En el contexto del Festival de Cine de Las Condes se exhibió el filme de la directora española Carla Simón, una de las realizaciones más esperadas del certamen, pues venía presidida de variados premios en Europa, el más importante el Oso de Oro que obtuvo a la mejor película en la Berlinale de 2022.
Por Cristián Uribe Moreno
Publicado el 13.1.2023
Una de las películas europeas más elogiadas del último tiempo presenta el drama de la familia Solé, un clan compuesto por Quimet (Jordi Pujol), el padre encargado del trabajo agrícola, Dolors (Anna Otin), la esposa, Rogers (Albert Bosch), el hijo mayor, Mariona (Xenia Roset), la hija adolescente, Iris (Ainet Jounou), la hija menor y el abuelo Rogelio (Josep Abad).
Completan el cuadro las hermanas de Quimet, Gloria y Nati, esta última, junto a su esposo Cisco.
Toda la vida del grupo familiar gira en torno a trabajar los frutos de la tierra: cosechar melocotones (duraznos) en un campo que ha sido cedido por su dueño décadas atrás. Trato hecho de palabra entre el terrateniente y los padres del abuelo Rogelio.
Sin embargo, muerto el dueño de las tierras, su heredero decide no continuar con el acuerdo y se empeña en instalar paneles solares en dichas tierras. Lo único que la familia posee legalmente es la casa en que viven por lo que existe la amenaza real de que sus añosos árboles sean arrancados para la construcción de las láminas energéticas. Esto tensiona el ambiente doméstico de los Solé.
La narración de Alcarràs va a paso lento. Los detalles del conflicto que afecta a la familia son expuestos al público de manera paulatina. Algo se deja entrever en las discusiones familiares, en las conversaciones de sobremesa, en los gestos de los protagonistas, pero no se sabe bien qué ocurre.
Cadencia y espíritu de una vida
Hay un uso notable del fuera de campo. Los personajes en algunos momentos están mirando hacia fuera del cuadro y hay algo que los inquieta, algo que se cierne sobre ellos como una amenaza y se percibe en la tensión de sus miradas. O algo que se escucha de las conversaciones que los adultos sostienen y que a los niños sumidos en sus juegos, no les interesa. No obstante, el espectador ve y escucha de forma atenta sacando sus propias conclusiones.
Alcarràs presenta a sus personajes y como estos conviven en una armonía interna donde lo colectivo, el bien del grupo, prima por sobre los intereses individuales. Esta suerte de ritmo vital que se percibe en ese suelo, se irá presionando de manera gradual a medida que van transcurriendo los hechos.
El relato toma su tiempo en mostrar el mundo interno de cada personaje. Las rutinas de los hijos adolescentes, los juegos de los niños, las historias de los mayores marcan los tiempos y espacios de la familia. Y entre trabajo, ocio y juegos en la casa, en el campo, en el pueblo o alrededores, se va filtrando lo esencial de las imágenes.
Pues no solo importan los conflictos humanos que mueven el desarrollo dramático. Ante todo, el filme es cadencia y espíritu de una vida en equilibrio con la naturaleza. Un colectivo que vive con los ritmos de la tierra y que en el fondo, disfruta de ello.
Y eso parece traspasar la pantalla: se ve en el trabajo familiar mientras cosechan, se siente en el viento moviendo las hojas de los árboles, el verdor de la vegetación que contrasta con los colores ocres de los cerros. Existe una manera de existir ligada a la tierra que está en peligro de extinción.
Una subsistencia ética y emocional que se resiste a la modernidad.
Un naturalismo colectivo
Si bien en la comunidad existen tensiones generacionales y político-sociales, el peligro real viene del afuera. Las fuerzas externas van cambiando a la familia y a la comunidad, transformando sus lazos. Vínculos que se cimentaban en la palabra empeñada, en la comunión armónica con los vecinos, en tradiciones que están destinadas a acabarse en algún momento. Por esto, el cambio no es solo familiar sino el de un colectivo completo.
Y tampoco es una muestra del capitalismo salvaje que depreda el planeta como lo leyeron algunos, puesto que el uso que se quiere dar a la tierra es poner paneles solares, que es una de las energías llamadas limpias que sostienen la idea de desarrollo sustentable.
Energía que la misma familia usa en su casa. Por lo que la directora es clara en que el cambio de vida radical, no es un choque de frente con el capitalismo, sino que un modo de hábitat cotidiano que se encuentra en vías de extinción.
Alcarràs sorprende por su naturalidad. La directora española Carla Simón logra dar vida «real» a un lugar donde los personajes se sienten vivos. Roles que son encarnados en su mayoría por actores no profesionales que fueron reclutando en los pueblos cercanos del lugar de rodaje.
El ambiente de vida de campo presentado no es un espacio paradisíaco pues tienen sus propios problemas. Aun así, es un mundo que contrasta con la vorágine del día a día propio de las ciudades.
Un entorno luminoso, realzado por la hermosa fotografía de la película, que parece estar en retirada y similar a la ruralidad de cualquier lugar del mundo que también sufre semejante declive. Así, la realización logra convertir una pequeña tragedia en el eco de un problema mayor, y obtiene las características estéticas de una cinematografía en gran nivel dramático y audiovisual.
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Cristián Uribe Moreno (Santiago, 1971) estudió en el Instituto Nacional General José Miguel Carrera, y es licenciado en literatura hispánica y magíster en estudios latinoamericanos de la Universidad de Chile.
También es profesor en educación media de lenguaje y comunicación, titulado en la Universidad Andrés Bello.
Aficionado a la literatura y al cine, y poeta ocasional, publicó en 2017 el libro Versos y yerros.
Tráiler:
Imagen destacada: Alcarràs (2022).