El estreno de la segunda fecha lírica de la temporada de ópera 2023 del Teatro Municipal de Santiago, tuvo como figura vocal y dramática excluyente, la brillante presencia del barítono español Juan Jesús Rodríguez, en una exhibición que confirmó su fama y experticia —de talla mundial— en torno al repertorio verdiano.
Por Enrique Morales Lastra
Publicado el 19.8.2023
La genilla de tu mampara
me condujo.
Las espirales de tus muros
me excitaron.
Tu premeditada
pomposidad: taladro.
David Rosenmann-Taub, en La noche antes
Tuvimos que asistir a dos funciones (jueves 17 y sábado 19 de agosto) de la Rigoletto que personifica el segundo montaje lírico del programa regular ofrecido por el coliseo de la calle Agustinas, a fin de rescatar los detalles de su puesta en escena, que en una primera impresión se escapan o bien están lejos de apreciarse en su verdadera magnitud.
Así, tanto la dirección de escena, a cargo de la artista nacional Christine Hucke Cisternas, y la escenografía, conducida por la chilena de origen alemán, Rebekka Dornhege Reyes, pretendían relatar la historia del triste bufón musicalizado por Giuseppe Verdi en un contexto contemporáneo (el vestuario diseñado por Constanza Meza-Lopehandía, de esa forma lo recalcaba), y explicitado por la régisseur viñamarina, como «atemporal».
En efecto, el montaje debido a estas tres profesionales nacionales, goza de momentos notables, pero desconectados entre sí, más allá de una formalidad aparente y de que la reiteración en el uso de una estructura modular, contextualiza su presencia durante todos los actos dramáticos de la obra.
Pese a ello, el dilema de la continuidad nunca deja de resolverse a lo largo de su desarrollo, y la pretendida intencionalidad de la atemporalidad —que busca una cercanía con el prendamiento estético singular de cada espectador—; concluye por transformarse en una trampa que esconde la ausencia de una estrategia escénica coherente y detectable a lo largo de sus cuadros, donde prevalece, no obstante, el talento intuitivo de las responsables «ideológicas» de este montaje, antes que una idea unificadora de las escenas en sí mismas.
De entrada, en el primer acto, en el salón que acoge a la corte del duque de Mantua, los detalles eclécticos y modernistas del palacio, con unas bailarinas que exhiben sus piernas en consonancia con la sensualidad y el libertinaje propia de la situación argumental, se levanta un contexto escénico que adquiere las características de una dirección de arte semejante a la observada en los filmes del realizador australiano Baz Luhrmann, ambientados en la década de 1920: Moulin Rouge (2001) y El gran Gatsby (2013).
No en vano, el primero de los largometrajes mencionados, se encuentra basado en otra obra del canon verdiano, como La traviata, y la cita podía ser coherente y atingente, hasta novedosa, sin duda. Pero cuando todo hace pensar que nos encontramos bajo el abrigo gansteril (gran parte de Rigoletto, destila esa ética, por lo demás) de esa época, la de los años 20, persiste, desde los labios de Christine Hucke, aquella noción ambigua y vaga de la «atemporalidad».
Cabe destacar, sin embargo, que los cortinajes presentes en esta versión, como la interioridad de aquel carromato que ejerce al modo de un articulador esencial de la intimidad de los personajes principales, especialmente de Gilda, encuentra una semejanza en las instalaciones de la artista nacional Cecilia Vicuña, presente por estos días en el Museo Nacional de Bellas Artes.
El factor lumínico
Asimismo, la iluminación a cargo de Ricardo Castro, representa un punto alto en la puesta en escena de este montaje, que gana en perspectiva espacial y territorialidad imaginativa, con un despliegue que alcanza su punto de mayor expresividad al respecto, en el cuadro final de la obra, cuando el maldecido bufón se apresta, debatiéndose entre su sed de venganza y de las brumas húmedas del río Mincio, para lanzar sobre el torrente profundo de esas aguas, y de una vez por todas, los restos mortales que finalmente eran el cuerpo agonizante de su propia hija.
Lo que el pasado montaje de Carmen careció en detalles de diseño escénico y de vestuario, Rigoletto los tuvo de sobra y en forma generosa, desplegando durante sus tres actos, especialmente, en los espacios cuando el módulo sirvió de habitación del mismo bufón, de Gilda su hija, y de casa del sicario Sparafucile.
Entonces, una serie de objetos y de ornamentaciones, que pese a la intencionalidad de querer situarnos en una contemporaneidad que deseaba expandirse desde el año 1832 en adelante (temporada en la cual se publicó la obra teatral El rey se divierte, de Victor Hugo, que inspiró al libretista Francesco Maria Piave, a fin de construir la trama del bufón), parecía insistentemente contextualizar su campo de acción dramática, en una modernidad bastante cercana a los inicios del pasado siglo XX.
Con todo, el uso de hologramas no pudo ser más acertado en esa visualización de situaciones que de otra forma habrían sido imposibles de expresar, tales como el infame rapto de Gilda, por parte de los cortesanos, quienes en el tropel de la cobardía atizada por el matonaje y el «patoterismo», fueron develados a través de las sombras de unas frenéticas manos que se expandía a trasluz de la tela, que cubría el sueño nocturno y flagelado, de la hasta ese momento casta hija de Rigoletto.
Empero, insistimos en lo agradable que resulta a la vista la dirección y el diseño escénico de este montaje, pese a la forzada unión de los elementos estéticos que confluyen entre las escenas de los tres actos, los cuales, sin embargo, concluyen por delinear una obra de gran impacto y espectacularidad plástica.
Por último, queda la reflexión que si tanto de parte de Hucke, Dornhege Reyes y Meza-Lopehandía, se hubiese fundamentado de mejor forma esa pretendida atemporalidad de un libreto tan actual como vital en su presencia cotidiana; estaríamos hablando de un logro mayor entre los montajes operáticos locales, donde nuevamente la iluminación de Ricardo Castro, ejerció un rol superlativo y aglutinador de los diversos y contradictorios sentimientos que se dan cita en esta partitura insuperable en la lógica de su funesto desenlace.
Un esfuerzo teatral con sello femenino
Esta temporada lírica 2023, donde ya parecen superados el legado del estallido social y de la posterior pandemia sanitaria, muestran con claridad los lineamentos respectivos de la dirección de Carmen Gloria Larenas, al mando del Municipal de Santiago, en donde destacan la elección de plausibles voces, en compañía de apuestas nacionales en la régie, la escenografía y el diseño pertinentes, como rasgos distintivos de las programaciones a su cargo.
Si consideramos la presencia de gravitancia mundial que tuvo en el principal escenario del país, la mezzo georgiana Natalia Kutateladze durante el mes de julio en el rol de Carmen, podemos afirmar que pese a la brevedad de sus citas anuales, este ciclo lírico ha tenido especial cuidado en la selección artística de sus cantantes estelares, y a un menor valor en el precio de sus tickets, que inclusive las más largas pero irregulares (en la esfera vocal), de las carteleras de hace diez o quince años atrás, acontecidas en el mismo recinto de la calle Agustinas.
En efecto, no es menor la gestión de reunir a dos voces masculinas de la prestancia internacional tanto del barítono español Juan Jesús Rodríguez (Rigoletto) como del tenor peruano Iván Ayón-Rivas (duque de Mantua), dirigidos musicalmente por un certero maestro como el italiano Roberto Rizzi Brignoli, en la conducción de la agrupación Filarmónica, que se mostro mejor todavía en los tiempos y en el estilo de su interpretación, que en la pasada fecha lírica correspondiente a Carmen de Bizet.
Rodríguez, de gran dominio vocal, se proyecta a la perfección en las honduras de las notas graves, pero además sus características actorales son de una brillante altura escénica, y su interpretación del humillado y vengativo bufón fue abarcada en la amplia extensión de sus registros dramáticos, al ejercer las diversas posturas corporales y emocionales que demandaban la personificación de tan exhaustivo y agobiante rol. La verdad es que fue un lujo y un privilegio observarlo (y escucharlo) en dos oportunidades, dentro de un lapso menor de 48 horas.
Así, las cualidades dramáticas de Juan Jesús Rodríguez fueron el explícito apoyo interpretativo que tuvo la régie de Christine Hucke, quien pese al módulo o carromato ya descrito en líneas anteriores —y en discrepancia con lo afirmado por cierta tribuna crítica—, esta estructura, lejos de estorbar la disposición de los cantantes y del coro, de hecho la enmarcó en una geografía de intimidad que respaldó la visión teatral de esta Rigoletto siempre seductora desde un aspecto estrictamente visual.
La régie de Hucke y el diseño escénico de Dornhege Reyes —por su conceptualización de un imaginario femenino en torno al personaje de Gilda— necesitaba de buenos actores, y esas características fueron aportadas por Rodríguez y por la soprano ligera rusa Aigul Khismatulina, una cantante de suave y bello timbre, quien entregó una delicada sensibilidad a su atormentado y cautivo rol (primero por su padre, luego por el deseo erótico del duque).
Nuevamente, la iluminación de Castro realzó su esbelta y frágil figura escénica (bastante apropiada por lo demás para esta representación).
El problema del tenor peruano Iván Ayón-Rivas, lejos de ser el «refinamiento» de sus legatos (imperceptibles por lo demás para el 98% de la audiencia presente) y menos el desempeño sonoro de sus agudos (que en la función del sábado 19 desplegó con gran manejo y soltura de su volumen y caudal), deviene en el total control que tiene el cantante de su bello elemento tímbrico, de acuerdo a la intencionalidad dramática de los personajes propios del repertorio que le corresponde pronunciar.
Dicho en breves palabras, lejos de ser un actor de evidentes atributos escénicos (ese debería ser el foco de su trabajo presente y futuro), en cambio es un talento vocal en bruto y casi al natural, quizás uno de los mayores de la actualidad, por lo menos en su registro, a nivel latinoamericano, y que ya nos cautivara el año pasado en su entrega de Rodolfo en La bohème.
Por ejemplo, fue la postura de una disposición corporal, por parte de Ayón-Rivas, que menos le favorecía por su estatura (estaba sentado) —mientras interpretaba la famosa aria «La donna è mobile»—, el factor que nos privó de escuchar un pasaje dispuesto para el lucimiento de su bellísimo timbre y la natural fuerza de su volumen. Esa situación, no obstante, debió haber sido corregida por Hucke y en última instancia por el maestro Rizzi Brignoli.
La perceptible, asimismo, complicidad vocal y actoral suscitada entre Magdalena (la mezzo chilena Evelyn Ramírez, en un rol hecho para ella), y el bajo barítono ucraniano Taras Berezhansky, otorgó otro momento de excitante nivel artístico a una Rigoletto plena de estas secuencias.
Antes, por ejemplo, debido a los duetos protagonizados por Aigul Khismatulina cuando fue acompañada por Rodríguez, y en menor medida por Ayón-Rivas. Insisto que esto último, solo debido a los escasos dones actorales de este, en contraposición a su excelente timbre lírico, siempre una maravilla de ser escuchado en vivo, pese a encontrarse en una técnica interpretativa en permanente cultivo y superación de sí misma.
Para concluir, encomiable resulta apreciar montajes escenificados y dirigidos por artistas nacionales, en una acertada política pública (más allá del menor costo financiero asociado al hecho), encauzada a propiciar la formación de un capital humano que permita recuperar al Municipal de Santiago, una temporada lírica que se extienda desde principios del mes de mayo hasta principios de noviembre.
Las funciones de Rigoletto, en sus dos elencos, se extienden hasta el próximo sábado 26 de agosto.
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Crédito de las fotografías utilizadas: Patricio Melo (Teatro Municipal de Santiago).