La palabra esperanza aguarda, sin embargo, no para nosotros, que la traicionamos o la dejamos ir, por segunda vez en medio siglo, sino que para las generaciones venideras, si es que algo sobrevive a la incuria mental de los hijos de esta franja, a punto de ahogarse en el tumultuoso Océano Pacífico.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 20.10.2022
El 18 de octubre de 2019 nos sorprendió con el fragor de las calles, en una sinfonía estruendosa de pasos y voces y gritos. Nadie había esperado que se abriesen las compuertas de golpe, ni que se vaciaran las aguas de los anhelos de justicia social sin mayores advertencias. No habíamos ganado una elección presidencial, como en 1970; tampoco habíamos articulado un movimiento de masas en pro de un ascenso al poder político.
Era el ciudadano común, el que trabaja de sol a sol, el que padece el yugo del trabajo asalariado solo para procurar el sustento de los suyos; el que ha vivido generaciones de promesas incumplidas y sueños abortados; el abuelo o la abuela que el domingo 4 de septiembre de 1970 votó por Salvador Allende; el hijo y la hija, el nieto y la nieta, los vástagos tecnologizados del siglo XXI, que repetían, con matices renovados, el sueño del socialismo democrático.
Así, el torrente pareció incontrarrestable. Temblaron los poderes de turno; pareció desplomarse el sátrapa de la derecha, el empresario venal que días atrás había comparado a Chile con un oasis. Pobre de ideas, paupérrimo de metáforas, ignaro frente a la historia, titubeó, quiso refugiarse en las fuerzas armadas, el gendarme permanente de la oligarquía.
No encontró el apoyo esperado. Recurriendo al expediente artero de las promesas que se saben incumplidas de antemano, anunció paliativos y mejoras. El movimiento insurreccional y contestatario no creyó en sus discursos sibilinos. El plinto donde se erigía su propia estatua de gobernante fantoche, comenzó a hundirse en los detritos palaciegos. El asesor presidencial, Confucio de las transnacionales, Cristián Larroulet, estaba fuera de sí, había perdido la cínica compostura que lo caracteriza.
¿Qué aconsejar cuando todo pareciera venirse abajo?
Las monedas tintineantes
La providencial salvación llegó de manos de adversarios de la oposición y de algunos díscolos oportunistas de la derecha, como Mario Desbordes y José Manuel Ossandón. El actual presidente, entonces diputado, Gabriel Boric, mostró los primeros rasgos de ingenuidad política, ofreciéndose mediador de un «generoso acuerdo».
El ardid conciliador de los aparentes derrotados le hizo caer en la trampa; lo secundó el senador Guido Girardi, cantamañanas de la izquierda acomodada. Sebastián Piñera, que posee escasa inteligencia de estadista, hizo gala de su astucia de especulador a todo trance.
Desde la bandeja de plata que le ofrecían, extrajo la mayor y más mentirosa de las proposiciones: la de proveer las herramientas cívicas necesarias para una nueva Constitución que reemplazaría la espuria de Pinochet-Guzmán-Ortúzar, posibilitando los cambios estructurales que la ciudadanía, empoderada en las calles, clamaba.
Cuando creíamos al borde de la defenestración a Piñera y los suyos, el virus letal y silencioso del Covid-19 vino en su ayuda, como una peste invocada desde el averno. Las movilizaciones sociales, desprovistas de orgánica política, de esa claridad de acción (praxis) que nos enseñara Gramsci, se fueron apagando, una a una, como las llamas debilitadas de un velorio.
El auriga de la Derecha aferró las riendas y retomó el rumbo de la expoliación. Toques de queda, estados de excepción, medidas coercitivas de variada índole fueron aplicadas, junto a beneficios transversales extraídos del erario público, como dice el viejo refrán rural: «del mismo cuero salen las correas».
Los trabajadores financiaban al poder político, quebrando sus alcancías. Se volcaban luego al mercado, ese espejismo de la felicidad consumista, para adquirir automóviles, televisores de última generación, cachivaches y abalorios, mediante sus propios ahorros previsionales.
El gobierno de la Derecha, de acuerdo con su credo esencial, supo administrar con sagacidad —reconozcámoslo— las prebendas que la peste, con su milenaria guadaña, ponía en sus manos. Abrió la caja de caudales, repartiendo monedas tintineantes, como un oligarca que sale de misa después de haberse confesado y, aparte de padrenuestros y avemarías, desata la faltriquera, sabiendo que pronto recuperará su dadivosa limosna.
La ayuda fue eficaz, adormeció conciencias dubitativas, apaciguó a los revoltosos más cándidos, mientras la pandemia y la corrosiva larva del tiempo hacían lo suyo. Atrás quedaban las violadas, los masacrados, los ciegos, los muertos y sus deudos. Los recursos económicos faltantes —el postre de la cena— provendrían de los propios fondos de los trabajadores, esos que administran y usufructúan las siniestras AFP, robándoles el resto del sudor que no acopiaron sus amos.
Pero no todo parecía perdido para las fuerzas progresistas.
El tinglado de una parodia constitucional
En mayo de 2021 elegiríamos a los convencionales que iban a redactar la nueva Constitución, para clausurar, definitivamente, la del dictador asesino y su secuaz de confesonario.
Volvimos a vivir los prolegómenos de la fiesta electoral, esa panacea de la dudosa democracia, que Jorge Luis Borges definiría como «el abuso de la estadística». Llegó el día señalado. El triunfo nuestro fue apabullante, logramos dejar a la derecha por debajo de ese tercio que, para los suyos, significaba el cerrojo a todas las iniciativas de generar cambios estructurales.
Por primera vez parecíamos tener en nuestras manos las herramientas de los cambios, el arsenal quirúrgico para operar a la nación de los tumores reaccionarios, del cáncer neopinochetista. Pero antes de que la Convención iniciara su tarea, se había desplegado una campaña de difamación al mejor estilo de Joseph Goebbels, secundada por los poderes fácticos, coludidos para impedir cualquier cambio sustancial del sistema.
Lo que viene después, en un largo año de trabajos y de tropiezos, es de sobra conocido y analizado por tirios y troyanos. Un rotundo fracaso, cuya lápida fue sellada el 4 de septiembre de 2022, con el aplastante triunfo de la opción Rechazo, victoria de la ignorancia, de la prevaricación y de la mentira, ante lo que pudo haber sido un avance histórico significativo y radical.
Todo pareció hacerse de la peor manera para las fuerzas progresistas. La Derecha desplegó las velas de su poderío económico, potenciando la incontrarrestable y perversa eficacia de sus medios de desinformación, la artillería de sus abyectas presiones en las empresas, amenazando a sus trabajadores con la pérdida de sus empleos, si se imponía el Apruebo; es decir, utilizar la propia cadena del esclavo para hacerle sentir la disyuntiva de uso del libre albedrío.
El tímido e indeciso Gobierno, a través del Presidente Gabriel Boric, se mostró derrotado en las urnas, dos meses antes de los comicios; no se involucró directamente en el proceso, haciendo suya la bandera ideológica de la Convención; confundió la ecuanimidad con la tibieza.
Repartió cientos de miles de «borradores» del incipiente escrito, que la inmensa mayoría de los destinatarios nunca hojeó, mientras sus enemigos —nuestros enemigos—, derrochaban acciones mentirosas en contrario, recorriendo las poblaciones de las abigarradas comunas llamadas «populares», para sembrar la cizaña y la incertidumbre frente al fantasma de los cambios.
Ciudadanos (as) poseedores de una vivienda de cuarenta metros cuadrados, afirmaban a los mañosos entrevistadores de la televisión mercenaria:
—Votaré Rechazo, porque los del Apruebo van a quitarme la casa…
Ese fue el nivel de las reflexiones, a lo que podemos agregar la incrementada fobia discriminatoria hacia los Mapuche, su vinculación con la «delincuencia y el terrorismo»; la necia cuestión de las banderas, el escudo nacional y los «valientes soldados».
Un grupo de supuestos intelectuales y políticos desplazados, bajo soldada mercurial, crearon el movimiento de los Amarillos, encargándose de la labor de desprestigio cívico entre esas «capas medias» que, al decir de Víctor Jara, «no son ni chicha ni limoná».
También entre esta burguesía menor reptó el fantasma de la expropiación y el colectivismo. Los comunistas —un 4% del espectro político chileno— eran el peligro vivo contra las libertades que serían conculcadas, como en los mejores tiempos de la Guerra Fría.
A la postre, todo ha vuelto a sus cauces. Senadores y diputados vuelven a aposentar sus serenas humanidades en el sillón de los privilegios; aseguran sus rentas y ocupaciones por períodos prolongados; aquietan los ya alicaídos clamores de igualdad y justicia social. Peor aún, recuperan las riendas del poder, despertando de la pesadilla asambleísta, y arman el tinglado de una parodia constitucional que está siendo abortada antes de su concepción.
Entretanto, el pueblo ya no espera, está aletargado en la vieja «siesta colonial» de que nos advertía, hace 130 años, Benjamín Vicuña Mackenna.
La palabra esperanza aguarda, sin embargo, no para nosotros, que la traicionamos o la dejamos ir, por segunda vez en medio siglo, sino para las generaciones venideras, si es que algo sobrevive a la incuria mental de los hijos de esta franja a punto de ahogarse en el océano.
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Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.
En la actualidad ejerce como director titular y responsable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Gabriel Boric Font.