Acaba de estrenarse en la cartelera de las salas españolas la tercera parte de la trilogía fílmica sobre hombres en profundas crisis existenciales del realizador estadounidense Paul Schrader, un largometraje de ficción que cuenta con las grandes interpretaciones de los actores Joel Edgerton, Sigourney Weaver y Quintessa Swindell.
Por Jordi Mat Amorós i Navarro
Publicado el 16.6.2023
«La jardinería es una creencia en el futuro, una creencia en que las cosas sucederán según lo planeado. Que el cambio llegará a su debido tiempo».
Narvel
El jardín, ese lugar donde la naturaleza humana y la naturaleza toda se abrazan en belleza. El jardín, ese microcosmos de co-creación que evoca y honra al macrocosmos Tierra. El jardín, ese espacio exterior y que sin embargo favorece el encuentro interior, ese espacio extático en el que el alma reposa y se eleva.
Desde tiempos inmemoriales, a menudo se ha ubicado en el centro simbólico de las edificaciones humanas, un ombligo espacial verde tanto en los templos religiosos como en los palacios señoriales e incluso en viviendas de toda condición ni que sea en minimalismo interior.
En el jardín, se nos brinda el disfrute de la vegetación —también los animales de todo tipo lo gozan, especialmente los pájaros— acompañada a menudo por el agua y por el arte ornamental escultórico y arquitectónico que ensalza la evocación simbólica del conjunto.
Así, y en ese vergel, la persona contempla y en ese contemplar la obra viva uno puede contemplarse en mayor autenticidad. Y más aún quien lo trabaja pacientemente sembrando y cultivando.
En efecto, el jardinero que siente el arte puede llegar a entenderse mejor gracias a la asimilación de los procesos evolutivos naturales que allí rigen y que están tan simbólicamente vinculados a los de nuestra naturaleza humana.
Nigredo
El guionista y realizador americano Paul Schrader (1946) completa su trilogía sobre hombres en profundas crisis en una sociedad en profunda crisis —le precedieron El reverendo (2017) y El contador de cartas (2021)— con esta maravillosa El maestro jardinero (2022) cuyo protagonista es un hombre de muy oscuro pasado que se ha redimido en el arte de la siembra y el cultivo ornamental.
Un jardinero que entiende y siente su oficio, un gran maestro jardinero por ese entender y en mayor medida por la autenticidad que él emana, fruto (nunca mejor dicho) de su laboriosa transformación personal.
La historia contada florece calmadamente en un mostrar austero que es desgarro y es belleza como ya anticipan las imágenes que acompañan a los títulos de crédito iniciales. Vemos abrirse gran variedad de flores multicolores sobre un simbólico fondo negro como tierra a la vez terrible y fértil que abona su crecimiento.
Y tras ese inicio, las imágenes del protagonista Narvel Roth (Joel Edgerton en sublime interpretación) redactando la nota que encabeza este artículo en su cuaderno personal. Roth, un apellido emparentado con la palabra inglesa Rot cuyo simbólico significado es putrefacción.
En efecto, son reflexiones de un hombre en avanzado proceso regenerativo alquímico, un hombre que se pudrió preso del odio y la violencia que lo dominaban, un nazi que optó por parar tanta destrucción propia y ajena para transformarse radicalmente convirtiendo su nigredo en tierra fértil del alma.
Debo advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.
Piel y pálpito
Narvel esconde ese pasado como protección ante los que fueran sus compañeros de violencia a la diversidad humana. Recaló en ese jardín gracias al apoyo de los policías con los que colaboró para acabar con la banda nazi que fuera su «familia».
En Gracewood (así se llama la finca) inicia una nueva vida aprendiendo el oficio jardinero con la dominante propietaria Norma Haverhill (Sigourney Weaver, siempre excelente) quien somete al antes sometedor como hace con todos los que la rodean. Ella «vive» sin empatía alguna creyendo que «el dinero es el mejor abono» (eso confiesa a Narvel) y aunque Norma no mata físicamente, a menudo mata anímicamente.
Afortunadamente no es el caso de Narvel quien se adapta y se «entrega» a ella pero sin perder el alma que cultiva en su cuidar el jardín y en su diario personal que escribe en las simbólicas noches que poco a poco llena de luz.
El cambio definitivo se da cuando llega Maya (Quintessa Swindell), la sobrina nieta de Norma que la matriarca —en su incapacidad— deja al cargo de su esclavo preferido.
Y es entonces cuando Narvel deja atrás a Norma (nombre que evoca las normas que limitan y esclavizan) para abrazar en amor a Maya (un poderoso vocablo que abre otra visión de la conciencia del mundo y de la potencialidad individual).
En efecto, con Norma él se desnudaba por obligación mientras que con la joven mestiza —esa pigmentación antes odiada— el sensible jardinero se desnuda en deslumbrante pálpito amoroso. Las dos mujeres ven su simbólico torso desnudo cubierto de tatuajes nazis, la «dueña de todo» lo toca en su nada desalmado pero Maya tras un bello proceso compartido lo abrazará en alma vivificadora que lo es todo.
Aquel proceso de la pareja de amantes es a mi sentir lo más bello de la película. El ver cómo se van acercando, cómo se respetan y se ayudan mutuamente puesto que la joven —quién no— también arrastra pesadas mochilas propias y ajenas.
Narvel y Maya vivencian en resonancia la ambivalencia humana: el odio, la culpa, la dejadez, la dependencia y asimismo la empatía, la aceptación, el perdón y la confianza que emanan de las sabias palabras del diario del maestro jardinero.
Así que tras superar dificultades y liberarse de ataduras, tras recolocarse en el lugar que les corresponde por valor propio, la pareja baila su amor en la humilde casa del jardín donde se alojan ambos ya como legítimos herederos de una tierra que entienden y respetan en sus ricas diferencias.
Un jardín llamado Tierra
Narvel se redime y redime en el jardín. El antes insensible matón, vibra y hace vibrar entre sustratos, raíces, troncos, ramas, flores y frutos. Es bello cómo habla de la riqueza de la tierra de ese vergel mientras aproxima un puñado a su cara para olerla como haría un viticultor con un buen vino, lo hace en una de sus clases magistrales invitando a sus alumnos a vivenciar ese deleite, especialmente invitando a la joven Maya en su recién iniciado juego seductor.
En su voz y en la de Norma se nos explica la evolución de los jardines a lo largo de la historia, de sus diversos usos y tipos. Para la matriarca en Gracewood converge lo mejor de todos ellos.
Quizás sea así, pero el jardín «madera de gracia» honra su nombre cuando renace de sus «cenizas de odios» gracias al amor puro de Narvel y Maya.
Personalmente las imágenes de ese renacer florido me transportan a un jardín mitológico dionisíaco que el cantautor Georges Moustaki evocó en su fascinante Il y avait un jardin:
Había un jardín que se llamaba la Tierra
Brillaba al Sol como una fruta prohibida
No era el paraíso ni el infierno
Ni nada de lo visto u oído.
Había un jardín, una casa hecha de árboles
con una cama de musgo para hacer el amor
y un pequeño arroyo rodando sin olas
venía, lo refrescaba y seguía su curso.
¿Dónde está este jardín en que pudimos haber nacido,
donde podríamos haber vivido despreocupados y desnudos?
¿Dónde está aquella casa con todas las puertas abiertas
que todavía sigo buscando y no puedo encontrar?
Ojalá que lo encontremos nosotros tal y como parecen haberlo logrado la pareja danzante.
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Jordi Mat Amorós i Navarro es un pedagogo terapeuta titulado en la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Tráiler:
Imagen destacada: El maestro jardinero (2022).