Este viernes 23 de febrero se conmemoró otro aniversario del nacimiento de la insigne poeta hispana, y nuevamente se escuchó desde la ultramar espectral a Federico García Lorca, decirle: «¡Érguete María Rita, que xa cantan os galos do día!».
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 24.2.2024
«Rosalía estaba en nos, os alonxados. Sen querer falar do doble fío da saudade, soio diremos que a saudade é a dinámica da emigración».
Eliseo Alonso
De esto hace 39 años. En abril de 1985 recibí por correo una invitación para participar en el congreso Rosalía de Castro e o seu Tempo, convocado en Santiago de Compostela, a partir del 15 de julio de esa temporada, en conmemoración del centenario del pasamento de Rosalía, acaecido el 15 de julio de 1885, en su casa de Padrón, localidad de A Matanza, en cuyos ámbitos se sitúa hoy el Museo que honra su memoria.
Al centenario rosaliano se suman hoy casi cuatro décadas décadas, pero su recuerdo pervive, como esas brasas de la remota «lareira» que la abuela no dejaba apagarse.
Dos años antes de esa fecha, en mayo de 1983, viajé por primera vez a Galicia y conocí el casal de A Touza, parroquia de Santa María de Vilaquinte, Lugo, donde vino al mundo mi progenitor, Cándido Moure Rodríguez, quien emigrara a la Argentina, en 1924, con sus padres y sus seis hermanos.
Ya he contado mi encuentro, en la única rúa del casal de A Touza, con un viejo campesino que arreaba un par de vacas marelas, a quien pregunté por las señas de la casa petrucial que buscaba, y antes de responderme, dijo, con la seguridad de su memoria remota:
—Vostede é neto de o seor Cándido.
—Sí, como o sabe?
—Camiña vostede igual que o seu avó.
Visité luego la morada de Rosalía y tuve como gentil anfitriona a la actriz y cantante Maruja Villanueva, a la sazón directora de la Casa Museo, que había regresado de su largo exilio en Buenos Aires. En esa morada experimenté la misma honda y callada conmoción que sintiera en la casa de Gabriela Mistral, en el pueblo montañés de Vicuña.
A instancias del doctor Agustín Sixto Seco, uno de los destacados promotores del congreso rosaliano, envié un texto como ponencia, «Rosalía y la nostalgia del paraíso», que expuse en una de las aulas de la Universidad de Santiago de Compostela, y que hoy es parte de las Actas de dicho congreso.
Para mí, aquello fue como la verificación formal de ese antiguo amor, tanto por la obra poética de Rosalía de Castro (Santiago de Compostela, 23 de febrero de 1837 – Padrón, 15 de julio de 1885), como por su figura nimbada de misterio, que había germinado en mí al cumplir los siete años de edad, cuando mi padre me enseñó a recitar sus poemas más conocidos, comenzando por «Adiós ríos, adiós fontes», que yo declamaba en honor de mi abuela Elena, en su onomástico del 18 de agosto.
Escuchábamos, cuando niños, la lengua gallega en los ámbitos de Chacra El Olivo, en Santiago del Nuevo Extremo, de boca de la abuela, de mis tres tías gallegas y de mi padre.
Sus dos hermanos varones preferían el castellano y, como la mayoría de los gallegos residentes en Chile, olvidaban la lengua vernácula, en curiosa y patética mezcla de menoscabo cultural del propio acervo y de aquiescencia con la política «españolizadora» y cerril propugnada por el franquismo, dentro y fuera de esa España aherrojada, como única vía posible para expresar «lo español».
Una cultura entendida como estridor de «charanga, cuplé, toreo y pandereta», que continúa practicándose en muchos de los centros hispanos de América, resabio de un colonialismo añejo y mustio que es parte de la desmemoria colectiva y de la negación endémica de esa riqueza cultural que radica en la diversidad creadora de los pueblos que habitan, desde hace milenios, la Península Ibérica, poseedores de un idioma y de una identidad nacional propios.
Tal como mi padre pugnaba por revivir aquellos hilos conductores y los referentes existenciales con su lejano mundo gallego, que se abrían en la dulce prosodia de su lengua campesina y marinera, la música, el canto y la poesía han constituido, para algunos de sus hijos, puentes de unión y contacto permanentes con esa maravillosa cultura que nos fuera revelada a través de sencillos ritos de la mesa y de la fiesta, de la comensalía participativa, de la literatura y de la música, como pan necesario para articular una vida más plena de anhelos y de sentido originario.
Revivo hoy la imagen de mi padre, en la sobremesa del sábado o del domingo, cuando traía desde su habitación un libro abierto, para que mi madre, con dulce y sencilla prosodia, nos entregara el rito vocal de las amadas palabras.
Y luego nos instaba a opinar sobre lo leído, aclarando dudas, precisando conceptos. En seguida, caminaba hacia la puerta y dirigía sus ojos hacia lontananza, como si aguardase el barco que iba a llevarle de regreso: Non me olvides queridiña/ se morro de soidá/ tantas légoas mar adentro/ miña casiña, meu lar.
El pájaro azul de la felicidad
Durante siglos, desde las comarcas de Occitania, en las faldas del norte de los Pirineos, a través del Camino de Santiago, las voces de los trovadores francos transmitieron la poesía que cantaban, en palacios, villas y aldeas, por las rutas septentrionales de la Península que desembocaban en Campus Stellae, el Campo de las Estrellas, Santiago de Compostela.
Nace así la trova galaico-portuguesa, con cantores ilustres e inolvidables, en la rica tradición que va desde el siglo XII hasta los albores del siglo XV, expresada por medio de las cantigas, en sus tres vertientes o modos: de Amor, de Amigo y de Escarnio o Maldecir.
Más que simples entretenimientos de la nobleza palaciega, o solaz de hidalgos, villanos y campesinos, las cantigas constituyeron cauce vivo de la cultura de su tiempo, a través de cuyas vías los seres humanos daban a conocer su cosmogonía, su visión del mundo y de sus semejantes, sus anhelos e inquietudes sociales, sus esperanzas de encontrar algún día el pájaro azul de la felicidad.
La poesía, que era siempre cantada, en inseparable simbiosis con la música, proveía de un medio dinámico y vario para expresarse y entenderse, dentro de los estrechos márgenes de libertad de un tiempo en que la teocracia feudal constreñía, vigilaba y castigaba a los transgresores (pecadores) con miras a enrielarlos hacia la única salvación posible y necesaria: la escatológica, mientras los poderosos disfrutaban a sus anchas de los bienes de este mundo y aseguraban, con la cruz y la espada, las prerrogativas del otro.
Pero los códigos del arte son capaces de eludir la garra del poder establecido, a través de un lenguaje de símbolos y alegorías, donde el humor suele transformarse en arma eficaz y comprensible para los desheredados, haciendo realidad el viejo refrán: «Debajo de mi manto al Rey mato».
El trovador, el juglar, el poeta, encarnarán la irreverencia, la burla posible y oportuna, para acceder a la catarsis social de la fiesta y de la plaza, de la cosecha y del beneficio laboral, como recompensas del sudor en los oficios, donde está permitido mofarse de los poderes y dar rienda suelta a los deseos de la humana condición, mediante las formas del sentimiento, la alegría, la cólera, el humor, la tragedia y el placer.
Hay creadores que permanecen, cuyos antiguos versos todavía se cantan hoy, como Paio Soares, Don Denís, Airas Nunes, Mendinho y Martín Códax.
En Chile contamos con Eduardo Peralta, nuestro «perfecto trovador», heredero pertinaz y entusiasta de aquella tradición secular. Discípulo de Georges Brassens y émulo distintivo en la interpretación musical de la mejor poesía chilena e hispanoamericana, Eduardo ha recorrido diversos escenarios de nuestro continente y de Europa, llevando aquellas voces en su guitarra transeúnte.
Asimismo, con esas cuerdas ha recitado sus propias composiciones, en las que combina el humor, la ironía y la crítica ideológica, con acertados componentes líricos y un notable dominio del lenguaje. Recordamos que en el año 2004 cantó, junto a Amancio Prada, en el Centro Cultural de España, de la capital de Chile.
En el Mesón Nerudiano, taberna ubicada en el centro bohemio de nuestro Santiago del Último Reino, Eduardo Peralta articuló un singular encuentro, el lunes 13 de julio 2015, bajo el lema «Homenaje a Rosalía en su Cientro Treinta Aniversario», con la participación del cantautor chileno, músico y gaitero, José María Moure, y este escriba, fiel a sus amores y a sus raíces, que se refirió a la vida y obra de Rosalía y a su propia experiencia en torno a la poeta universal gallega, ligando su estro poético con el de Gabriela Mistral, la excelsa poeta chilena, Premio Nobel de Literatura en 1945.
Luego, el 20 de febrero de 2024, y en idéntico recinto, Eduardo Peralta ofreció a los presentes un manojo de poemas rosalianos, a través de su canto y de su guitarra de eximio trovador, acompañado de José María Moure, quien interpretó algunas de sus propias canciones e hizo vibrar la nostalgia de su gaita en la calurosa noche veraniega de Santiago del Nuevo Extremo, encendida, asimismo, con el fuego propiciatorio de la música y de la poesía.
Al otro lado del mar, escuchamos la perenne exhortación de Federico García Lorca:
—¡Érguete Rosalía, que xa cantan os galos do día!
Rosalía renace en nosotros, y en los hijos de nuestros hijos, porque desde el arte «todos los tiempos viven en la semilla».
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Edmundo Moure Rojas (1941) es un escritor, poeta y cronista, que asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano.
Además fue el gestor y el fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (Usach), casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Sus últimos títulos puestos en circulación son el volumen de crónicas Memorias transeúntes y la novela Dos vidas para Micaela.
Imagen destacada: Escultura de Rosalía de Castro en Padrón, Galicia (España).