El oficio que despliega el autor chileno Juan Malebrán Peña en este set de versos, lo hizo merecedor en México, durante el recordado año de 2019, y cuando el libro se encontraba todavía inédito, del prestigioso Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española.
Por Juan Carreño
Publicado el 1.1.2024
Por las puntas (o costuras) del último libro del poeta Juan Malebrán (Iquique, 1979) corren y apoyan en las bandas dos poetas citadas para entregar pistas para extraviarse: Gabriela Mistral y Elvira Hernández.
A Gabriela el frío le gana el corazón en una cumbre, y Elvira avisa que no hay nada que entender acá, en el poema. Los poemas no siempre se entienden. Si es que tiene alguna función la poesía, no creo que sea la comprensión una de ellas.
Hay poetas que se entusiasman intentando que los entiendan, otros enturbian el agua para esconder la falta de profundidad. Pero hay que saber llegar al fondo de las cosas. Y Tardío viene de ese fondo, con ese telón, me gustan los libros que quieren partirte la cabeza a pura geografía.
Un libro de desplazamientos sin intentar hacer el colono ni, mucho menos, y agradecemos a Dios por esto, escribir como turista, los vampiros digitales engordan generando contenidos para libros que después se venderán en los aeropuertos: como lo conversamos con Vero Zondek cuando caminábamos rumbo al cementerio de Pisagua: animitas de Chile, olores de Chile, almanaque de atardeceres frente al mar, versiones inéditas del desierto.
Me parece que estamos en el pleistoceno tardío. Las tilansias viven su adolescencia. Su sueño era soñar en el fondo marino y terminar siendo un teléfono abandonado en un pique minero preincaico. Vi a un grupo de poetas perderse en una mina. Me gusta que los compañeros de viaje sean poetas. Muchas veces es como vacilar fuera del mundo, pero estando en el cogollo mismo de lo humano.
En Tardío pareciera que los poemas fueran cosas filosas bruñidas por un abandonarse en el oleaje. Hay un respirar que se ensaya por amor al aire. También hay un blindaje suelto, que abren y cierran el recorrido: esos «poemas ladrillos» como le decimos con la Josefina cuando hacemos taller, pero no un ladrillo vomitivo, no es una conciencia alterada, todo lo contrario. Un respirar piola, un desplazamiento sigiloso por el continente.
Así, en Tardío no hay fuegos artificiales avisando que llegó lo que todos estamos esperando. Aquí hay rafting, adolescentes río abajo azotándose con toda la furia posible de la naturaleza.
El gesto de lo inútil
Hoy Malebrán me dijo: es imposible que acá exista vegetación. Tiene prohibida la vida cualquier cosa en estas dunas. Eso que ves ahí son piedras negras.
Nos reímos cuando al acercarnos cachamos que las tilansias tenían más aguante que las comparaciones de Óscar Barrientos. Poemas camanchaca, poemas tilansias. Poemas sin raíces, a la espera de hacerse duna, y así la vida sin hacer daño, pero pasan los motoqueros —¡por un odio más vehemente contra los motoqueros en el cerro!— estúpidos, por último escribieran algo con su paseo. Un zuritazo Kawasaki.
Tardío no es un libro moto. No sé si anda atropellando naturaleza para escribir sobre ella. Me da la sensación de terrazas en pueblos nuevos donde la aguanieve juega contra el hábito del hogar.
Yo no cachaba que la cornamenta del pudú es inútil. Me gusta el gesto de lo inútil, esa lucha constante contra lo instrumental, lo pedagógico, la revelación. Inútil pudú, atraviesa el continente, poeta sin patria se lanza a los caminos como coipos al canal, como jotes empollados en el vástago del tamarugo.
Una carpa en la pampa y que la sombra de una torre de alta tensión te proteja del sol, perro salvaje del desierto, ten compasión con los que caminan solos, con los que desaparecen, con toda la gente que ya no tiene ni nombre escrito, un poema como linterna en túneles interconectados desde el desierto al fondo marino. Avanzar a oscuras picando piedra y disfrutar leyendo los poemas de los amigos.
El tiempo es poco y pareciera que siempre se hace tarde. La poesía extiende el tiempo, lo vuelve nítido, broncea. Tonifica. Dan puras ganas de andar a guata pelá y con chores.
Es bacán coincidir en distintas ciudades, irse a buscar a las plazas, aprovechar los aeropuertos y las playas para ponernos al día, agradezco caleta que gente que me cae muy bien escriban libros que de puro piolas generan brisa para ir a volar un par de rajas, gestos elegantes, un ritmo que no es contención, rigores espirituales de un poeta que, detrás de esas gafas y esa chasca melena —agreguemos una polera bien negra y percudida—, se expone sin desierto florido, sin tinku, sin singani, sin araucarias innecesarias, ni con las miserias gratuitas que nos vuelven latinos de porrazo.
Siempre se hace tarde. Siempre hay que hacer algo antes de llegar al poema. Hay que trabajar. Hay que buscarse entre eso un rato de gimnasio. Y a veces nos despedimos y nunca más nos volvemos a ver. Y el Andaur dice: «chicos, hay que apurarse». Siempre se hace tarde.
La conjugación de Tardío y el oficio que despliega Malebrán avisan la posibilidad de un compañero de viaje que se quedará piola frente a la película que ofrece la ventana del bus, del avión, de la van piloteada por el poeta Guillén.
Es tan tarde que debo dejar de escribir para enviar este ensayo.
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Juan Carreño (Rancagua, 1986) es escritor y ha publicado los libros Neozona (2020) y Mar vivo mar muerto (2023), entre otros.
Imagen destacada: Juan Malebrán Peña.