El recordado autor nacional de las emblemáticas obras «Natalia» y «Vivir no es nada nuevo», regresa a la palestra y al escrutinio público con la novela «El silencio del mundo», donde valiéndose de una poderosa voz femenina, y del contexto escénico del estallido social de octubre de 2019, desarrolla la cartografía emocional de una experiencia erótica y afectiva, marcada por lo abrupto de la pérdida.
Por Enrique Morales Lastra
Publicado el 13.12.2022
Después de publicar el poemario El placer de los demás (2009), el escritor y periodista chileno Pablo Azócar (San Fernando, 1959), regresó al anonimato al cual —lamentablemente— nos tiene acostumbrados, hasta que en octubre de este año, casi al modo de un homenaje ritual al estallido social de hace tres años, lanzó vía Tusquets del Grupo Planeta, su enigmática novela El silencio del mundo.
Azócar, pese a su obra conformada por solo seis libros, es reconocido como uno de los autores fundamentales de la denominada Nueva Narrativa Chilena de la década de 1990, un grupo de escritores que pese a todas las críticas recibidas, fueron los primeros creadores que se plantearon relatar, seriamente, y a través de la literatura, el acucioso problema de la modernidad surgida en el país, luego del quiebre institucional de septiembre de 1973.
Sin los títulos de Pablo Azócar, de Gonzalo Contreras, de Alberto Fuguet y de Jaime Collyer, por citar a nombres frescos en la desmemoria, resulta complejo imaginarse lo que fueron esos años que vividos desde la adolescencia, fueron sin duda mejores y más plenos, de lo que la ciencia política, y hasta la disciplina histórica, pretenden hacernos creer o apreciar.
Alabado en su momento por Roberto Bolaño, Azócar ha entregado sus obras con cuentagotas y mediante una multiplicidad de estilos genéricos y estéticos (recuerdo, cuando paseando por la Feria del Libro de la Estación Mapocho, un sábado de noviembre de 1999, y después de una agotadora sesión de preuniversitario del colegio, los parlantes del recinto y del evento, anunciaban constantemente la novedad de su ensayo Pinochet. Epitafio para un tirano, ubicable, sin duda, en alguno de esos stands destruidos por el tiempo).
Sin embargo, la mayor persistencia artística de su trayectoria, se refleja en una novela como El silencio del mundo, y donde los gastados tópicos del amor, su hallazgo inesperado y gratuito, y el erotismo poético de un estilo trabajado con intuición y planificación, se adentran en esas áreas de la minucia y el detalle psicológico, que alguna vez leí en una entrevista que recorté desde la prensa impresa, su autor aprendió de Marcel Proust, y según en esta ocasión también confiesa, del genial Ítalo Calvino.
Con honestidad, pocos escritores, como el narrador de Natalia (1990) se sumergen en esas sinuosidades emocionales con tanta sobriedad y contención analítica, a fin de examinar el desbordamiento propio de las relaciones que emergen entre un hombre y una mujer, digo además del circuito literario chileno, también en la Sudamérica de hoy, con fecha de diciembre de 2022.
El mayor obstáculo de esta nueva y esperada entrega de Pablo Azócar —no se trata de una novela perfecta, claro está— es su decisión, a mi parecer un tanto gratuita y algo manida, de situar a sus personajes principales en la escena del estallido social de octubre de 2019, una instancia a todas luces idealizada por la élite intelectual progresista, y la cual ha terminado como otras coyunturas históricas de la izquierda chilena, quizás, o inclusive de más relevancia o vital importancia política que aquella: tristemente, en nada.
Así, los caóticos y secos días del último trimestre de 2019, vividos en Santiago de Chile, se asoman al modo de un distractivo argumental, creo yo, antes que en una explicación válida del mismo fenómeno humano y político, o bien al modo de una explicación plausible de ese amor, el de Elisa y el de Diego, que bien pudo haber surgido en otras zonas históricas y urbanas, quizás más reconocibles o mejor construidas, o amables para ellos.
Por último, después de leer a Azócar, siempre quedamos con esta satisfactoria sensación estética: la de disfrutar a un poeta que escribe prosa narrativa, sin pecar de una siutiquería soberbia o excesiva.
Una tentación dramática irresistible
—En quién te inspiraste para concebir al personaje de Elisa, ¿podría ser considerado ese carácter novelístico como un alter ego femenino tuyo? Lo digo por las coincidencias generacionales que se atestiguan entre el autor y ese rol de su ficción.
—Sí, en muchos sentidos es un alter ego, y la asumí como tal con plena conciencia, por una cuestión generacional y también por cierta mirada respecto de la vida, como esa pátina emocional que instala entre ella y el mundo, esa suerte de epicureísmo que practica, la idea de la vida simple y retirada, la búsqueda del placer por sobre todas las cosas, pero un placer comedido, sin arrebatos.
Esas convicciones suyas son las que entran brutalmente en crisis cuando aparece Diego con su intensidad y con los frenéticos vaivenes del mundo exterior.
—¿Por qué situar a tus personajes principales en el contexto del estallido social de octubre de 2019? ¿Cuál es el fundamento artístico de esa decisión en última instancia literaria?
—En efecto, es una decisión enteramente literaria y no política, porque no es una novela política. Yo venía pensando desde hace bastante rato el tema de los amores «difíciles», usando la expresión de Italo Calvino. La idea de los amantes que se imantan o se atraen pero no logran cristalizar un vínculo consistente, ¡algo tan propio de estos días!
Lo que ellos no saben, sin embargo, es que en ese desencuentro reside la propia naturaleza de ese vínculo. Ese espejo trizado está en la base del amor. El estallido social apareció después y fue una tentación dramática irresistible para arropar esa historia de amor difícil, porque lo intensificaba todo, instalaba el amor en una cuenta regresiva, en un aullido.
Preguntas que se hacen las mujeres
—Un personaje con la fuerza dramática que tiene Elisa, puede representar fácilmente la tragedia histórica chilena de la segunda mitad del siglo XX, y quizás por eso se aprecia un tanto forzada su irrupción en los traumáticos acontecimientos que vivimos hace un poco más de tres años. ¿Concuerdas con que su voz se termina robando el desarrollo de la novela y relega a un segundo y tercer plano, quizás, el relato de sus vínculos con ese difuso ser que es Diego?
—Estoy de acuerdo en que la voz de Elisa se lo termina tomando todo, fue una decisión deliberada. Diego resulta mucho más difuso porque lo oímos hablar muy poco y porque él es el otro lado de ese espejo trizado, nos llega como una fractura, como a retazos, es más un eco de voz que una voz en sí misma.
Diego, por otra parte, es más simple, más unívoco, más previsible. Es un tema complejo que daría para mucho, pero, simplificándolo, puedo decir que conozco no pocas parejas donde el hombre va en un carril como un tren hacia adelante, sin detenerse mucho a mirar atrás o el paisaje a los costados, y en cambio la mujer va por muchísimos carriles simultáneos y se extravía, se vuelve, se retuerce, se confunde, se enrosca, se hace preguntas.
La generación de Elisa es la generación mía, éramos niños cuando vino el golpe militar y llegamos a la vida adulta en el hedor mediocre de una dictadura. Es una generación que quedó colgando como de un puente entre el siglo XX y el XXI.
Lo que no puede ser alcanzado por el lenguaje
—¿Cuál fue tu motivación creativa y existencial a fin de escribir El silencio del mundo?
—El amor es un lugar común, por definición, y el desafío que me propuse, no sé si con éxito, fue impugnar o asediar ese lugar común. Las canciones no se hartan nunca de abordar el tema del amor, como si no existiera ningún otro en el mundo, y casi siempre lo hacen de un modo unívoco: «te amo», «te extraño», «por qué me dejaste», etcétera.
Yo quise entrar en los intersticios del amor, en esa zona de la psiquis donde todo parece tan brumoso, te tensionas, te contradices, te desconoces, te desintegras, no sabes lo que quieres o no sabes cómo lo quieres. En definitiva, donde no llega el lenguaje.
Para graficarlo: pocas cosas resultan tan tediosas en literatura como la descripción del coito o la intimidad amorosa, incluso cuando lo intentan los más grandes escritores, porque las variaciones son muy pocas y previsibles, y porque lo esencial de lo que allí sucede no puede ser alcanzado por el lenguaje.
—¿En qué ha cambiado, más allá de las huellas propias que deja el paso del tiempo, los anhelos del narrador de El señor que aparece de espaldas, tu anterior novela, de 1997, con respecto al autor de esta nueva entrega, lanzada en octubre de 2022?
—La verdad es que recuerdo bien poco de esa novela que no me gusta. Puedo ver mejor el contraste de la narradora de El silencio del mundo con el narrador de una novela anterior, Natalia, que también es de algún modo un alter ego, una visión onírica o contrahecha o tijereteada de lo que yo era o quería ser entonces, un personaje que mirado desde hoy me produce piedad y me resulta más o menos patético, con sus anhelos, fantasías y deseos tan desbocados, tan fuera de toda medida humana.
Se puede decir que él es un Ulises que no pudo mantenerse atado al mástil y sucumbió ante las sirenas. Por eso mismo quizá puede resultar conmovedor: porque está destinado a la tragedia.
El estallido social de 2019 como un escenario
—¿Por qué una historia de amor para intentar aprehender el misterio del Estallido Social de 2019 (una fuerza popular que vistos los resultados del plebiscito constitucional de salida, parece haber quedado en nada), y no de plano concebir un argumento político y compromiso ideológico, con el propósito de conseguir quizás aquello, de una manera más lograda, y tal vez concisa en su estructura?
—Yo creo que es al revés: no es una historia de amor para aprehender el estallido social, sino el estallido social al servicio de una historia de amor. El estallido es ese señor que aparece con un maletín lleno de herramientas y levanta tarimas y pone clavos y aserrucha, el hombre que hace la utilería en una obra de teatro. Eso es el estallido: un escenario.
A propósito del plebiscito de salida que mencionas, debo decir que me ilusioné mucho cuando se produjo el estallido, pero si hubiese podido mirarlo todo desde lo alto, como un dios pequeño, o como un dron, y no desde la limitada subjetividad de las emociones humanas, podría haberme dado cuenta de que era una historia de amor destinada a convertirse, si no en una tragedia, por lo menos en una comedia o una nueva frustración.
¿Era el terrible plebiscito de salida una tragedia anunciada?
No lo sé.
Lo que puedo saber es que la revolución francesa desembocó en Napoleón erigido emperador y la revolución rusa acabó en una dictadura inexorable, etcétera.
También pienso en las manifestaciones brasileñas que sucedieron hacia 2012, 2013, años de Dilma Rousseff, expresiones populares muy semejantes al estallido chileno, la gente enfervorizada se declaraba sin banderas políticas y reivindicaba su carácter espontáneo y un sinfín de demandas urgentes. Bueno, todo eso desembocó en la pesadilla de Bolsonaro.
Lo de acá no es comparable, pero también tiene algo de monstruoso que todo haya acabado en las manos de esa suerte de mafia transversal corporativa que es el parlamento chileno, una élite con olor a patas que se apernó para no irse nunca jamás.
«Ahora me volvieron las palabras»
—El silencio del mundo, ¿era el silencio de Pablo Azócar, luego de trece años sin publicar un nuevo texto en cualquier género?
—Hay algo contra natura en un escritor que no escribe, algo hay de automutilación salvaje, y mi terapeuta lo supo siempre mejor que nadie. Mi reacción frente a esto fue semejante a la de Elisa, que por algo es alter ego y se declara expoeta: decirme que, aunque no escribiera, tenía el privilegio de poder dedicarme a temas relacionados con los libros y la lectura, que para mí fue siempre el placer más esencial.
Actualmente tengo la suerte de participar, en la Universidad Adolfo Ibáñez, en un curso anual que recorre algunas de las obras más importantes del canon occidental, desde Homero hasta Gabriela Mistral, pasando por Ovidio y Shakespeare y Cervantes.
Pero ahora me volvieron las palabras, muy arrebatadamente, que parece que es el único modo que tengo de relacionarme con ellas, y no puedo evitar pensar en el sueño de Coleridge narrado por Borges: un hombre sueña que ha estado en el paraíso y le entregan una flor como demostración de que ha estado allí, y al despertar descubre que tiene esa flor en la mano.
¿Y entonces, qué?
No le queda más que esa única pregunta: ¿entonces qué?
Una trilogía que se anuncia
—¿En qué proyecto literario te encuentras inmerso por estos días?
—Creo que El silencio del mundo será la primera novela de una trilogía vinculada al mundo grecolatino mirado desde la periferia.
Pero soy ateo, y los ateos somos más supersticiosos que el común de los mortales, de modo que prefiero no abundar en el asunto.
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Imagen destacada: Grupo Planeta.