En la serie de imágenes poéticas que la autora Joan Villanueva construye sobre ella, es más cuerpo y acción que expresión: clava las uñas en el teclado y mástil, toca los tropos sin consentimiento, se adentra por un píxel hacia sí misma, donde se reconoce como otra.
Por Montserrat Fernández Murillo
Publicado el 2.4.2024
Con la lectura Calzar la sombra de Joan Villanueva (1992) he asistido al surgimiento de una voz poética que se sabe escritora y escritura; sí, es una voz que se construye desde el pronombre ella con el que se desdobla, duplica y multiplica.
Esto no es gratuito, porque suscita un reconocimiento erótico del cuerpo-mujer, que está íntimamente fusionado con la idea del poema como territorio de gozo o placer. Cuatro estancias tiene esta voz: Las sirenas, Calzar la sombra, Taki Onkoy y finalmente, Archivo corrupto. Estas estancias son presentadas como secciones del poemario.
Así, En la estancia de las sirenas, se activa como sentido inmanente de estos seres mitológicos el canto como atracción y rapto (queda latente también el sentido de muerte). El poemario comienza con una voz que (d)escribe (y al hacerlo tacha y corrige y busca la palabra exacta) a otra en preámbulo de escribir: «sobre la hoja blanca/ un especulo de tu degradación/ un temblor de tu cuerpo que asiste al amarre/ en propulsión hacia el vocativo».
Esta voz, en la serie de imágenes poéticas que se construye sobre ella, es más cuerpo y acción que expresión: clava las uñas en el teclado y mástil, toca los tropos sin consentimiento, se adentra por un píxel hacia sí misma, donde se reconoce como otra.
Podríamos pensar entonces que el yo poético se observa a sí misma en la acción de escribir y se permite un secuestro de la escritura. Este secuestro se inicia con mensajes impresos que abren el mundo de lo onírico, pero sobre todo el mundo de un nosotras (sí, en femenino), en tanto comunidad de yeguas o anfibias relegadas a otros mundos. Entonces, más que un secuestro, al parecer se atiende a un llamado.
Cuando se escucha este llamado, primero, se despierta la memoria, y con ella los recuerdos que marcan debilidades y habitan en los poros (son parte del cuerpo) y, luego, se despierta la voz poética en un nuevo mundo, un mundo interno, uno íntimo.
En este mundo, quien escribe es comunidad, es enjambre, jauría, bandada y manada como quieran llamarlo, es multiplicidad de voces, es un nosotras comprimido en un cuerpo que escribe; ahí se percibe el erotismo (piénsese el erotismo como recreación constante del placer, el erotismo desmonta la permanencia y el arraigo del cuerpo).
Quien escribe reconoce las voces que la habitan a través de una exploración de la piel como territorio y geología primera: «Escuchar puedes voces donde no hay nadie se supone/ de tus párpados detrás, bajo la piel de tu espalda/ ráscate/ búscate/ tócate/ introdúcete/ como en las esquinas de esta ciudad. // Los gemidos de ti chorrean/ una imagen con su lixiviado».
Ese vaivén de los extremos
En la segunda estancia, que nombra el poema, la voz poética comprende a las voces que habitan con ella, en ella, a través de ella.
De esta forma, esas voces piden el salto definitivo al terreno de la escritura, el espacio onírico (otra vez) es el que posibilita la aparición de la voz en el otro lado, la otra orilla (la de la escritura), más hay duda y sospecha ante la entrega que exige la escritura: «temo que no des trazo a torcer/ que desconozcas mi territorio/ mi rematado lote en juicio/ que desconozcas/ el debería que es/ la tú que eres/ la yo que soy».
La pregunta se adueña del verso, quién, quiénes, cómo, por qué, son las anáforas que gobiernan. Ellas y esas siguen invocado, siguen atrayendo, pero se preguntan: ¿cómo podría atraparla? Amarrarla a este aquí, a este ahora y poseerla en esta corta urna, de tinta y de ceniza.
Así, la permanencia y el arraigo en el territorio del poema es la duda que se instala, pero no solo de quién escribe, sino de quien lee: cómo inyectar un poco de origen con estas manchas de tinta para salpicar a quien nos lee. De pronto, el verso entra en los cuerpos y ata y libera. Asistimos entonces, a ese vaivén de los extremos.
Los poemas Sin asunto, Lapsus y Hablación son, para mí, el clímax (el orgasmo múltiple) del territorio del poemario.
Primero se buscan palabras para insertar en los huecos y hacerlas bailar por las calles y como es costumbre en todo territorio del cono sur, se las deja borrachas y un poquito violadas, para que se levanten furiosas y comiencen su garabateo incesante: «¿Por qué tanta palabra suelta a la intemperie/ tanta grilla tipográfica tanta canaleta ancentral/ en esta situación de cuaderno borrador?».
Esta sección y estancia termina con una imagen metapoética que me ha conmovido tantísimo y que no quiero dejar pasar. La imagen nace ante la premisa «no vale preguntar ni decir qué es el poema» y sin embargo, el poema mismo lanza la siguiente definición: «El poema es una sirena de río abovedado que chilla: miren hasta dónde he vuelto, hasta dónde he llegado, mírenme un poco más y córtenme ya la lengua, para que pueda por fin, calzar la sombra».
Luego, este chillido en las aguas contenidas y encerradas, resuena en mí, acompañante del poema, como alarma; y me interpela porque el poema mismo exige reconocimiento y mutilación para no seguir transitando descalzo de la sombra. Solo me queda decirle (al poema) que pierda cuidado: lo he escuchado.
En la tercera estancia, Taki Onqoy (enfermedad de canto), el cuestionamiento y el movimiento de la multiplicidad de voces del poema embota la página hasta que el significante, específicamente el trazo del signo, se deshace, se contamina de manchas y tintas, de signos y azar, que cambian el papel por la pantalla y el archivo; las voces exigen la desaparición y el ahogamiento de ciertas frases. Estamos ante la mutilación del poema.
No es extraño, entonces, que la última estancia sea el Archivo corrupto, el archivo del que se ha desfasado la lógica y no se puede leer: he ahí el poema mismo.
Queda invitada la comunidad lectora a acercarse al poemario Calzar la sombra de Joan Villanueva; así, en minúscula se escribe si nombre, como el de la bell hooks.
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María Montserrat Fernández Murillo (1984) es licenciada en literatura y magíster en literatura latinoamericana de la Universidad Mayor de San Andrés (La Paz, Bolivia).
Ganadora del II Concurso de Poesía para Jóvenes Poetas Bolivianos de la Cámara Boliviana del Libro y la Fundación Pablo Neruda con el poemario Crisálida andina (2008). También ha publicado Warmi (2011), un poema extenso, y varios textos de crítica literaria en la colección La crítica y el poeta y en las revistas Nuestra América, El Zorro Antonio y Ciencia y Cultura.
Actualmente, es docente e investigadora universitaria.
Imagen destacada: Joan Villanueva.