisis de valores y de sentido a nivel nacional? Si es así, ¿de qué manera podemos sobrellevar esa situación y buscar una salida convincente al respecto?
—Por desgracia habitamos una realidad que hemos ayudado a desnaturalizar mediatizados por un neoliberalismo que, a fuerza de su repetición se ha hecho parte en gran medida de nuestra manera de relacionarnos. Estamos anclados a un nivel de competencias mezquinas que, por desventura, exceden el ámbito nacional.
Es cierto: nuestro aislamiento contribuye a sentirnos parias del mundo moderno sin presentir que somos esclavos de una civilización que ha ido destruyendo a pausas los valores más caros de la humanidad: la solidaridad, la fraternidad, el amor por la propia especie y los reinos que la sustentan: mineral, vegetal, animal y el propio reino humano.
La autodestrucción de aquello es nuestra propia autodestrucción. La ausencia de diálogos se escuda en discusiones obtusas que persiguen sólo las propias y engañosas verdades individuales que, por obra y gracia de la tecnología y el capital, se mimetizan en un colectivismo carente de humanismo.
De pronto creemos que somos inmortales y que nada puede acabar con nosotros. Craso error. La mortalidad, nuestra finitud, debiera ser parte de nuestra cotidianeidad para entender que «sentir» a los demás es inherente a «empatizar» con quien no piensa como nosotros.
El plano de las ideas debiera estar por sobre el de las consignas que, indefectiblemente, son modas pasajeras. Las palabras deben afincarse en causas nobles y necesarias al bien común.
Si el contenido de una Constitución Política puede ayudarnos a un reencuentro con nuestro ser más íntimo y personal, será un avance. Pero no es la simple letra la que modificará nuestras conductas, sino «el hacer» aquello que nos resulta indispensable para ser mejores personas.
Quizás, la esperanza esté en quienes asumen que la vida humana es pasajera y que el presente es lo único que tenemos: allí, en el hoy, radica siempre nuestro futuro.
«Mi escritura es la antesala de un camino que nunca termino de recorrer»
—¿Cuál es tu mejor trabajo literario, el que te dejó más satisfecho una vez concluido y publicado?
—Cada libro terminado es una satisfacción personal que se nutre, paradojalmente, en la inevitable pregunta: ¿y ahora qué?
Cada texto es una especie de eslabón que no cierra nunca la cadena: mi escritura es un paso siempre, la antesala de un camino que nunca termino de recorrer.
—¿Te ilusiona ganar el Premio Nacional de Literatura 2022?
—Mentiría si dijera que me es absolutamente indiferente. Pero no es algo que me quite el sueño. La postulación nació de terceras personas que se identifican con alguna parte de mi obra. Eso se agradece y enaltece, en cierto modo, mi trabajo literario. Pero lo demás no depende de uno.
Es más, la obra y el escritor, se disocian al momento en que el libro cobra vida. Ese es el vehículo que busca un destinatario. Trato de tomar esta nominación con serena expectativa. Escribir es para mí una necesidad vital. Un premio, de cualquier naturaleza es, apenas, un accidente en la honesta creación literaria.
—¿En qué obra o texto de tu autoría trabajas actualmente?
—En un libro de cuentos, en el que llevo ya unos años, ya que siempre observo y trabajo en proyectos simultáneos.
Recupero también una novela que empecé alrededor del año 2008 y que he retomado con ese espíritu renovado que por estos días me asalta.
La búsqueda en el firmamento infinito
—¿Qué sucede después de la muerte? ¿Existe la trascendencia en el misterio ignoto del tiempo?
—¡Vaya pregunta! No sé qué sucederá, aunque intuyo que ‘algo hay’. Me preocupa hoy tan solo andar. La vida humana es un trayecto: nacimiento, desarrollo y muerte: el fin de la materia. (‘El tiempo no es otra cosa que la materia contenida en el espacio’, dice un personaje de El contagio de la locura).
Algo muy simple que se olvida a menudo. Pero, lo esencial es eso: el camino. En el intertanto escribo con el ánimo de siempre, aun cuando físicamente no materialice nada significativo. He dicho que intento ‘escribir como vivo y vivir como escribo’.
‘Siento’ sí, que la existencia humana es parte de ese tránsito a que he aludido y, por ende, una búsqueda incesante de lo que somos y —quizás— seremos. La búsqueda es personal. Llegamos y nos vamos solos, así estemos rodeados de seres parecidos.
Y claro, si elevamos la vista, veremos un firmamento infinito: desde esos lejanos astros alguien o algo nos hace un guiño picaresco, como invitándonos a sentir una presencia ignorada, pero —quién sabe— verdaderamente auténtica, del momento que el guiño existe.
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Imagen destacada: Juan Mihovilovich Hernández.