En el estreno del sexto título lírico de la temporada 2017, ejecutado sobre el principal escenario del país, el Diario «Cine y Literatura» pudo constatar que la propuesta artística del régie argentino Hugo de Ana, fue la que se impuso y consolidó dentro de los distintos elementos teatrales que conformaron la presentación del elenco internacional, el cual fue liderado vocalmente por el tenor coreano Alfred Kim, y por la soprano rumana Cellia Costea.
Por Jorge Sabaj Véliz
Publicado el 7.11.2017
La función de estreno del último título de la temporada de ópera 2017, del Teatro Municipal de Santiago, la celebérrima «Aída», (1870-1871) del compositor italiano Giuseppe Verdi (Busseto, 1813 – Milán, 1901), se escenificó el último sábado 4 de noviembre, arriba del histórico proscenio de la calle Agustinas.
Compuesta a la edad de 57 años fue antecedida por «Don Carlos», de 1967 y precedida por «Otello», de 1887, ambas obras de carácter histórico y basadas en dramas literarios que conforman el último período, de madurez, del artista. Comparten su monumentalidad y rica ambientación. El libreto estuvo a cargo de Antonio Ghislanzoni, inspirado en la versión francesa de Camille du Locle, en torno a la historia propuesta por el egiptólogo francés Auguste Mariette.
La dirección musical fue de Francisco Rettig, en tanto la régie, escenografía, vestuario e iluminación estuvieron a cargo de Hugo de Ana; la coreografía quedó en las manos (y en los pies) de Leda Lojodice. Los tres le imprimieron su visión particular a esta versión de la ópera.
Sin embargo, en definitiva, fue la propuesta artística de Hugo de Ana la que se impuso y consolidó, dándole sentido, progresión y sustento emocional y estético al drama de Verdi. Su montaje extremadamente sensorial se amplificó por el correcto uso de los colores blanco-plateado, amarillo, verde y rojo tanto del vestuario, la iluminación, los objetos mismos (como las armas plateadas de los guardias) que en conjunto caracterizaron cada escena y acto de la función.
Es así como el uso de amplias telas que combinaban con el vestuario y la iluminación, haciendo referencia a la cultura árabe, sumaban una nota de sensualidad a los personajes. Esta visión renacentista, con cuerpos musculosos y fuertes, hacía recordar el arte de un Botticelli o de un Miguel Ángel, quienes pintaron cuerpos redondeados, musculosos y bellos. El limitado tamaño del escenario se vio amplificado por el inteligente uso de espejos tanto en el fondo del escenario, como a los costados o sobre la plataforma que se elevaba desde el piso y que otorgaban distintos niveles de profundidad a las escenas y múltiples perspectivas. Pudiendo apreciar al mismo tiempo elementos que nos estaban visibles sobre el escenario mismo así como el movimiento de los personajes desde ópticas diversas y simultáneas.
La coreografía estuvo entregada a un cuerpo de bailarines especialmente designados para la obra. Estos aportaron belleza, sensualidad, armonía y fuerza a los personajes y llenaron los espacios orquestales que Verdi compuso especialmente para el lucimiento de estos elementos externos. En este sentido tal vez el único problema se produjo en la escena de las danzas en honor al ejército egipcio, la marcha triunfal, en donde el elenco masculino de baile con su vestuario metálico y lleno de accesorios provocó un contraste sonoro que desdibujo la marcialidad y brillo de las “trompetas de Aída” o “trompetas tebanas o egipcias”. Tal vez una coreografía menos expresiva, evitando los constantes saltos y aterrizajes en el piso del cuerpo de baile masculino, no le hubiese restado protagonismo a la monumentalidad de la música.
La dirección musical cumplió con impulsar la obra hacia adelante y acompañar adecuadamente tanto a los solistas (permitiendo el lucimiento personal en las arias de Radamés y Aída) como a los dúos, tríos y ensambles, incluido el coro. Los momentos más conflictivos estuvieron relacionados con una incorrecta graduación del volumen o dinámica de la orquesta. La marcha triunfal y las escenas de ensamble con el coro y solistas requerían una presencia más definida y concreta de la orquesta. También hubo pequeños contratiempos en los tríos y algunos dúos en cuanto a determinadas entradas o cambios de ritmo, que evidentemente se solucionaran con el correr de las funciones.
Los principales roles solistas de Aída, Radamés, Amneris y Amonasro tuvieron en común: a) La correcta elección de las voces, b) El afiatamiento en los dúos, tríos y cuartetos, c) La completa entrega a la visión de la dirección de escena, d) La inteligente, profesional y contenida interpretación dramática. En este sentido no hubo un personaje que se “robara la película” en cuanto a carisma o dramatismo, más bien hubo un equilibrio y complemento perfecto entre los solistas.
El Radamés de Alfred Kim exhibió sobre todo una solidez conmovedora a lo largo de toda la obra, comenzando por la difícil aria de apertura “Celeste Aída”, en donde pudo apreciarse en toda su extensión el volumen, el fiato y el bello timbre lleno de armónicos de un tenor lírico-spinto, llenando cada rincón del teatro con su potencia vocal. Esta se mantuvo en los dúos con Aída hasta el último aliento con un agudo marcadísimo y eterno. Tal vez faltaría añadir a ese caudal cierto grado de expresividad lírica en el piano y mezzo piano y una dicción más “latina” del italiano.
La soprano rumana Cellia Costea nos mostró a una Aída bastante sufrida durante toda la obra limitando dramáticamente a su personaje. En lo vocal lució una voz dúctil de soprano lírica con generoso volumen, capaz de graduar efectivamente los pianísimos a unos fortes que no desentonaron junto al metálico Radamés. Se notó un acabado estudio tanto de la psicología del personaje como de los movimientos escénicos. Fue una eficaz acompañante en dúos y tríos para el resto de los solistas. La voz lució joven, pura y con plenitud de color en toda la emisión del registro.
La Amneris de la mezzosoprano rusa Marina Prudenskaya sufrió altibajos a lo largo de la obra. Se notó incómoda en la emisión en los primeros actos y luego del intermedio tuvo un cambio positivo para concluir de gran forma. El registro se mostró muy timbrado y rico en la zona media, sin embargo perdía efectividad en las notas más graves, así como solidez en los agudos, los cuales sonaban mejor en las escenas solistas más que con los conjuntos. Su presencia escénica fue atractiva, de movimientos femeninos y correctos, nunca se extralimitó. Amonasro en la piel del barítono Vitaly Bilyy también tuvo un comienzo dubitativo, con movimientos algo torpes y mecánicos en su primera aparición, tal vez provocados por los nervios. Luego se soltó, tanto vocal como dramáticamente, aportando una voz de bajo barítono de gran belleza y caudal sonoro, que se complementó perfectamente en los dúos y tríos con la soprano y el tenor.
El Ramfis de In-Sung Sim nos mostró una voz de bajo plena pero con mucho potencial de desarrollo. Sorteó cada una de sus apariciones con una solidez vocal de bello timbre e importante volumen. Supo dar a su voz el carácter ceremonial que caracterizaba al personaje, mostrando su timbre cuando la música lo exigía y complementándolo con una actuación pulcra y contenida, de escasos pero efectivos movimientos.
El Rey de Egipto, de Pavel Chervinsky, al contrario, no supo infundirle la importancia y gravedad que requería el Rey en sus escasas pero importantes apariciones.Tal vez la elección fue conscientemente exhibir una voz envejecida, sin embargo, el resultado artístico no fue efectivo. La voz se escuchó excesivamente gastada y como en sordina, opacada fácilmente por la orquesta.
Entre los demás comprimarios destacó la bella voz del tenor chileno Rony Ancavil, quien supo marcar presencia desde la primera nota de su aparición con un timbre que no escatimaba potencia y volumen. Es de esperar que su desarrollo nacional e internacional nos permita disfrutar de un futuro protagónico tenor lírico chileno.
Por su parte, el coro lució altamente efectivo en las escenas de conjunto. En especial la cuerda femenina que, ubicada al frente del escenario con bellas túnicas blancas y coronas en el cabello, nos envolvió con su potencia y armónicos en perfecto equilibrio de sopranos, contraltos y mezzos. Los barítonos y bajos supieron dar el tono en sus entradas marcando la base del bajo en el elenco. Los tenores fueron eficaces aunque un tanto disparejos a la hora de dividirse entre primeros y segundos, donde faltó un fondo de energía y presencia.
Crédito de las fotografías: Carlos Candia, del Municipal de Santiago, Ópera Nacional de Chile