[Ensayo] «Abel»: Una enriquecedora experiencia de inmersión artística

Tal y como lo indica su autor, el escritor italiano Alessandro Baricco, la lectura de esta novela, idealmente, debe hacerse de una manera lenta, pues su prendamiento estético y literario demanda atención, reflexión, la necesidad de parar y de ponderar cada frase.

Por Nicolás Poblete Pardo

Publicado el 14.11.2024

Abel, la última entrega de Alessandro Baricco (Turín, 1958) toma como pretexto el locus del western para desplegar una serie de arquetipos, verdaderos símbolos que actúan como agentes en nuestro proceso de individuación.

Desplazándose hacia la fantasía, hacia las zonas de la realidad que se pueden palpar como mágicas, la voz narrativa teje una trama que deambula temporalmente, cosiendo lugares físicos con sus representantes orgánicos. Esta es una historia conocida, remota. Su recurrencia es clara por boca de su protagonista, Abel: «Ya hemos estado donde nunca hemos estado, y, de hecho, para ser sinceros, venimos de allí».

Isaac, Lilith, David, Samuel, Joshua también hacen su aparición en las páginas de Abel. Aquí hay un universo bíblico que ameritaría una lectura adicional, comenzando por el mismo Abel y su protagónico rol como hijo de Adán, pastor y profeta.

El proceso de maduración para Abel es guiado por la figura del Maestro, central en la narración. A través de él Abel recibe la instrucción particular que moldea su vida, desde el aprendizaje manual, físico, hasta la sensibilidad que le permite observar el mundo con un prisma poético. De hecho, estas no son dos dimensiones, sino que forman un compuesto indisoluble.

Así, el Maestro le enseña que: «un hombre es un insecto, y dispararle, un acto artístico». El Maestro explica que: «el alma se alinea sin imprecisiones con el cañón de tu arma, y en ese instante percibirás como un aliento fugaz, o un lazo invisible, tendido entre tu corazón y el suyo. En ese momento, dispara, concluyó».

Con el Maestro leen a Platón y teorizan sobre su existencia: «Disparar es un modo de existir, un modo dramático y extraño. Descubrir que no estás a la altura, eso da miedo. En comparación, morir es pan comido».

A nadie se le ocurriría asociar el misticismo con el uso de un arma para matar y, sin embargo, «Místico» es el nombre que lleva el codiciado tiro: «Si desenfundas y utilizas las dos pistolas para acertar simultáneamente a dos blancos diferentes, a ese disparo se le llama ‘Místico'».

La explicación yace en: «la capacidad, casi sobrenatural, de fijar la mirada en un tercer punto, vacío, más o menos a medio camino entre los dos blancos, entregándose a una especie de mirada, que el Maestro se atrevía a comparar con la mirada de ciertos místicos. De ahí su nombre».

 

Referencias que dialogan con el relato y sus figuras

En este universo tan particular los roles mutan, fluyen, evadiendo las nociones burguesas de «normalidad» y los prejuicios, apuntando a tabúes para desconcertarlos.

Así, la madre, por ejemplo, se mete en su cama de modo animalesco: «De vez en cuando deslizaba una mano entre nuestras piernas, y no tenía miedo de tocarnos, y de reanimar nuestra sangre. Nos corríamos en sus manos, dispersando el semen sobre el heno tibio. Entonces nos besaba en la boca y volvía a acostarse con nuestro padre».

La madre es esa criatura primitiva y sabia, anclada orgánicamente a su tierra: «Mi madre es la mujer que se lanza dentro de la manada, es mi madre quien escoge, captura, doma, soy hijo de la mujer que lleva hasta casa a animales salvajes».

Con todo, la bruja es otro depósito simbólico que reafirma la atemporalidad en la que transcurre la novela, así como la recurrencia histórica de diversos arquetipos sobre los que caen estigmas: «Tengo cien años, diez, solo uno. Acabo de nacer, pero lo he olvidado». Una de las voces más fascinantes de Abel es esta original bruja, que aporta nuevos tintes a su canonizada figura.

En los segmentos finales de esta bella novela, en el capítulo «Antes de acabar en México», la voz narrativa ofrece una suerte de tesis que expone su estrategia. Uno encuentra el relato, dice, en momentos especiales: «Es un error esperar algo lineal, como instintivamente nos sentiríamos inclinados a hacer. Es más fácil que el relato de lo que has sido y lo que serás te salga al encuentro como una piel manchada de destellos: charcos dejados atrás por un huracán en fuga. Donde el cielo se refleja».

Ya en el desenlace de la novela se hace evidente el cambio de actitud que revela el aprendizaje ya internalizado en Miguel, su lugar en la tierra como una etapa más. Él asegura: «Disparo mejor aún desde que ya no disparo». Y, más adelante: «Muero porque he sido capaz de nacer». No por nada Abel lleva como subtítulo «Un western metafísico», idea que se subraya en las líneas finales: «Que este momento nunca me abandone, y se convierta en parte de mí, vida contra la muerte, sangre bajo la piel».

Una lectura que, idealmente, es lenta, pues demanda atención, reflexión, la necesidad de parar y ponderar cada frase. Como el mismo autor indica, la confección de esta novela fue concebida con un sinnúmero de referencias que dialogan con el relato y sus figuras, lo que resulta en una enriquecedora experiencia de inmersión artística.

 

 

 

 

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Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).

Ha publicado las novelas Dos cuerpos, Réplicas, Nuestros desechos, No me ignores, Cardumen, Si ellos vieran, Concepciones, Sinestesia, Dame pan y llámame perro, Subterfugio, Succión y Corral, además de los volúmenes de cuentos Frivolidades y Espectro familiar, la novela bilingüe En la isla/On the Island, y el conjunto de poemas Atisbos.

Traducciones de sus textos han aparecido en The Stinging Fly (Irlanda), ANMLY (EE.UU.), Alba (Alemania) y en la editorial Édicije Bozicevic (Croacia).

Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«Abel», de Alessandro Baricco (Editorial Anagrama, 2024)

 

 

 

 

Nicolás Poblete Pardo

 

 

Imagen destacada: Alessandro Baricco (por Begoña Rivas).