El filme del realizador francés fallecido hace tan solo unas semanas, construye una poética de la ciencia ficción audiovisual casi sin echar mano a los efectos especiales, y solo valiéndose de su cámara, el guion, y las actuaciones dramáticas de Eddie Constantine y de Anna Karina, para conseguir una de las obras más logradas artísticamente del género, en la historia del celuloide.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 28.9.2022
¿Qué es Alphaville? Como película de 1965 y dentro de la Nouvelle Vague o Nueva Ola francesa, Alphaville es un experimento cinematográfico, con mucho de denuncia.
Como película dentro del género de la ciencia ficción, logra un interesante producto que supera, casi sin efectos especiales y sin ambientaciones de cartón piedra —usando la París del 65—, a la Fahrenheit 451 que vendría en 1966 de la mano de François Truffaut.
Y como experiencia es, ciertamente, algo a la vez desconcertante, entretenida, elemental y a la vez abstrusa. Es curiosa. Para los que no la vieron nunca, hay que prevenir acerca de las limitaciones técnicas de la época para lo que es la ciencia ficción de hoy así como de los estilos de dirección y de actuación, y hay que hacer un necesario racconto histórico del periodo para entender la ecología del ideario del filme.
Para aquellos años, París y lo francés era el epítome de la cultura occidental. Lo máximo en refinamiento intelectual y estético, posición bien ganada tanto antes como después de la Guerras Mundiales. Para 1965, París ya estaba en los primeros amagues intelectuales que culminarían en los eventos del 68.
Y si hemos de aceptar como cierta la frase que venía viajando desde el s. XVIII: «París estornuda y Europa se resfría», pues Europa y gran parte del Occidente —y hasta Japón, Vietnam y América— del 65 estaban a unos tres años de aquel estornudo parisino que se conoció como «el Mayo Francés» y que hoy calificaríamos de «antisistema» y que acabaría con el último bastión de líderes políticos provenientes de la Segunda Guerra Mundial: Charles de Gaulle.
Por supuesto, toda acción «anti-algo» informa y mejora aquello que se supone quiere eliminar y, en vez de borrarlo del mapa, induce en el blanco una metamorfosis que absorbe el golpe, lo metaboliza y —con concesiones no fundamentales— se reajusta a las nuevas condiciones que querían perturbarlo en su estabilidad interior lo que los afianza aún más en el anterior modelo, solo que ahora remozado y reforzado.
Estos postulados, paradójicamente, ya estaban siendo formulados para esa misma época tanto en Europa como en los Estados Unidos, pero apenas si algunos recién lo están escuchando entrado el siglo XXI. Como sea, Alphaville trata estos mismos temas acerca de la conducta antisistema. En la película, se enfatiza la denuncia sobre la tecnocracia que amenazaba a la sociedad y una eventual crisis nuclear que amenazaba al mundo.
Así, el peligro atómico y la descerebración de los habitantes era el método de aquel sistema político que conformaba una suerte de Superestado controlado por una Supercomputadora —Alpha 60—, la que, a su vez, controlaba a sus habitantes.
Silencio, lógica, seguridad y prudencia (el lema de la ciudad) eran algunos de los pilares fundamentales de su funcionamiento, pero aplicando un lazo de control a través de un mecanismo que es uno de los grandes hallazgos del guion de Godard: el control liso y llano del lenguaje como puerta de entrada al pensamiento (que recuerda en algo a la «neohabla» de 1984 de Orwell).
Eliminar palabras claves
El enlace que plantea Godard entre la tecnología y el lenguaje es crítico. La ciencia es un ejercicio metódico de indagación que genera palabras que permiten expandir la consciencia, pero el hecho de que las incertidumbres crezcan más rápido que las certezas relativas del conocimiento científico (el llamado «pensamiento entrópico»), nos hace dudar acerca de la utilidad supuesta y de la nocividad cierta de un sistema de generación de conocimiento con más ignorancias que certezas.
De principio, ciencia y tecnología disminuyen nuestro caudal relativo de palabras, relativo a nuestra noosfera, donde se habla cada vez más y se dice cada vez menos. Es que resulta difícil entender que no sea la realidad la que orienta la información, sino que se trate de la información orientando a la realidad (Kant). En efecto: nuestras palabras generan realidad.
Ludwig Wittgenstein redujo el límite de nuestro mundo a nuestro lenguaje: palabra que no conocemos, pensamiento y cadena de pensamientos que no se generan y realidad que no aparece ante nuestra mente. El Universo real se presenta como la expansión de nuestra mismidad.
Y vuelve Wittgenstein: los nombres de las cosas son el límite de los hechos y expresan aquellas cosas que nuestro yo construye con sus herramientas: las palabras… Pero entre las palabras se nos cuela el silencio. Entre ellas y antes y tras ellas, hay silencio. Y se nos plantea la pregunta: ¿de dónde viene ese silencio? Nuestra respuesta es que tanto las palabras como su antecedente lógico, el silencio, se originan en nuestro yo.
Decía Wittgenstein que no podemos estar frente a nuestro yo: «el yo se cuela en el mundo por el hecho de que el mundo es mi mundo». Soy puro sujeto: el yo es lo único que no puede ser observado porque solo puede observar: «el Hombre es el ente que habla» (Heidegger). Puedo decir las cosas y por eso las cosas son. Puedo decir mi yo al vacío cósmico y este será lo que mi yo le diga y hasta donde mis palabras lleguen.
Así, es en ese contexto en donde se vuelve tan efectiva el arma colectiva de Alpha 60: eliminar palabras clave, prohibirlas: no existe la pregunta «¿por qué?», sólo existe la respuesta «porque…». Cuando se dice «no» con la boca se afirma con el movimiento de la cabeza y viceversa. Se eliminan las causas y sólo se trabaja, se admite y tolera la consecuencia.
Y es que, en verdad, en un aparato de lógica pura, sólo existe el hecho consumado en un presente absoluto donde, al no haber tiempo —aunque sea en manos de la memoria—, la relación causa y efecto es imposible: no hay tiempo durante el cual se pueda pasar de una a la otra.
Tampoco existe la palabra «consciencia», de modo que —y como decíamos más arriba— sin la palabra no hay pensamiento ni cosa y de esta manera, el individuo creador desaparece como tal y sólo queda el repetidor.
El contexto cinematográfico
Estamos en medio de la Nouvelle Vague, término consolidado para el cine por la revista Cahiers du Cinéma. La «Nueva Ola» abarcaba —desde finales de los 50— a un grupo de cineastas franceses relativamente jóvenes, que enfrentaban el vuelco de la juventud hacia el hippismo: de reclamar por el buen vivir al buscar el vivir mal.
Así, en Europa ese cambio de ángulo era psicológicamente comprensible: esos jóvenes fueron los niños de la Segunda Guerra Mundial: el hippie remedaba la infancia de posguerra que habían tenido: sucios, amontonados y en atmósferas anárquicas.
Esa juventud o temprana madurez, se acercó al cine a través de la Nueva Ola que incluyó apellidos que hicieron historia como los de Bazin, Truffaut, Varda, Resnais, Chabrol, Rohmer y, obviamente, Godard.
Los principios que la Nueva Ola francesa proponía eran, entre otros, revitalizar el cine de montaje (admiraban a Orson Welles) y rescatar al hombre en su naturaleza desamparada tras la Segunda Guerra Mundial. Buscar un debilitamiento del argumento, imponiendo momentos.
De esta forma, la narración de Alphaville tiene, efectivamente, estas perspectivas del humano desolado y una estructuración en su relato, segmentaria.
La idea simple —no «aburguesada» por la intelectualidad acomodada— domina en Alphaville luego de la sorpresa inicial: un caballero errante —el detective que viene de los países exteriores—, un monstruo atormentante —aquí el dragón es la supercomputadora Alpha 60— y la dama que debe ser rescatada: Natasha, la actriz fetiche de Godard y de la Nouvelle Vague en general, la actriz Anna Karina.
En este marco, otro elemento presente en Alphaville es la denuncia contra la esclavización de la mujer presentándola como integrantes de un sistema de prostitución institucionalizada desde el Estado, donde cada mujer/placer del varón tiene un número de registro en la nuca, pues para muchos, y sobre todo en aquella época, la prostituta era un sinónimo de la mujer «atada» al matrimonio.
Otro de los aspectos centrales de la Nueva Ola era destruir no sólo la moral del amor sino las estructuras morales en su totalidad. En líneas generales, las propuestas del Mayo Francés y de la Nouvelle Vague eran «anti» y ya explicamos el problema que acarrea todo «anti algo».
«La imaginación al poder», por ejemplo, es quizás la consigna más popular de aquellos años y que perdura nostálgicamente hasta hoy, pero que mostraba cómo el ir contra las instituciones públicas que someten a los individuos a través del poder, reclamaba la misma herramienta —el poder— como vehículo para la imaginación, ¡imaginación de corto vuelo, incapaz de superar la metodología que combatían!
Ese poder omnímodo representado por Alpha 60, el computador maestro, hace preconizar en algo a la futura HAL – 9000 de 2001 odisea del espacio de Stanley Kubrick (1968).
En ambos casos sólo hay una luz que «corporiza» a la computadora que está extendida en todos lados. Sólo que la humanización de la computadora de la nave, aquí, en Alphaville, es decididamente una metáfora de una humanidad vieja y desagradable: una opresiva voz masculina (muy lejos de la amable voz de HAL) en la que se adivina la voz tabáquica de un hombre mayor con el esfuerzo en la respiración —quizás con enfisema— que no se disimula y a la que se le agregan los pequeños chasquidos de la saliva en la boca, una boca horrible, sucia y vieja, la voz del poder que asfixia a lo joven.
Precaución y salida
Si la palabra es abarcada por el lema de Alphaville es porque es subversiva, porque es capaz de crear realidad, esto es: la palabra puede trabajar bajo sí misma, en su propio sub verso, y generar contextos sobre los cuales echan raíces las palabras y, con ellas, las cosas.
Y esto es peligroso, porque la palabra, capaz de producirse desde el subtexto de la mente, se transforma en un virus, y muchos lingüistas toman a la palabra como un virus que contamina la mente humana. La enriquece en ciertos aspectos con su sola presencia y sonido, pero necesita de contexto para alcanzar poder transformador: necesita del ADN cultural para poder reproducirse y esparcirse condicionando lo real al alcance lingüístico.
Así, al comienzo, se oye la voz de Alpha 60 explicando: «A veces, la realidad es demasiado compleja para la transmisión oral. Pero la leyenda la personifica en la forma en la cual le permite esparcirse por todo el mundo».
Dejar de ser realidad para convertirse en leyenda, en historia sin arraigo en lo real, le permite a la idea conquistar todo un mundo sin disparar un solo tiro o misil atómico. Además, quizás el nombre de Lenny Caution (Lenny Precaución —el actor Eddie Constantine—) como héroe de la historia, haga un juego de palabras que pone al descubierto la ingenuidad improductiva de la lógica en la vida del Hombre, Alpha 60 «no la vio venir» y recibe la bala.
Por otra parte, con la llegada de Caution a Alphaville —un veterano de Guadalcanal—, se nos van presentando las diferentes situaciones distópicas que causan cierta mezcla simpática y desconcertante de sorpresa y gracia: se hace pasar como enviado del periódico Figaro Pravda; Tokyo se llama Tokyoville; uno de los nombres más afamados de esta sociedad tecnocrática es Von Braun; un agente que se llama igual que uno de los padres del Proyecto Manhattan, Enrico Fermi, lo conecta con su contacto Henry Dickson —Harry Dickson es un detective estilo Holmes, pero americano—.
Le pregunta a Dickson por Nosferatu y si todavía vivía Dick Tracy, y siguen así las diferentes incongruencias que disuelven el contacto que podemos llegar a imaginar con un mundo real, lo que ayuda a sentir el espíritu fantasmático de la ciudad creada para la historia en sí, rodeada de los «países exteriores» tras un espacio «intergaláctico» que conecta tales naciones galácticas —enemigas, de hecho— y la propia Alphaville, que también se llama a sí misma «galaxia».
Fórmulas de física aparecen como carteles luminosos de neón (la de Energía según Einstein; la de energía de un fotón, etcétera) trayendo a mientes el miedo atómico que se vivía en el mundo fuera del cine, durante la Guerra Fría.
Dickson le explica que Alpha 60 es como las sociedades de antes: «IBM, Olivetti, Electric General, Tokyorama, Nueva York» y que se trata de: «un computador 150 años luz más poderoso». También le confirma que el suicidio era la salida más común así como los fusilamientos como espectáculo público, y parece, en verdad, querer suicidarse diciéndole «te amo» a una mujer.
Por su lado, la apariencia de Caution es la de un viejo detective de historieta —pistola, gabardina y sombrero al estilo Marlowe— y una conducta estereotipada en el mismo sentido: obtiene datos y lo fotografía todo, aunque de un modo extraño: nadie se preocupa por el continuo flasheo de su cámara y el espectador de hoy quizás no alcanza a entender completamente si es algo que pretendía —en 1965— ser «moderno» o tan sólo mostrarse como una parodia un tanto cómica de los viejos detectives secretos.
«Yo te amo»
En cuanto a lo femenino, es siempre degradado a sólo proporcionar placer a los invitados varones, plenos dueños de la realidad activa de la vida en la ciudad. Mujeres desnudas aparecen como esculturas vivas en vitrinas y las mucamas del hotel forman parte del «servicio» de placer, hasta que aparece Natasha.
Ella pretende, como las otras mujeres del hotel, ser servicial con el invitado, pero Caution va guiándola en otro sentido. Ella es alguien que debe ser rescatada de su robotización mental y física, y por supuesto, debe ser Caution quien la salva, y quien le hace ver que, en verdad, no es una nacida en el superestado Alphaville sino que había sido secuestrada y «robotizada» y que desconoce su verdadera identidad.
Y así como las palabras negadas lograban acabar con la individualidad, Caution comienza a hacerle leer poesía. Es un momento clave: la poesía es la llave que reactivará su espíritu y que le devolverá la humanidad en los momentos más deliciosos de Capital de la douleur (Capital del dolor), el libro de Paul Eluard:
Vivimos en el vacío
de la metamorfosis.
Pero el eco que resuena
a lo largo del día…
…ese eco más allá del tiempo,
angustia o caricia…
¿Estamos cerca de nuestra
conciencia, o lejos de ella?
Cuando termina de leer, Natasha confiesa: «Hay palabras que no entiendo…». Y hace referencia, especialmente al término «conciencia» que es, precisamente, lo que el poder de Alphaville le ha mutilado. Allí comienza a terminar la misión de Caution.
Tras momentos de violencia, matando con frialdad a diferentes operadores de Alpha 60, termina corriendo con Natasha entre hombres que van cayendo y mujeres que parecen querer trepar las paredes. Natasha misma comienza con una conducta errática que Caution debe controlar. Esta situación se entiende como que Alpha 60 ha perdido el control de todo.
Así como cuando Alpha 60 encendía las luces indicaba a todos el amanecer, ahora no era capaz de controlar absolutamente nada. El arma con la cual Caution destruye en verdad a Alpha 60 es el tiempo del sujeto humano. Lleva a la computadora a una crisis lógica a través de un enigma al modo de la esfinge griega: el secreto que lleva en sí mismo: «es algo que no varía ni de día ni de noche; en el cual el pasado representa al futuro; que avanza en línea recta y que sin embargo al final llega al punto de partida (boucler la boucle)».
La máquina entra de lleno en la trampa del conflicto —no sabe ni puede superarlo— y responde: «No sé de qué se trata» y agrega: «varios de mis circuitos buscan la solución de su enigma… ya la encontraré». Es así como la potente máquina será destruida. Y en efecto: al final Alpha 60 encuentra el secreto humano: el tiempo que el sujeto vivo vive. El tiempo existencial, y la comprensión de este tiempo implica su destrucción.
Su mensaje liminal será: «El presente es espantoso porque es irreversible, porque es de hierro, el tiempo es la sustancia con la que estoy hecho; el tiempo es un río que me arrastra, pero yo soy el tiempo; es un tigre que me desgarra pero yo soy el tigre, para nuestra desgracia el mundo es real y yo, para mi desgracia, soy yo».
Caution conduce por la autopista intersideral (todo un guiño involuntario hacia el futuro y la pareja de Blade Runner —Ridley Scott, 1982— con el agente y la replicante) escapando al fin de Alphaville y liberando al mundo de la amenaza de una guerra nuclear.
Toda una metáfora de una idea de renovación juvenil (que necesitaba Occidente para auto depurarse de las guerras) y que la historia de aquellos años la muestra como expandiéndose —en tanto leyenda y virus— hacia todo el mundo.
Ahora, muchos de aquellos jóvenes del «amor libre» hoy son cadáveres y la realidad, como siempre, habrá seguido su camino. La Guerra Fría pasó a la historia y le siguieron otras historias y otras guerras igual de peligrosas.
Fue un buen intento… aunque seguimos creyendo que nuestros esfuerzos afectivos e intelectuales en verdad cambian lo real cuando, en verdad lo generan bajo un esquema operativo que refuerza los errores.
La denuncia de Godard en Alphaville, sin embargo, es una de las pocas expresiones de la época que supo buscar cierta trascendencia en el decir, cierta voluntad superadora de aquello que quería combatir en lugar de solamente enfrentarlo, especialmente en el diálogo final en el automóvil entre una Natasha que despertaba a la consciencia y un Caution que los alejaba a ambos por la autopista Sideral del decadente Superestado: Simplemente Natasha aprendía a decir: «Yo te amo»…
***
Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:
Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.
La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…
He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Alphaville (1965).