La breve novela de Jean Bruller ha inspirado dos versiones cinematográficas en torno a sus emotivas páginas: una de 1949, dirigida por el olvidado y gran realizador francés Jean-Pierre Melville, y otra de 2004, producida en un formato para la televisión, y filmada por el también audiovisualista galo, Pierre Boutron.
Por Luis Eduardo Cortés Riera
Publicado el 7.11.2023
«Hombre libre, siempre querrás al mar».
Charles Baudelaire
«El mar es un idioma antiguo que no puedo descifrar».
Jorge Luis Borges
«El corazón del hombre se parece mucho al mar, tiene sus tempestades, tiene sus mareas y en sus profundidades también tiene sus perlas».
Vincent Van Gogh
Basada esta hermosa e impecable película franco-belga en una admirable y extraordinaria novela corta, El silencio del mar, que circula de manera clandestina y subrepticia bajo seudónimo en la Francia ocupada por la Alemania nazi en 1942, se convirtió esta pequeña obra maestra de la literatura en una suerte de resistencia metafórica, una Línea Maginot no verbal a la odiosa y temible invasión alemana que sufre desde 1940 la patria de Montaigne, Voltaire, Rousseau y Céline.
La literatura como efectivo y contundente compromiso libertario en aquella Francia que gemía bajo la bota nazi. Las páginas impresas que circulan de mano en mano se constituyen en mapa de ruta hacia la liberación de una nación oprimida.
Hay que saber escuchar al océano
Su nombre en francés será Le silence de la mer (1949), su director el judío alsaciano Jean-Pierre Melville, quien combatió a los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, fue precursor de la llamada nouvelle vague (nueva ola) y considerado un exponente clarísimo del cine polar (cine negro) francés. Actuando él solo como productor, guionista, director y montador, como si se tratase de un filme amateur.
Por eso, los jóvenes críticos de Cahiers du Cinéma consideraron a Jean-Pierre Melville como un autor completo que hizo cine casi clandestinamente y sin reconocimiento o ayuda del Estado francés.
Escrita la pequeña novela por el judío francés Jean Bruller (1902 – 1991) y publicada bajo el seudónimo de Vercors en 1942 para evitar a la temible policía política Gestapo y sus colaboradores del régimen títere de Vichy, narra la historia de un anciano (Jean-Marie Robain) y su nieta Jeanne (Nicole Stéphane) quienes se ven obligados a cederle una habitación a un germano oficial de graduación, el capitán Werner von Ebrennac (Howard Vernon).
El silencio y la indiferencia son las maneras como la inusual pareja francesa, anciano y muchacha, enfrentan al odioso inquilino instalado en una habitación en planta alta: no le dirigen la palabra durante un largo semestre transcurrido en un pueblecito de la costa mediterránea francesa.
Aquella es la «grandeza francesa» que se mineraliza tras aquella muralla de silencio que abriga las tradiciones culturales galas, la continuada lectura, ajedrez, gastronomía para cada ocasión, buen vino, gusto por el piano, que se observan en desarrollo en el filme constantemente.
Francia acaba de derrotar a los alemanes en la Gran Guerra de 1914 – 1918 y ellos toman venganza ocupando el país galo en la fulminante campaña militar en 1940. Hitler tiene a París a sus pies. «Una extraña derrota», escribió dolido el historiador franco-hebreo Marc Bloch, asesinado por los nazis en 1944.
Así, lo del nombre de la película sucede casi a mitad del filme, donde el militar, después de decir buenas noches y realizar un elegante ademán castrense, dice frente al agradable fuego de la chimenea, frotándose las manos, que se siente feliz de estar con un anciano confiable y una señorita silenciosa.
«Lo que me gusta del mar es su silencio», dice mirando a la callada señorita que se cubre las piernas discretamente ante la mirada de Werner. «No hablo del brandung (oleaje, en alemán) sino de lo oculto, de lo que percibimos», y continua: «El mar es silencioso, pero hay que saber escuchar».
Una figura literaria empleada felizmente como símil o paralelo entre las profundidades marinas y el no menos recóndito silencio de Jeanne.
Se trata del empleo de una figura literaria de manera excepcional, un magistral remedo del silencio. Apenas si es necesario destacar que la comparación se establece en la novela con el mar Mediterráneo, cuna de milenarias culturas y una chica francesa que personifica y encarna la cristalización de tan magnifica corriente cultural.
Actos musicales que salvan vidas
En la segunda versión audiovisual de la novela, que data de 2004, y la cual estuvo dirigida por el realizador francés Pierre Boutron, el joven y muy apuesto militar germano, muy apolíneo él, es un hombre cultivado, fino compositor musical, amante y ejecutor de música al piano.
Admira a Francia y su inmensa y gran literatura, Balzac, Baudelaire, Corneille, Descartes, Moliere, pero que —dice el oficial hospedado— Alemania es superior en genio musical: Beethoven, Wagner, Mozart, Bach y Haendel.
Revela, usando un perfecto y bien pronunciado francés, en sus frecuentes soliloquios a los que se ve obligado por el silencio de la pareja, que es músico de vocación y que es militar por tradición militar: «No tenemos elección». Es un idealista que cree ingenuamente que ambas naciones van hacia un encuentro inevitable en la gran cultura.
Despertará de su candidez al enterarse en París que los planes del Tercer Reich son los de acabar y reducir a ruinas la altiva y magnifica civilización gala.
El día que se presenta el capitán a la casa que lo hospeda a regañadientes, la joven y hermosa muchacha francesa, que enseña piano a niños, interpreta un bello preludio de Bach, un compositor barroco y alemán. «Es lo más puro y hermoso. Es mi favorito», asienta nostálgico el militar prusiano.
Se trata de la música armónica, un gran logro de la cultura de Occidente, según Max Weber, que establece conexiones comunicativas supranacionales.
A ello debemos agregar y siguiendo a Weber, que el piano es el instrumento musical de la modernidad europea. Los vínculos afectivos y eróticos entre la joven francesa y el militar teutón se imbrican paulatinamente a través de este instrumento musical que solo el genio europeo hizo posible desde fines de la Edad Media.
Jeanne se siente atraída por el caballeroso y gentil militar que siempre se muestra muy pulcro, afeitado al rape, luciendo bien cortados uniformes, que no porta armas de reglamento. Entra ella a la habitación en su ausencia, huele sus ropas cerrando sus ojos verdes, lee a escondidas las cartas que le llegan desde Stuttgart y hasta se recuesta acurrucada en su cama acariciando las almohadas. Se cambia de peinado para parecer mayor y más atractiva.
Werner también se siente atraído por la chica francesa y le dedica piezas al piano que ella oye de espaldas. Es Navidad y él posa sus manos en el mueble donde ella está sentada, casi como un intento de acaríciala. Se reprime y sólo le desea felices fiestas y sube acto seguido a su habitación. En otra oportunidad la defiende sorpresivamente de un intento de violación sexual que comete en su contra, un primo de ella.
La resistencia francesa a los nazis se plantea asesinar al capitán Von Ebrennac y a otros oficiales. Desde su ventana Jeanne observa subrepticiamente con ojos lagrimeantes como colocan una bomba explosiva bajo el automóvil del germano.
Cuando él se dispone a salir de la casa para abordar el auto oye una pieza musical al piano que le conmina devolverse. Lo hace. Ella detiene la rápida pieza que ejecuta y le susurra algo inaudible a von Ebrennac al momento en que se oye una fuerte explosión fuera de su casa. Con aquel dramático y simbólico acto musical, Jeanne le salva la vida al capitán.
El frente ruso y una excusa para huir
El 21 de junio de 1941 cometió Hitler el más grave error durante la guerra: invadir la Unión Soviética.
«Me voy de aquí, dice Ebrennac. Pedí mi traslado al frente ruso. La propaganda sólo habla de victorias de nuestro ejército. Pero ahí hace 40 grados bajo cero y nuestros soldados no pueden más». Es de noche y la chica sale a despedirlo con llanto en los ojos y lo hace con una sola palabra que le dirige en toda la película: «Adiós».
Esa sola palabra es el reconocimiento de un vínculo intimo entre Jeanne y el militar germano.
Sin embargo, es necesario destacar que esta segunda versión del filme comete anacronismo, pues en 1941 todo augura un éxito fulminante germano en el frente oriental ruso. La poderosa Wehrmacht está a las puertas de Moscú, sitia a Leningrado y ha tomado a Kiev a sangre y fuego. Hitler esperaba un rápido colapso del Estado soviético que no ocurrirá.
Pero es al año siguiente, en 1942, cuando circula clandestinamente la novela El silencio del mar en Francia y en buena parte de Europa, cuando la derrota nazi es evidente en la gigantesca y brutal Batalla de Stalingrado.
Una guerra mucho más abrumadora y pavorosa que la del frente occidental francés le espera al militar y músico germano, lo que él no podía sino imaginar.
Una enigmática metáfora marina
La metáfora es un modelo en miniatura del texto, nos dice Paul Ricoeur (La metáfora viva, 1975). El lenguaje humano es esencialmente metáfora. En el fondo oscuro de ella palpitan y siguen palpitando el mito, la consciencia, la imaginación, lo originario, el símbolo. Se incardina en un discurso que responde a una forma de vida profundamente humana y desde el que condiciona, a su vez, esa forma de existencia.
Metaforizar es percibir la semejanza, se trata de un «ver como» (expresión tomada de Wittgenstein), percibir lo semejante dentro de lo desemejante (Cf. Ricoeur, 1980: 14).
De allí que Vercors toma al mar y al océano como símbolos de una inmensa metáfora comparativa. El mar es símbolo de la dinámica de la vida. Todo sale del mar y todo vuelve a él: lugar de los nacimientos, de las transformaciones y de los renacimientos. Es imagen a la vez de la vida y de la muerte.
Toda metáfora es enigmática, la metáfora muestra más que lo que mostraría el lenguaje corriente, la metáfora debe producir el placer de aprender que se deriva de la sorpresa, valor que no se encuentra en el lenguaje ordinario. La metáfora se caracteriza por la agudeza, pues «pone ante los ojos», «hace ver» lo abstracto a través de lo concreto, dice Ricoeur.
Así, la visión del mar evoca el tiempo y la experiencia vital, y el movimiento de las olas del mar la mutabilidad y la inestabilidad, eso lo convierte en un símbolo de los corazones humanos y el devenir de la propia existencia.
La contemplación del mar es también la de uno mismo y del otro. A su vez el horizonte en las playas nos confronta con lo desconocido. Este valor del mar desconocido inspiró a muchos escritores entre las civilizaciones del Mediterráneo, principalmente a los héroes griegos que se desempeñaron en la navegación y sus hazañas épicas están ligadas a esos viajes por mar.
Ese desafío que los navegantes hacen contra los elementos también nos recuerda que el mar es un símbolo de la hostilidad divina.
Vercors y Melville retoman estas metáforas marinas que ya existen en la poesía francesa desde el siglo XII. Poesía y mar han estado íntimamente ligados en la literatura francesa. El vínculo entre el mar y el erotismo estuvo siempre presente en la mitología griega y en la cultura clásica, metáfora del deseo y de la otredad.
No nos extrañe que el director del filme de 1949, Jean Pierre Grumbach, se haya rebautizado Jean Pierre Melville, pues era un admirador de la literatura de Herman Melville, escritor estadounidense del siglo XIX, autor de la muy renombrada novela de signo oceánico Moby Dick (1851) obra maestra y un clásico de la literatura universal.
El director cinematográfico Jean Pierre Melville es realmente el gran olvidado en la historia del cine francés, particular, y de la historia del cine en general, de una manera más o menos injusta, ya que siempre está presente en la mente de los cinéfilos mediante ciclos e incluso ediciones impresas en revistas o libros, a pesar de que nunca se le haya considerado de una forma total y plena como se merece.
La cultura francesa: una patria intelectual
El idealista capitán Werner Von Ebrennac encarna los valores supremos de la cultura humana: amor, entrega y desinterés. Contra su flaca voluntad se encuentra en el torbellino de una inmensa calamidad como creación humana, la guerra. Pero este conflicto tendrá dos escenarios muy distintos: la cordial Francia mediterránea y el pavoroso y descomunal frente ruso.
A orillas del mar conoce el amor humano y se vincula a la cultura de la civilización francesa, una patria intelectual, como dijo Octavio Paz. Su último destino y quizás su destino final será el inmenso y descomunal frente ruso, en donde 25 millones de soviéticos perderán la vida y 4 millones de alemanes sufrirán lo propio.
Pidió el joven militar su traslado voluntario a un verdadero y espantoso infierno en la tierra, donde la Wehrmacht, poderosísima y eficiente maquinaria de guerra germana, morderá el polvo de la derrota en Stalingrado y Kursk.
¿Dónde y en cuál condición falleció Werner Von Ebrennac en aquel frente de guerra descomunal, de casi 2 mil kilómetros y pavorosas temperaturas muy por debajo del grado de congelación?
Jamás lo sabremos, pero de lo que sí estamos seguros que sus últimos pensamientos fueron para su amada Jeanne ejecutando al abrigo de una chimenea un hermosísimo preludio de Bach.
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Luis Eduardo Cortés Riera es un ensayista venezolano (Carora, 1952), doctor en historia y docente del doctorado en cultura latinoamericana y caribeña de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (sede Barquisimeto) de su país.
Ha sido ganador de la Bienal Nacional de Literatura con el ensayo Psiquiatría y literatura modernista (2014) y es el autor de las obras Ocho pecados capitales del historiador, Del colegio La Esperanza al colegio Federal Carora, 1890-1937, de Sor Juana y Goethe, del barroco al romanticismo. Iglesia Católica en Carora desde el siglo XVI a 1900, y es también miembro de número de la Fundación Buría.
Tráiler:
Imagen destacada: El silencio del mar (1949).