[Crónica] Mis enemigos van a tener que apurarse

En el Buenos Aires de la década de 1950, el teléfono de los Borges sonaba con frecuencia, en horas intempestivas, para transmitir insultos al maestro porteño y amenazarlo de muerte, pero una noche en la cual Georgie se había retirado a descansar, en la doble tiniebla del reposo, doña Leonor Acevedo, su madre ya octogenaria (como yo ahora), contestó el aparato negro.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 28.1.2025

Pasados los 80 febreros de vida —hoy 84— me congratulé por no tener enemigos, aun descartando la máxima, no sé si de Bernard Shaw —excúsenme si yerro— que dice: «un hombre de valía se conoce por la envergadura de sus enemigos».

No me calza, pues, ni siquiera teniendo en cuenta los pugilatos de la juventud y el porte o peso de los contenedores que me derribaron o que hice besar la lona, cuya enemistad no pasó más allá de las fronteras del ring o de las baldosas de la vereda de enfrente. Ni siquiera guardo rencor a ciertos oponentes en lides de amorosas conquistas, menos cuando los veo envejecer aceleradamente, después de haber perpetrado traiciones o intentos de secuestro.

En el mundo literario tampoco tuve enemigos, obviando la endémica maledicencia de nuestra fauna pendolista y uno que otro ignaro impertinente, en estado hiper etílico, que me criticó sin haber leído una de mis carillas o me acusó de «adjetivador barroco», como lo hiciera cierto librero en funciones de evaluador literario a soldada.

Hasta aquí, íbamos bien, pero en los días de la peste Covid 19, a raíz de opiniones mías vertidas sobre el manejo de la pandemia durante la administración del Plutócrata impune, donde me referí a un conocido ciudadano amarillo, entusiasta entrevistador mercurial de lo más granado de la reacción criolla, surgió una voz destemplada desde las redes «antisociales», profiriendo denuestos e insultos de ruin jaez en mi contra; alguien que yo no conocía «ni en pelea de perros».

Eran días calientes y los ánimos se alteraban con facilidad. Respondí al burdo ataque descalificador, dentro del ámbito literario, a través de una crónica de cumplida refutación. Enseguida, quise acercarme al gratuito ofensor, en gesto de apaciguamiento y buena voluntad, lo que va mejor con mi carácter que los entreveros odiosos y violentos. Mi actitud pareció agitar aún más la intempestiva y ridícula inquina del jovenzuelo.

Me equivoqué, olvidando el consejo bíblico de las margaritas. Error imperdonable en un veterano del 60. Así, esta equivocación tuvo, mal que me pese, un matiz de indignidad, de rebajamiento frente a un individuo tan mediocre como altanero.

 

«Aún me queda este para seguir escribiendo»

Uno de mis escritores favoritos, Ramón María del Valle Inclán Peña y Montenegro, el célebre Marqués de Bradomín de los cafés madrileños, nacido en Vilanova de Arousa, Galicia, se granjeó numerosos enemigos en virtud de su pluma y verba cáusticas. No tuvo pelos en la lengua para zaherir a sus rivales literarios y también a quienes no alcanzaban a serlo, en un terreno de calidad estética.

En tales lances del verbo filoso pudo haber perdido la vida, aunque sólo perdió un brazo a manos del escritor Manuel Bueno, a quien Valle-Inclán había ofendido mediante un artículo de crítica literaria donde le ninguneaba. Esto del miembro izquierdo ocurrió a fines de noviembre de 1899, en el Café de La Montaña, donde el insigne escritor de la Generación del 98 encabezaba una diaria tertulia entre pares.

Así, el corpulento Manuel, paisano de don Ramón, le acometió con un pesado bastón, quebrándole el brazo en varias fracturas, a la altura de la muñeca, incrustándole un gemelo, hecho que le produjo fatal gangrena. Semanas más tarde, ambos escritores volvieron a encontrarse en el café. Don Ramón le espetó, alzando el brazo derecho:

—Aún me queda este para seguir escribiendo.

Cuento pues, sin haber perdido nada de mi recia humanidad, para lo que me resta de vida, con un impensado enemigo, lo que me lleva también a recordar el conocido cuento de Borges, en cuyo decurso el narrador aguarda la llegada del misterioso enemigo, mientras oye sus pasos nocturnales y le siente cada vez más cerca, subiendo las escaleras hacia su cuarto, traspasando el umbral y acercándose al lecho con el arma presta para asesinarlo.

Entonces, el narrador, es decir Borges, recurre a la mejor defensa posible: despierta. Vigilia, imaginación, sueño dentro del sueño y desenlace perfecto.

Borges se granjeó muchos enemigos, sobre todo entre los coléricos peronistas. Habló de Juan Domingo Perón diciendo: «Alguien que alienta para sí mismo la atroz frase: ‘Perón, Perón, qué grande sos’, es un pobre tipo».

Luego de ser vilmente defenestrado de su cargo de director de la Biblioteca Nacional Argentina, recrudecieron contra él los ataques y amenazas de los descamisados; en esto también se expresaba el odio mostrenco y aldeano a la cultura, a la erudición y al genio creativo, valores que el autor de El aleph encarnaba en propiedad.

También puede entenderse como el malestar del burócrata enchufado ante el humilde ciego de Palermo.

 

Las veleidosas musas de mayo

En la década del 50, el teléfono de los Borges Acevedo sonaba con frecuencia, en horas intempestivas, para transmitir insultos al maestro bonaerense y amenazarlo de muerte. Una noche en que Jorge Luis se había retirado a descansar, en la doble tiniebla del reposo, doña Leonor Acevedo, su madre ya octogenaria (como yo ahora), contestó el aparato negro. Al otro lado una voz agria y enronquecida preguntó:

—¿Es la casa de Borges?

—Sí, diga.

—Avísele que vamos a matarlo.

Doña Leonor no se arredró:

—Van a tener que apurarse, porque Jorge Luis está bastante mal de salud.

El humor, si no puede salvarnos de agresiones destempladas, sí puede paliar las miserias de la vida y aun aliviar sus odiosas contingencias.

Tentado estoy de recomendar, a los moradores de mi modesta casa que, en caso de alguna llamada de mi patético enemigo virtual o de otro desapoderado, respondan:

—Edmundo Moure ha muerto, le herían con palabras soeces, le perseguían burócratas eficaces y acreedores implacables; son testigos los poetas menores y las veleidosas musas de mayo.

 

 

 

 

 

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Edmundo Moure Rojas (1941), escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.

En la actualidad ejerce como el director titular y responsable de Unión del Sur Editores.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Jorge Luis Borges.