El corpus de Juan Mihovilovich a menudo aborda cuestiones de herencia y memoria familiar, y la novela que nos ocupa —que acaba de presentar su tercera edición, a cargo de la puntarenense editorial Entrepáginas— transita por la infancia, y el narrador intenta recuperar su origen, pero hay heridas simbólicas que afectan esa búsqueda. Así, este es un libro que explora el modo en que las expectativas filiales, las normas culturales y las creencias transmitidas por las generaciones anteriores afectan a los personajes y a sus decisiones más fundamentales.
Por Valeria González Aguilar
Publicado el 16.11.2023
Sus desnudos pies sobre la nieve se publica por primera vez en 1990. A 33 años de su publicación, la reedición de la segunda novela del autor como proyecto de memoria surge en un contexto histórico especial en que hemos podido reflexionar la importancia de rememorar el pasado y repasar cada tanto una historia vívida.
En esta misma línea, la literatura de Juan Mihovilovich se ofrece como una reconciliación con un pasado traumático. La trama que propone esta novela no alude sólo al pasado, tampoco es todo lo que queda del pasado, pero se constituye como un marco natural, tangible.
La memoria, sugiere Sócrates, en su encuentro con las sensaciones, se acerca a la verdad, pues contiene detalles sensoriales y contextuales por medio de imágenes mentales intensas. El autor en este libro proyecta una verdad familiar, la memoria individual de un hijo que visualiza cada tanto a su madre, quien producto del desvarío, se arroja al dolor del frío de la nieve que parece abrasar sus pies.
De esta manera, se rememora a la madre desde el cuerpo, los pies desnudos en la nieve son patrimonio de memoria, los pies son algo así como un testigo de un pasado sentido, herido y perturbado.
Esta memoria doliente se transmite a través de eventos significativos que hacen patente una agitación afectiva generalizada entre los miembros del hogar y del barrio. En principio el lector da cuenta de una rareza, una anomalía propia del realismo mágico, no obstante, a medida que el texto avanza, el desconcierto de los hijos parece adquirir mayor fuerza, dejando de ser percepciones personales para transformarse en una impresión colectiva y, por ello quizás, más sencillo de soportar.
La perspectiva narrativa interna centrada en uno de los hijos hace que éste explore su propia identidad. El inicio de esta búsqueda suele coincidir con un momento de crisis, entendida como la toma de conciencia del desequilibrio. Sin embargo, la experiencia personal refleja el universo familiar, vale decir, la voz narrativa poco a poco deja de singularizarse.
Es interesante la forma en la que se construyen los personajes que conforman esta familia. Por un lado, la madre es un personaje que se sitúa en una suerte de limbo, desgajada de la comunidad y de la familia por su forma particular de ser. Por su parte, el padre silente parece un ser fantasmal que deambula por la casa sin accionar, sin tomar agencia en la crisis de la madre.
Así, el narrador de Mihovilovich expresa: «Así, ambos asesinan su propia historia y destruyen lo mejor de sus procedencias. Y creo que ignoran las ilusiones como si la existencia se obstinara con los mismos seres en una sucesión persistente y cansadora».
Mientras tanto los hijos, cada vez más conscientes del delirio de la madre, se refugian como clan en sus propias actividades e introspecciones, intentando olvidar la pesadilla absurda que cada invierno los alerta. La novela versa así: «Yo quiero olvidarme de los días oscuros en que mi madre sale a caminar sin premura sobre la nieve, quiero olvidarme de esas rodillas que se yerguen de la humedad y luego pasan por puertas que debemos imaginar».
En todo grupo humano hay una estrecha relación con un lugar, un espacio no necesariamente físico que de alguna manera habla por los personajes. En esta novela son escasas las menciones materiales, dimensiones, estructuras u objetos que contiene la casa. En oposición a la dimensión física, el lector se va impregnando del vivir diario de una familia en la que prima una atmósfera onírica que va de la vigilia a la pesadilla.
Laura, Pablito y el narrador ven la vida pasar por el ventanal. Éste, como elemento físico, es, intencionadamente, el portal desde donde los niños transitan del mundo real al alucinado. Allí observan impacientes los días de lluvia previstos por Pablito o la nieve que anticipa la sinrazón de la madre. Es también el lugar en que se da libertad a la profundidad de la conciencia y la inconsciencia, pues son posibles los sueños y la fantasía.
«La verdad es sólo lo que no puedes descifrar»
Ya en otras de sus obras aparece el encierro de sí mediante elementos simbólicos como las puertas, las que reflejan personajes escindidos que no tienen mayor contacto con su realidad circundante y recrean mundos alternativos en sus claustros. En sintonía con esta clave literaria, el ventanal de este hogar es un refugio, pues los personajes que observan desde allí están seguros en la inmovilidad.
Así como ocurriera en su novela Desencierro o en el cuento El ventanal de la desolación, el autor expone la necesidad imperiosa de franquear una salida, alcanzar una escapatoria. El exterior, visto desde el ventanal, parece lejano y temido, pero también abre un universo que les era escondido, oculto o ignorado.
Desde allí la madre señala y espera como una necesidad casi biológica los indicios de la primera caída de nieve del año; desde allí Laura mira fijamente sin poder conciliar el sueño, porque imagina, junto al narrador, que las próximas noches su madre surgirá por la puerta del patio caminando bajo la nieve; desde allí surge la ilusión, pero también el desasosiego de lo venidero.
La casa, como explicara Gastón Bachelard, es una imagen onírica de unidad que integra la complejidad del alma y del ser en su totalidad. El filósofo francés sostiene que el espacio de la casa no es simplemente un lugar físico, sino que también está cargado de significado emocional y simbólico.
En este sentido, la novela muestra cómo los espacios cerrados, como las habitaciones, pueden evocar sentimientos de seguridad, intimidad y ensoñación. Los personajes menores parecen subsistir día y noche en las tinieblas, las sombras no le permiten ver la luz, es decir, una salida a su aciago existir.
Hay penumbra en su interioridad, pervive latente el miedo. El drama familiar crece y el pavor se acrecienta. A ratos nos adentramos en la psiquis del personaje, logramos conectarnos con las experiencias inolvidables ocurridas en una casa en la que el pasado, el presente y el porvenir se hallan condensados.
El encierro físico no es necesariamente negativo en la novela, pues permite abrirse a lo excepcional. Al interior de la casa surge la lectura del tarot de Adriana; las manías de Laura y Pablito; las enfermedades combatidas con los rituales sanadores de la Sra. Lucrecia; entre otros acontecimientos que posibilitan lo extraño y tensionan la realidad construida por el autor.
También es en el hogar donde el narrador somatiza su preocupación durante el invierno, tiene fiebre, dolores corporales, transpira, se queja, se siente desfallecer. Su estado físico lo lleva a una dimensión desconocida, desde donde observa cómo cuchichean duendecitos amistosos que lentamente ingresan por su cabeza febril.
Como ya es común en la literatura del autor, el contenido de sus narraciones invita a cuestionarnos sobre nuestros sentires, estados de consciencia, miedos, instintos ocultos y percepciones, así como a reflexionar acerca de lo que concebimos como «real» e «imaginario». La novela descubre una clave textual al expresar que: «la verdad es sólo lo que no puedes descifrar».
La huella imborrable del invierno patagónico
La novelística del autor a menudo aborda cuestiones de herencia y memoria familiar. Por lo anterior es que la novela transita por la infancia, el narrador intenta recuperar el origen, pero hay heridas simbólicas que afectan esta búsqueda. Sus desnudos pies sobre la nieve explora cómo las expectativas familiares, las normas culturales y las creencias transmitidas de generación en generación afectan a los personajes y sus decisiones.
En consecuencia, la narración a ratos se impregna de añoranza, en otros momentos de nostalgia, pero sobre todo de desolación. Los personajes se enfrentan a situaciones desgarradoras como cuando la ambulancia asiste a la madre o cuando su padre los abandona unos meses y quedan al cuidado de Laura. Estos episodios familiares transmiten una profunda tristeza o vacío emocional, el narrador relata en sus últimos capítulos:
«Durante varios meses estuvimos solos. Mi padre partió dejando una escueta nota sobre la repisa de la cocina avisando su alejamiento. Ninguno de nosotros lloró, pero anduvimos silenciosos todo el tiempo. Sin complicación alguna Laura se encargaba de que nada nos faltara y, aunque no sabíamos de dónde provenía el alimento que necesitábamos, nadie preguntó al respecto. La casa, paradójicamente, resultaba enorme. Deambulábamos por las piezas como aves solitarias, picoteando las paredes con los ojos, rastreando debajo de las camas, hurgando en las repisas de cada dormitorio. Jugábamos de memoria y sin acuerdos previos, pero repetíamos cada noche un simulacro de la realidad erigiendo monos de nieve en los rincones del patio en una secuencia de rara planificación, que llevaba cada movimiento de un cuerpo a otro regulando una danza similar a la que tantas veces habíamos asistido».
Como se lee en la cita anterior, los personajes se sienten desconectados incluso de sí mismos, lo que permite al lector explorar cómo se forja y enfrenta la alienación temprana de éstos. El autor examina la negligencia parental, visibilizando experiencias de resiliencia, pero también lo que el paratexto de Sartre ya nos anticipa: «Al hombre no lo determina ni su conducta ni su orgullo: decide la infancia».
La literatura de Juan Mihovilovich desde hace un tiempo que se ha transformado en un referente fundamental de la literatura chilena actual, alcanzando gran solidez en sus letras, virtuosismo en la representación de los diversos parajes provinciales, así como por la crudeza en el tratamiento de las temáticas de búsqueda personal y ancestral.
Sus obras sirven como un espejo que refleja la complejidad de las relaciones humanas, al igual que para preservar y transmitir la impronta cultural del barrio yugoeslavo. Entonces cuando Marino Muñoz se pregunta en el prólogo de esta novela por qué reeditar este libro, razones sobran.
Para mí, la principal dice relación con el registro histórico del Magallanes de antaño, ofrecido como documentación valiosa de la memoria personal y colectiva de quienes fueron marcados por la huella imborrable del invierno patagónico.
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Valeria González Aguilar es profesora de Castellano, titulada en la Universidad de Magallanes. Docente del Liceo San José de Punta Arenas y magister en literatura latinoamericana de la Universidad Alberto Hurtado. Desde el año 2013 su área de estudio ha sido la identidad y el territorio en la narrativa chilena, escribiendo distintos artículos acerca de la novelística de Juan Mihovilovich.
Imagen destacada: Juan Mihovilovich.