Más que una novela, esta obra de Jack Kerouac parece el diario febril de un escritor que no quiere perderle el paso a los acontecimientos ni menos ceder ante el olvido, en un texto de ambiciones exploratorias, que bebe tanto de Marcel Proust como de los andamiajes líquidos de su memoria.
Por Alfonso Matus Santa Cruz
Publicado el 28.6.2023
Si uno piensa en los viajes iniciáticos como género literario y rememora el siglo pasado lo más probable es que la mayoría de las veces nuestra mente llegue al nombre de Jack Kerouac (1922-1969) y su novela On the road de manera casi automática.
El narrador por antonomasia de la generación beat concibió una obra frenética, compuesta en cosa de semanas y en un único rollo de papel de decenas de metros. Ese es el mito de una de sus primeras novelas, la más conocida, la que lo catapultó a una fama que rehuía, que quizá no supo abordar o metabolizar.
Así, en la estela de la publicación de esa novela jazzeada que relataba sus viajes junto a Neal Cassady entre San Francisco y Nueva York, dialogando con los alter ego de Allen Ginsberg o William Burroughs y gestando lo que luego se transformaría en la contracultura y el movimiento hippie de los 60, Kerouac, un tipo de temperamento flemático y melancólico, que parecía preferir ser el observador anónimo en un bar al protagonista de la fiesta, decidió partir a la profundidad de los bosques junto a las montañas de California.
Buscando el espacio ideal para un retiro zen, siguiendo la vía oriental que le contagiaron las lecturas de los sutras budistas y la amistad del poeta Kenneth Rexroth, Kerouac formó parte del cuerpo de vigilantes de incendios forestales y partió a la soledad de una cabaña que servía como atalaya de observación para dar sus reportes del tiempo y dar aviso de incendios en su territorio.
Es en estas circunstancias que compone una novela exploratoria, que bebe tanto de Proust como de los andamiajes líquidos de su memoria, y la titula Ángeles de desolación (1965). Esta obra idiosincrática, compuesta en la mitad de su vida, es traducida ahora al castellano y publicada por Anagrama.
El canto para un mundo que se fue
No es el mismo Kerouac que se lanzaba a los caminos sin mucha premeditación. La nostalgia y la lejanía se han asentado en la sangre. Hay una necesidad de retiro, pero a la vez unas ganas de volver a sumergirse en la rueda del samsara, amar pelirrojas y viajar a México.
A diferencia del ruido de los automóviles, ahora hay ráfagas de viento, temporales, lluvia y relámpagos que encienden copas de árboles lejanos. En vez de una descripción incesante de los escenarios y las interacciones humanas, del glosario de la amistad y una sexualidad viril y aventurera, ahora hay silencio habitado por derivas filosóficas y pequeños poemas zen.
La irrealidad del mundo, el carrusel sensorial bajo sospecha, todo lo que antes era el medio en que solo ocurrían las cosas, en que se amaba o se perdía un bus, en que se hacían nuevos amigos de un día o para el resto de la vida, ahora es agua que corre entre las manos.
Claro que con el itinerario vital que llevaba a cuestas no era de esperarse que Jack partiera a un monasterio budista en la India a practicar la disciplina mahayana y levantarse cada día con la aurora a preparar una tetera de té comunitario y meditar cinco horas diarias.
Aunque contemplativo, Kerouac aún tenía ganas de probar la vía mundana y practicar la franqueza en su prosa narrativa que poco y nada tiene de ficción. Más que novela parece el diario febril de un escritor que no quiere perderle el paso a los acontecimientos y ceder ante el olvido.
Si bien la primera parte del libro sigue ese derrotero contemplativo la segunda ya retoma el viaje, las subidas clandestinas a trenes nocturnos, la presencia de sus amigos Cody y el viejo Bull, Cassady y Burroughs respectivamente.
Kerouac, entonces, atraviesa el desierto californiano y luego toma un bus al DF mexicano donde arrienda una pieza junto al viejo Bull, adicto a la codeína y la morfina. Pasea por taxi de farmacia en farmacia con el autor de El almuerzo desnudo, y se dedica a narrar el mundo, a transcribir sus experiencias, a acatar los designios del verbo pujante y despeinado que le exigía eludir correcciones y verter la vida a la velocidad del pensamiento en cuadernos gastados a la luz de las velas.
Así, Jack destilado, con whisky y zen amalgamados, la tristeza de la adultez desplazando el entusiasmo de la juventud, el desengaño abriendo sus alas de ángel desolado sobre la faz de una tierra cada vez menos apta para seres contemplativos que en otra vida bien podrían haber sido como los poetas chinos itinerantes, viajando en un bote por las vías fluviales de una geografía alucinada, bebiendo vino y conversando bajo la luna junto a sus amigos.
Un canto con fogonazos y no pocos ripios narrativos, desigual pero no por ello menos conmovedor, para un mundo que se fue.
***
Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, el de barista y el de brigadista forestal.
Actualmente reside en la ciudad Puerto Varas, y acaba de publicar su primer poemario, titulado Tallar silencios (Notebook Poiesis, 2021). Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Jack Kerouac.