“Andréi Rubliov”, de Andrei Tarkovski: El descenso a lo humano

La obra maestra que analizamos recién se pudo exhibir en el Festival de Cannes durante la versión de 1969, con mutilaciones -pese a las protestas del autor-, y lo más aberrante fue, que a pedido de las autoridades soviéticas, la presentación se tendría que hacer en la última jornada de la muestra y de madrugada, para asegurarse que no fuera vista por ningún jurado y a fin de que no recibiera ningún premio.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 6.6.2018

Generalmente se toma al término “creación” como un acto de elevación, de ascenso técnico, espiritual, intelectual… todo muchas veces entremezclado cuando se trata de arte. Y esto es así, porque se considera habitualmente que de una equivalencia de materiales, ascendemos a materiales inequivalentes, esto es: que valen distinto y que en su combinación generan alguna forma de arte. Así, del caos primigenio de una paleta de pintor, pongamos por caso, ascendemos a un cuadro completo como obra de arte. Sin embargo, en la creación opera en simultáneo otro camino, y es el sendero que atraviesa al creador: sus fortalezas y debilidades, sus angustias, sus goces y dolores, su historia como persona compleja, todo se ve atravesado por un proceso de degradación. Pensemos, como base, la creación en términos religiosos: desde las alturas de una divinidad de naturaleza espiritual, ésta -por un acto de generosidad y amor- desciende a lo material que nos constituye. En este sentido, entonces, la creación es una degradación, un descenso. ¿Y qué encontramos en lo más bajo? El barro… y en el barro distinguimos surgiendo a un Hombre, cuyo camino, a partir de ahora, será el del progresivo ascenso -y regreso- hasta la divinidad.

Resulta evidente que el modelo eidético platónico encaja en este camino hacia abajo y que atraviesa al artista. De esta manera, del mundo causal de las ideas (eidos), se genera el mundo en el que vivimos… Del mismo modo, cualquiera que haga alguna forma de arte, sabe que ésta comienza en alguna forma psicológica más o menos identificable: inspiración, ocurrencia, asombro… el resto será el trabajo de degradarlo a alguna forma material. Si vemos la paleta del pintor, veremos un camino de complejización que lleva al cuadro, pero si pudiéramos ver la psique de un artista, veremos el camino de formas abstractas en su complejo mental y ambiental, que descienden a lo material en el cuadro. ¿Y de qué nos habla la materialidad de la pintura acabada? De la idealidad perdida y de despertar una voluntad, un deseo, de regreso… algo parecido a la anamnesis platónica: el artista nos ayuda a recordar la espiritualidad perdida que vislumbramos en aquel momento de “visionamiento” no material, puramente psíquico…

 

Los tres Andréi

¿Cómo relacionar este introito con la obra de Andrei Tarkovski? A través de las historias que se cuentan en su “Andréi Rubliov” de 1966. Tarkovski había ganado el “León de Oro” en el festival de Venecia con su ópera prima: “La infancia de Iván” de 1962… Este premio descolocó a las autoridades soviéticas. No sólo porque era la primera vez que la Unión ganaba un premio de esta naturaleza (mucho más relevante en aquella época que hoy), sino porque se hablaba de los méritos de un hombre en particular y no de las virtudes del experimento colectivista ruso. Esta perspectiva compleja (para la limitada mentalidad soviética), terminó en la decisión de asignarle a Tarkovski un proyecto cinematográfico muy ambicioso: la creación de un verdadero coloso de la cinematografía como sería el film sobre el ícono de la pinturas de íconos -valga el juego de palabras-, como lo era el lejano, en el tiempo, Andréi Rubliov, pero siempre muy cercano al pueblo religioso ruso.

Para este proyecto, Tarkovski asoció como coguionista al tercer Andréi del grupo: Andréi Konchalovski, hermano del cineasta y actor Nikita Mijalkov (Konchalovski era su seudónimo). Dos años les llevó la concreción del vasto guión. El objetivo era conocer en profundidad la Rusia medieval bizantina de finales del s. XIII y comienzos del XIV, y con este estudio construir aquel escenario de distancias y neviscas, de violencias y ambiciones, todas desmedidas.

Cada detalle en la reconstrucción de época merecía un estudio especial, tanto de la indumentaria de nobles, guerreros y campesinos (a cargo de M. Abar-Baranovskaya) como de sus decorados, desde la más modesta isbá hasta la más ostentosa catedral ortodoxa (de parte de Sergei Voronkov). El trabajo de Yevgeni Chernyayev como director de arte sirvió de culmen a este trabajo que se encuadra entre las más perfectas (y para muchos, la más perfecta) reconstrucción de época hecha en el cine.

Pero había que filmarla y los recursos eran limitados. Luchando contra el tiempo y el progresivo abandono del proyecto por parte de las autoridades, el film fue terminado en apenas el 75 % del total que se pensaba filmar.

Resultó siempre curioso -por no decir ridículo- que el proyecto fuera aprobado y los fondos girados para hacer una película que, desde el comienzo, estaba totalmente a la vista que iba a estar alejada de la propaganda política destinada a la “exportación de la revolución”. Así, en el comienzo mismo, un campesino levanta vuelo en un precario globo de pieles para luego, simplemente, caer, en un gusto refinado por lo onírico y una puesta a punto del sesgo filosófico del director, preanunciando una distancia insalvable respecto del elemental deseo político.

La película fue exhibida en el festival de Cannes recién en 1969, con mutilaciones -pese a las protestas de Tarkovski-. Lo más aberrante es que, a pedido de las autoridades soviéticas, la presentación se tendría que hacer en la última jornada del festival y de madrugada para asegurarse que no fuera vista por ningún jurado y no recibiera ningún premio. Y se ordenó que, una vez acabada la película, la única copia fuera subida al primer avión de la Aeroflot que partiera hacia Moscú… sin embargo, un filántropo ignoto y avispado, se apresuró a sacar una copia clandestina y la película pudo verse de este lado del Muro a pesar de la censura impuesta. En cuanto a los rusos, prácticamente se les redujo el film de casi tres horas de duración a un insulso documental de unos 10 minutos. Situación que se revirtió cerca del final del régimen, con Tarkovski ya fallecido durante su exilio en París: la Política de la Glasnost o de la Transparencia, se iniciaría en materia de cine con la exhibición abierta al público de Andréi Rubliov, hecho que provocó larguísimas colas en los cines moscovitas.

 

El actor Ivan Lapikov en una escena de «Andréi Rublev» (1966), del realizador ruso Andrei Tarkovsky

 

El descenso a lo humano

No hay en esta película ni una nota en falso… hasta las ánades que cortan la toma cenital de la rapiña, en el capítulo “El asalto”, describen una curva estéticamente perfecta…

‘Bufón’, ‘Teófanes, el griego’, ‘Celebración’, ‘Día del Juicio’, ‘Asalto’, ‘Silencio’ y ‘La campana’ son los siete capítulos en los que se divide la obra. Esta división le permite a Tarkovski transitar el camino de descenso hacia lo humano que vive el pintor alejado de la burbuja de protección de su monasterio y su fe. Vagará entre experiencias que lo irán formando: la envidia, las orgías brujeriles, la estupidez… Y el más lúcido recurso cinematográfico -que será su sello en las cinco películas restantes-, es que el héroe nunca es abordado por dentro, sino que es delimitado por los acontecimientos exteriores. En efecto: Andréi Rubliov prácticamente nunca es el centro definido de la acción, sino que los hechos ocurren a su alrededor, decodificando la evolución de su comprensión del mundo: las adversidades, egoísmos y brutalidades lo van llevando a un progresivo alejamiento del mundo circunstancial para ir cayendo de lleno en el mundo real y más profundo de lo humano. Finalmente, en el penúltimo episodio hace voto de silencio y en silencio entra al último capítulo de su historia: “La campana”. Allí, asiste al trabajo de un muchacho que es contratado para hacer el vaciado en bronce de una monumental campana… pero el joven (Boriska, interpretado por un más crecido Nikolái Burliáyev -el niño de “La infancia de Iván”-)  se lanza a la aventura sin saber del todo el oficio: busca la arcilla del molde tras caer por un lodazal y comienza así el lento trabajo de vaciado y enfriado, hasta el momento de hacerla sonar… y sabiendo que si la campana no suena, todos serían decapitados… El enorme badajo comienza a ser balanceado por el capataz, ante la mirada del gran príncipe, autoridades religiosas, embajadores  y una multitud que se acercó al sitio para el acto. La tensión, la fuerza, la buscada belleza… todo gira alrededor de esas gruesas sogas y la mole de bronce que busca las paredes de la campana…

No vamos -como se dice ahora- a “spoilear” el final de la escena y del film, pero veremos a un Andréi Rubliov que rompe el voto de silencio junto al muchacho que yace sollozando en el barro. La elipsis resulta naturalmente alcanzada: el camino de creación de sí mismo que ha iniciado el pintor de íconos, ha llegado a ese “maestro de la arcilla” que también se constituye a sí mismo en la aventura de hacer la campana… y despierta -como Adán- al primer dolor, a pesar -o como consecuencia- del milagro hecho realidad, de su existir… Andréi Rubliov ha llegado a lo más bajo de la creación: la belleza material del Hombre: llorando como un bebé en el barro de la creación. Y allí, en la desolación vívida, lo invita a que comparta con él el camino de la creación: “Ven conmigo… Tú harás campanas y yo pintaré íconos…”. La creación se ha mostrado como degradación, el pintor ha llegado con el campanero al mismo barro para empezar el arduo trabajo ascendente hacia lo divino, por supuesto de la mano del arte.

Para cerrar nuestro comentario, recordaremos al propio Tarkovski diciendo de su cinta: «…es símbolo de la audacia, del sentido de la creación que exige al hombre la entrega de todo su ser. Volar antes que sea posible, fundir una campana sin saber hacerlo, o pintar un ícono. Todos estos actos exigen que, como premio a su trabajo de creación, el hombre muera, se disuelva en su obra, se entregue por entero…El artista no se pertenece a sí mismo. Su talento no es de él, es de Dios…».

 

 

Los actores Nikolay Burlyaev y Anatoliy Solonitsyn en un fotograma de «Andréi Rublev» (1966), de Andrei Tarkovski

 

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

Crédito de la imagen destacada: Afiche promocional en ruso del filme «Andréi Rublev» (1966), del cineasta ruso Andrei Tarkovski