[Ensayo] «Martes tristes»: La representación de la comedia humana azarosa

He leído con fruición y regocijo, esta última versión de la novela del también médico Francisco Rivas Larraín editada por Mago en su colección dedicada a los escritores chilenos y latinoamericanos, y la cual corresponde a 300 páginas de la mejor narrativa local contemporánea.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 22.1.2024

«Hay quien vive satisfecho en una dimensión binaria y prefiere pensar que lo fantástico no es más que una fabricación literaria; hay incluso escritores que sólo inventan temas fantásticos sin creer en modo alguno en ellos. En lo que a mí se refiere, lo que me ha sido dado inventar en este terreno siempre se ha realizado con una sensación de nostalgia, la nostalgia de no ser capaz de abrir por completo las puertas que en tantas ocasiones he visto abiertas de par en par durante unos pocos fugaces segundos. En ese sentido la literatura ha cumplido y cumple una función que debiéramos agradecerle: la función de sacarnos por un momento de nuestras casillas habituales y mostrarnos, aunque sólo sea a través de otro, que quizá las cosas no finalicen en el punto en que nuestros hábitos mentales presuponen».
Julio Cortázar

¿Hablamos acaso de un plagio, cometido 37 años después? Porque tengo a la vista una portada de Galinost, del año 1987, con el mismo título, pero de otro autor, Francisco Simón. ¿Se repite el caso de El Quijote de Avellaneda o las tretas elusivas de Fernando Pessoa?

El grillo de Micaela Souto, consejero inevitable, me advierte que no; me reprende con la vibración de sus alas y luego aclara:

—Francisco Simón devino en Francisco Rivas; fue primero el heterónimo y luego la filiación verdadera. De hecho, hay una edición anterior de Martes tristes, fechada en 1985, debida a Bruguera, atribuida a Simón. En el 2000 aparece una tercera edición, esta vez de Francisco Rivas Larraín, aunque en la muestra de venta por internet, de una librería, ponen entre paréntesis (Francisco Simón).

Aceptemos el juego y supongamos la existencia de un solo autor. A estas alturas —insiste el grillo de Micaela— ya debieses estar más avispado, Moure, pero, en fin, apoyémonos en la información cibernética y pasemos por bien enterados de lo que ha ocurrido.

—De paso, recuerda cuando en junio de 1988, Francisco Simón leyó una prosa deslumbrante en el Bar La Pauta, Puente del Arzobispo, en las lecturas por la democracia que organizaba Gonzalo Contreras; probablemente páginas de Traición a Hipócrates, testimonio, como ha sido descrita la obra, aunque en Rivas todo es narrativa y testimonio, conjugado en un manejo exorbitante del lenguaje, en cuyo telar observamos los hilos leves y precisos de un humor que matiza los fuegos de la desesperanza y su efecto aniquilador.

En El Mercurio de Valparaíso, el 17 de diciembre de 2000, se publica una breve reseña crítica de nuestro amigo y colega, Antonio Rojas Gómez, de la que extraemos parte del primer párrafo, a guisa de orientación discursiva: «Esta es una nueva versión, publicada en Colombia, de una novela que apareció en Chile en los años 80 y que da cuenta de un trozo de nuestra historia, envuelta, por cierto, con el ropaje de la ficción».

Al cabo de los años, quizá con el peso de la reflexión de la octava década, Francisco Rivas enmienda la plana a Francisco Simón y reescribe las principales narraciones a éste atribuidas, tal vez influido por Jorge Luis Borges y su propósito circular de ir y volver desde la primera escritura de ese «único libro que estamos escribiendo siempre».

Ha ocurrido así con su novela La esfinge en el espejo, reeditada después de diez años, que comentáramos para este mismo medio, otra muestra de la maestría lingüística del narrador y de la hondura estética de su oficio, obtenida en el silencio creativo, ajeno a toda farándula.

Catorce novelas refrendan la trayectoria de Francisco Rivas Larraín (1943), más dos volúmenes de cuentos, y un ensayo, desde 1982 a la fecha.

He leído, con fruición y regocijo, esta última versión de Martes tristes, editada por Mago en su Colección Escritores Chilenos y Latinoamericanos. Trescientas páginas de la mejor narrativa chilena contemporánea, para llegar a la manida pregunta: ¿Por qué no se ha consagrado a Francisco Rivas con el esquivo Premio Nacional de Literatura? Sólo por esta novela, lo merecería con creces.

 

La locura fundacional del último reino

En esta apasionante narración no se trata de ciertos episodios de la historia de nuestro extraño país con nombre de trino de pájaro extinguido, sino de la locura fundacional del Último Reino, iniciada por el Adelantado don Diego de Almagro —antes del logro de Pedro de Valdivia—, empresa coronada por el fracaso, nacida en el Norte inhóspito, en sus pampas enceguecedoras, donde los sueños y las promesas de El Dorado se diluyeron en la forma de espectros de yelmos y de espadas inútiles.

Si la historia se vierte en la simulación de su falaz cronología, para que los lectores de sus hechos no se pierdan en laberintos y acciones no narrados, la realidad se despliega en los múltiples abanicos de la ficción, para completar o ensanchar los espacios vacíos, la insoportable mudez de las verdaderas historias.

Así, lo que sabemos son hitos, mojones que señalan, en la vastedad de los mapas, puntos desunidos, pequeñas notas a pie de página, referencias o glosas para desvelo de historiadores.

Pero los valles, las cordilleras, los páramos, los mares, tienen que sernos contados, en la plenitud de sus espacios, por los grandes narradores, no sólo como telón de fondo de héroes, rufianes, gentiles, bellos o desalmados seres humanos, sino como los innumerables senderos de sus correrías, internas o externas.

Esa fue la empresa iniciática de Homero-Ulises, la de Cervantes-Cide Hamete, la de Dickens, Tolstoi, Arguedas, Lezama Lima, García Márquez y Guimaraes Rosa. En fin.

Para mí, Francisco Simón Rivas no estructura esta notabilísima novela Martes tristes a partir de un andamiaje histórico, prescindiendo de que haya investigado en numerosos archivos las bases de su realismo fantástico para tejerlo sobre el tapiz de los hechos «oficiales». Procede al revés.

Los desbocados corceles de su imaginación acompañan a la tropa exangüe del adelantado tuerto y le advierten y anticipan los pavores que se irán eslabonando en ese nuevo mundo que lleva en sí las razones léxicas de la sinrazón.

Así, la ilación de sucesos y avatares, el entrecruzamiento de personajes, los nudos de esas múltiples historias, parecieran escapar a la simple lógica de la cronología; confunden al lector, en el sentido de provocarlo, vuelven difíciles los trazados de los mapas. Hay una inmensidad que excede las lindes y diluye las fronteras conocidas. Lo mismo ocurre con nacionalidades y filiaciones, con nombres, apodos e identidades.

Tampoco me atengo a las reducciones interpretativas al uso metafórico. No se trata de Macondo, ni de Comala, ni siquiera de Alhué. Las características de paisaje, topografía, clima y entorno de esta pampa nortina que atrajo y atrae a variados cultores de la narrativa, desde Andrés Sabella hasta Rivera Letelier, no ofrece campo espacial ni estético para esas analogías de inmediato recurso, aunque se le atribuya la receta semántica del mentado «realismo mágico», descubrimiento de una crítica publicitaria ávida de bestselerismo y edad dorada escrita que, a la postre, como todo ismo, termina mordiéndose la cola de lo descomunal desbocado.

La visión de Rivas-Simón es única e intransferible. Su escritura ha creado un mundo cuyas referencias inmediatas son —en este caso particular— las oficinas salitreras, esa especie de ciudadelas erigidas en medio de la nada, donde sus habitantes, transeúntes y trashumantes, intentaron construir pequeños mundos autosuficientes que fuesen modelos de la universalidad europea del último cuarto del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, sobre la base de fortunas tan explosivas como efímeras.

En estos asentamientos, junto a las barracas del proletariado, se levantaron salas de juego y teatro, para el desenfreno lúdico y la representación figurativa de la comedia humana azarosa.

 

Las figuraciones razonables del paisaje

El resultado fue tan inútil como espectral; todo pareció resolverse en una casa amarilla, semiderruida, habitada por fantasmas, en el corazón salitroso de Ricaventura; nadie fue capaz de contar sus habitaciones ni descubrir el itinerario de hospitalidad asignado a sus huéspedes.

Las figuras de la historia, nuestros paradigmas libertarios, han sido absorbidos por la camanchaca, niebla de las desolaciones, alegoría del humano devenir, sombra de una lluvia que jamás tomará cuerpo en agua benéfica. José Manuel Balmaceda, Marmaduke Grove, Salvador Allende; este último como una premonición del desierto cívico en que va a transformarse la República, una larga salitrera fantasmal, sin oro blanco y sin esperanza.

Así, los espacios de la narración están armados a la manera de cuadros gráficos, prescindiendo de la estructuración tradicional en capítulos. Es un recurso visual que predispone al lector a la superposición de planos temporales, históricos y ficcionales, sin perder la ilación de los sucesos y su complementariedad, a la manera de un crucigrama narrativo. Puede que a esto contribuya la formación médica del autor, desde el prurito metódico de la ciencia.

En todo caso, como una perfecta secuencia de escenas del teatro novelesco, van apareciendo los personajes, para luego entrelazar sus peripecias en el desarrollo de una trama cautivadora que mantiene alerta al lector, y en la que van alternándose hechos del presente narrativo con recuerdos del pasado remoto, amén de acontecimientos históricos de rigurosa veracidad.

Diego de Almagro aparece, al levantarse el telón; Ramón Gracia, el personaje principal; Bernardo Coca (Emilio Tenazas); Juan Coca; La Pulpa; Ventura, el Párroco; Vicente-Vicente, el tabernero; Matilde; los hermanos Paz: Néstor, Nicanor y Nonato; Pedro Piotrowski, el polaco; Rafael Moxó, el magnate; Efraín Morales; Benito Bueno; El Camello; Humada; Silvacuadra; Manuel Rumbo; el coronel Torcidos; Gaspar Babiria; Mauricio Duhamel; Achille Duhamel; el capitán Vergara; Antenor Salinas; Indalicio Delporte; Narciso Panteón; Ramón hijo; Flor; Antonio Carbonera; Ernesto Envano.

No están todos en esta enumeración. Baste como noticia al lector para que tome las providencias y alerte su memoria, aunque las diversas alternativas y situaciones de la historia mantienen la presencia de sus nombres y filiaciones.

La pampa, como la selva amazónica, como las cumbres inaccesibles, como las islas desperdigadas en el confín austral, exceden al ser humano, lo sobrepasan, impidiéndole las figuraciones razonables del paisaje.

No habrá un solo desenlace en esta fascinante historia, sino varios, como lo sugieren estos relatos que componen la vasta crónica del inmenso y desolado Norte Grande, escrita sobre el palimpsesto aún no descifrado de nuestro enigmático porvenir.

 

 

 

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Edmundo Moure Rojas (1941) es un escritor, poeta y cronista, que asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano.

Además fue el gestor y el fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (Usach), casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Sus últimos títulos puestos en circulación son el volumen de crónicas autobiográficas Memorias transeúntes y la novela Dos vidas para Micaela.

 

«Martes tristes», de Francisco Rivas (Mago Editores, 2023)

 

 

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Francisco Rivas Larraín.