[Crónica] La mala leche literaria

No voy a pontificar, ni siquiera desde mi asumida e incuestionable genialidad, pero sigo tratando de vivir lo sociable de este carísimo y bien pagado oficio de las bellas letras chilenas como si fuera una logia sin héroes, y una comunidad desprovista de jueces satisfechos de sí mismos.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 9.2.2023

La fauna escritural chilena debe ser una de las más feroces en su especie. La integran —en su mayoría— individuos que parecen odiar a su propia comunidad, expresando en contra de cada uno de sus pares, todos los resentimientos y complejos acumulados en la inseguridad de su propio quehacer.

Inquina, envidia, animadversión, desprecio, ninguneo, maledicencia, calumnia, befa, puñaleo y traición. Ingredientes que conforman una suerte de distorsión psicótica que surge del íntimo onanismo, cuyo espejo refleja, para el adicto, la imagen de imposible genialidad o de buena fortuna que se quiere proyectar en el otro, en otras y otros, pues aquí el género resulta irrelevante para el proceso discriminatorio.

Así, el padeciente no ve alrededor compañeras y compañeros de oficio, sino rivales tan malintencionados como inmerecidos, dispuestos a trepar al pedestal solo destinado para él (ella), debido a un derecho de magnificencia que le es propio e intransferible.

 

Los quejumbrosos geográficos

Esta autoconsideración maníaca se refuerza si el onanista lírico o narrativo ha podido viajar a Europa, dependiendo su grado del tiempo de permanencia y de los contactos propedéuticos o curriculares obtenidos en ese «descubrimiento» de los verdaderos paradigmas del mundo de las letras, como si los libros no hablasen por sí mismos, desde las amadas y familiares bibliotecas donde otrora se forjó la imaginación de predilectas generaciones, a través de las cuales nacieron buenos lectores y uno que otro escritor o escritora de talento, respetuoso del duro oficio, y aun humilde, si es esto posible en nuestro gremio.

Lo primero que hace este foráneo viajero, es denostar a sus pares aldeanos, que no tuvieron la oportunidad de acceder al conocimiento, universal y profundo, de la verdadera literatura, parisina, madrileña o barcelonesa, de sus modos y modas, ampliados en la rosa de los vientos, donde abren su abanico los meritorios privilegiados, entre los que él se cuenta, por origen, rango y calidad indudables.

Este personaje contará con su claque nativa, especie de discípulos concertados, ávidos de imitarle, según corresponda, ante cualquier ídolo que se precie y distinga fuera de los límites de la flaca y cada vez más enflaquecida ínsula.

Salvo que el gurú foráneo aluda a él o ella con desprecio y burla, manifestará su acuerdo ante las descalificaciones infligidas a sus iguales, sin cuestionarse la deslealtad o la traición aleve que ello implica. Pese a no haber leído al «maestro», en plenitud, voceará sin tapujos su adición incondicional y su irrebatible calidad estética.

Todo esto se proyecta en las antologías de coetáneos, que suelen proliferar, donde el antologador no le consideró; en los fondos concursables que le fueron escatimados; en los certámenes literarios nacionales o regionales que le ignoraron; en las entrevistas mediáticas negadas.

Y a propósito de regiones, hay los malaleche geográficos, los que piensan que la buena poesía se mide por índices pluviométricos de la patria chica de origen o por la variedad de verdes de su paisaje natal. Están los quejumbrosos, que advierten en los pares toda clase de colusiones y sabotajes en su contra.

 

Una fraternidad sin próceres

Hace 40 años, publiqué la primera edición de mi libro La voz de la casa (elogiado por Jorge Teillier, ya ven…).

El generoso editor imprimió 100 ejemplares, sin costo adicional, en papel cuché. Separé veinte, once para los directores de la Sociedad de Escritores de Chile (hablo de 1983) y nueve para escribas connotados de la época.

Uno de estos, cuyo nombre guardo, porque estará hoy en el Parnaso de los malaleche, farfulló entonces:

—Pensar que hay tantos escritores de mérito que no pueden publicar, ni siquiera en roneo, pero algunos aparecidos se dan el lujo de hacerlo en papel cuché.

Cosa rara, pero me dejó, atónito, es decir, sin palabras.

No voy a pontificar, ni siquiera desde mi asumida e incuestionable genialidad, pero sigo tratando de vivir lo sociable de este caro oficio como si fuera una fraternidad sin próceres, ni jueces ni satisfechos.

Es por eso, quizá, que me aterra morir joven e ignorado, aunque espero que nunca me recuerden como un escriba de mala leche.

 

 

 

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Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.

En la actualidad ejerce como director titular y responsable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Jorge Teillier.