“Amarcord”, de Federico Fellini: La película de las mitades

En este largometraje de ficción -que data de 1973- y fuera de su imaginario diegético (inventado), el Hombre expuesto a su desnuda realidad es más que un héroe de tragedia, es un patético actor, un saltimbanqui barato en una comedia de equivocaciones: nunca podrá dar con su media naranja -los separa el deseo- y así oscila entre el pánico y la indiferencia en medio de un vodevil inacabable que la obra representa de una forma inolvidable, y quizás por ello podríamos comenzar su análisis estético y audiovisual con esta sentencia enunciada por el propio realizador: “No hay final. No hay principio. Es sólo la infinita pasión de la vida».

Por Horacio Ramírez

Publicado el 8.8.2018

 

Introito ecológico

En cierta oportunidad iba yo al encuentro de un político que visitaba nuestro balneario, para hacerle una nota para un diario local. Los alrededores por donde vivo son de puro campo abierto, de modo que podía ver a lo lejos cómo una furibunda tormenta eléctrica se abatía arrebatada sobre un indefenso pueblito en la distancia: nubes negras, relámpagos, rayos y la languidez del agua cayendo, oscura, rojiza, siniestra… todo esto, mientras el sol iba desapareciendo en el horizonte, de modo que el efecto visual era realmente impactante, con los haces de luz solar invadiendo el cielo despejado sobre mí, desde una distante raíz hecha de la más negra y violenta tormenta… En eso, veo en un alambrado posada una calandria -del mismo género que la tenca chilena- que entonaba sus melodías… y enseguida pensé: “…pobre… por no tener un ‘yo’, éste animal se está perdiendo de ver y entender este hermoso atardecer…”, pero luego caí, rápidamente, en la cuenta de que ella era ese hermoso atardecer, de que formaba parte de él. Me di cuenta de que ella no se lo perdía sino que lo constituía, y que, en verdad, el único que se lo estaba perdiendo en su plenitud, era precisamente yo… La disociación entre el ‘yo’ y el medio nos ponía, a la calandria y a mí, en el centro de este particular intríngulis: si reconozco la belleza del evento, debo dejar de pertenecer a él para tomar distancia y verlo desde el atalaya de ‘yo’; si pertenezco a él -como la calandria- nunca me voy a dar cuenta de la belleza del evento porque no habría un ‘yo’ que dé, precisamente, cuenta de tal evento…

Disociaciones, diferenciaciones, distinciones… “Para generar más información en los sistemas”, tal la respuesta que se suele dar a la pregunta ¿Por qué la vida eligió fragmentarse en unidades discontinuas y en dos sexos pudiendo muy bien ser un protoplasma único e indiferenciado extendido sobre todo el planeta? Las múltiples formas biológicas  y la sexualidad generan información extra: el material genético se reconoce a sí mismo durante la fecundación y al reunirse en una nueva unidad -la cigota-, se dice que la vida se anoticia sobre su propia existencia una y otra vez. Y en este proceso de replicación, y como en todos los órdenes de organización del Universo, los toques de imperfección siempre generan riqueza… En efecto: a cada imperfección en la replicación hay una chance de mayor diversidad e información del mundo cayendo sobre él, como es el caso de la evolución. Así, entendiendo a la vida como una forma de organización del planeta sobre sí mismo -lo que resulta en que la Tierra misma debe ser considerado un planeta vivo-, hace que el mundo se informe sobre sus estados y circunstancias desde las diversas perspectivas del águila, de la ameba, del dinosaurio, desde el opaco metabolismo de un árbol o desde el psiquismo de un Hombre… La vida es un abismo sobre sí misma y siempre busca arrojarse sobre sí misma para poder mantenerse al tanto de los cambios a su alrededor: el entorno se modifica con la presencia del organismo, y éste debe ajustarse al cambio del entorno, lo que lleva a ese entorno a un nuevo reajuste y así sucesivamente… Tal es, también, el problema de la disociación entre la función autoconsciente  de nuestro psiquismo y el medio que nos rodea.

Esta perspectiva árida del asunto, tiene su contraparte más amable en aquellas manifestaciones humanas que buscan la integración. Naturalmente, lo que llamamos amor, así en general, en el sentido incluso teológico del término, es la búsqueda de la unidad perdida en la disociación entre el Hombre y su medio natural… entre el ‘yo’ y su integración perdida. El tema del Hombre habrá sido siempre, entonces, la unidad perdida y su búsqueda.

Habíamos dicho en otra parte que las tres metáforas fundamentales que cruzan al ser humano son el camino, el laberinto y el naufragio…  y estas tres metáforas de lo existencial nacen, justamente, por ser esos nuestros perpetuos tres derroteros de búsqueda.

Los caminos, los vínculos, pueden enredarse, pueden perdernos y aislarnos pero son el único recurso con el que contamos para ese regreso a la totalidad perdida. Doctrinas religiosas, filosóficas y esotéricas de Oriente y Occidente han trabajado la idea del regreso a la presencia de la unidad. Las posturas han pendulado desde las extremo orientales, que buscan la negación lisa y llana del ‘yo’, hasta las del Cercano Oriente que son la que predominan en nuestros paisajes mentales hasta hoy y que proponen la alterización del ‘yo’ en el consabido “amor al prójimo” que dispone al ‘yo’ instalado en el otro (y el del otro en uno) para que no perturbe el pensamiento y el sentimiento de cada cual, y que podamos, de esa manera, abrirnos sin egoísmos al mundo. Y es esta visión mediadora que no niega el ‘yo’ pero que lo disloca para que no estorbe, es la que ha preponderado en Occidente desde la aparición del cristianismo (con diversos antecedentes), y ha recibido un nombre de valor universal: Amor.

Es cierto que el amor ha aparecido de muchas formas diferentes en toda la Humanidad y en toda su historia: amor filtrado por el erotismo y la sexualidad, como en la teoría platónica del andrógino: dos mitades que se buscarán por siempre. El amor esotérico y misterioso como el de la oscura secta de Los Fieles del Amor, entre los que militaban Giovanni Bocaccio, Francesco Petrarca y Dante Alighieri, entre otros. Y finalmente el amor como motor, movimiento y cementante de todo el Universo… y es aquí, en este complejo de emociones y fuerzas espirituales, donde encontramos trabajando al arte y sus artistas…

 

La actriz Magali Noël en una escena de «Amarcord» (1973), de Federico Fellini

 

Amarcord: A la búsqueda de la unidad perdida

Motor, movimiento y cementante de lo espiritual en el Hombre, el arte -uno de tantos elementos que componen esta realidad estética y ética del Hombre- puede encontrar en el cine pocos ejemplos tan claros y centrales como el filme Amarcord, de Federico Fellini, que data de 1973.

Una historia de un año: de primavera a primavera, de comienzo a comienzo buscando el final inhallable en el final del otoño. Comenzar para poder terminar y expandirse a lo largo y a lo ancho de ese vasto sendero que es la vida. Vida que optó, entre otras cosas, por la sexualidad para poder amar.

En la pantalla afloran esas indefinidas pelusas que cada primavera anuncian no sólo la llegada de la primavera sino también una vorágine de personajes, historias y meras anécdotas que vuelven a la realidad de la vigilia en una realidad de sueños sin perder por ello el valor de realidad.

Amarcord, un “yo me acuerdo” del norte de Italia, de un pueblo que esconde el Rímini que recordaba Fellini en sus primeros apuntes para este guión de los años ‘60. Una sucesión más o menos inconexa de recuerdos (allí donde la realidad se vuelve misterio) que le da al film en su falta de coherencia tan delicada y sabiamente buscada, el encanto incomparable que le valió ganar el Oscar a la mejor película en idioma extranjero. Aunque Fellini fuera además de gran director, un gran guionista, Amarcord fue el primer encuentro, como coguionistas, entre Fellini y Tonino Guerra -quien guionara, 10 años después, el mediometraje Tempo di viaggio de Andrei Tarkovski-. En materia de actores, Fellini optó por la máscara de lo espontáneo, rodeándose de unos pocos actores de cierto renombre, como Magali Noël (la Gradisca) y Ciccio Ingrassia (Teo, el tío loco) y un nutrido y variopinto conjunto entre los que destaca, como extra, -lo mencionamos a modo de curiosidad- el cantante Eros Ramazzotti. Esa opción de actores le permitió que lo expuesto en el guión e imágenes fuera siempre exagerado, ridículo, dulcemente gracioso, burlesco, grotescamente reflexivo y que el conjunto tuviera un sonsonete a falsedad que buscaría más la belleza de lo íntimamente humano que la belleza realista estereotipada de aquello que “se supone que es”. Todo al amparo de la fotografía de Giuseppe Rotunno y la increíble, por bella, música de Nino Rota y su inmortal Amarcord con toda una retahíla de melodías -la mayoría del propio Rota-, alcanzando en conjunto la dimensión de un sueño imposible, de un anhelo sin objeto, de una flecha sin blanco, de una lágrima que no encuentra mejillas sobre las cuales rodar… no tanto porque algunas de esas escenas no se pudieran soñar, sino porque mientras los sueños están conformes consigo mismos en su propia integridad psicodinámica, el guión de Amarcord denuncia constantemente alguna clase de carencia que reclama, que “tira” de los hechos como lo hacía la causa final aristotélica. Y así como los cromosomas deben reencontrarse y reconocerse tras la separación para afianzar la vida, en Amarcord los personajes han sido todos segregados de la unidad natural de la existencia: amores juveniles que buscan en la complementación a través del sexo opuesto, la unidad que se presiente y cuya cesura duele. Se busca en la imaginación, en una dura estatua de piedra, en los rostros fantasmáticos de las nuevas prostitutas del pueblo que desfilan con sus bellezas inalcanzablemente ridículas. Duele la distancia a la que nos induce el amor en aquel baile onírico de los amigos frente al Hotel olvidado, lleno de tiempo vacío y leyendas románticas. Hasta el encuentro brutal entre los enormes pechos de la cigarrera (Maria Antonietta Beluzzi) y el adolescente Titta (Bruno Zanin), no es más que un ejercicio paroxístico estéril, el que a pesar de la tibieza de la piel es como abrazarse a una estatua del más frío mármol: es la unión imposible. El alimento imposible. El aliento imposible.

La mitad inalcanzable está en los ojos del ciego (Domenico Pertica) quien rechaza el espacio que no ve con su permanente mal humor, patadas y escupitajos contra los niños que lo atosigan, pero espacio al que llena con la melodía de su acordeón.

Está la mitad de la realidad presente en el paso por el pueblo de la carrera de las Mil Millas, la que tras la ensoñación de las poderosas máquinas que atraviesan como balas el cuerpo nocturno de las calles, deja como resultado un silencio más profundo que antes, una soledad y aislamiento más acentuados que antes… y una absurda oreja que aparece en medio de la calle.

Está la mitad de la realidad lejana, en el paso del Gran Rex, el poderoso y remoto transatlántico que trae la modernidad inalcanzable… tan inalcanzable, que Fellini dispuso a sus actores en pequeñas embarcaciones sobre un mar cubierto de plástico -inmovilizando al conjunto en el tiempo y  en el espacio- e hizo pasar un gran barco de cartón… porque esa mitad faltante es de cartón, es resuelta y deliberadamente falsa para reafirmar la quietud de un pueblo -de una condición humana- destinada a anhelar, a esperar, a ansiar sin poder alcanzar nunca nada… el deseo perpetuo que debe desear lo inalcanzable para poder seguir siendo deseo. Hasta el agrio ciego levanta sus lentes de ciego y pregunta al aire “…come è? …come è?”… ante el paso del gigante que atruena la oscura soledad con su vozarrón, sus luces de otras fiestas y sus chorros de agua como si de un gigantesco monstruo marino se tratara…
Los maravillosos profesores, disociando la que enseñan de lo que ocurre en la vida, tal como el abogado (Luigi Rossi), que quiere explicar la historia del pueblo atravesando la cuarta pared -la pantalla- ante las burlas secretas que se descuelgan de alguna ventana… un mundo donde nada puede ser tomado en serio… que nunca será algo completo y acabado.

Son asimismo, las mitades del amor, del sexo y la locura la Volpina, la bellísima Josiane Tanzilli, y Teo, el tío loco… mitades a quienes quiere reunir Titta en el único momento de sensatez de la larga, divertida y hermosa escena del día de campo, donde el loco, subido a un árbol reclama por la mitad perdida, tirando piedras al grito de “¡Voglio una donna..!”… Volpina también busca su mitad inaccesible, sola, perdida en la playa o confundida como un espectro pálido (como una loba asustada), en su rol de maníaca sexual, durante el ataque comunista en el que resulta valientemente abatido de un certero disparo fascista un fonógrafo que, durante un apagón, atronaba con la Internacional.

Es también la mitad de la libertad la que da el tirano, preanunciado por un humo negro en su salida y proponiendo un mundo de sexualidad plena, con un desfile fascista de varones con armas, y chicas con aros gimnásticos y donde se mixturan las ficciones románticas y heroicas -con un gigantesco Mussolini de flores que pronuncia el nombre del joven amante- , pero donde, cuando alguien amaga rebelarse, como el padre de Titta, Aurelio -Armando Brancia- es sometido a interrogatorio por la policía y casi monstruosos oficiales del régimen, mientras es torturado con aceite de ricino…

Quizás el único elemento de completud expuesto en la película sean, precisamente, los padres de Titta… pero la Muerte se lleva a Miranda -Pupella Maggio-, la mamá de Titta, demostrando que Ella, la Muerte, tiene siempre la última palabra (la que separa tajantemente esta vida de la desconocida en el más allá), cortando el vínculo físico y generando, de nuevo, la distancia como promesa que a veces se olvida que se cumple en forma indefectible.

Y si hay una mitad que encuentra su mitad, sobre el final del filme, es la Gradisca que acierta a encontrar a su romántico enamorado de uniforme… la apetecida por todos los jóvenes del pueblo por su legendario trasero, ha visto volverse realidad su sueño… las mitades se encontraron… pero eso dura muy poco: la pareja abandona al pueblo… debe abandonar el pueblo para que todo siga siendo la mitad de la vida y dejando al ciego tocando solo, pataleando rabioso y expandido en su música, mientras la fiesta se deshace y la realidad a medias sigue funcionando implacable en aquel pueblo de leyenda, siempre a mitad de camino de la vida…

En Amarcord y fuera de él, el Hombre expuesto a su desnuda realidad es más que un héroe de tragedia, un patético actor, un saltimbanqui barato en una comedia de equivocaciones: nunca podrá dar con su media naranja -los separa el deseo- y oscila entre el pánico y la indiferencia en medio de un vodevil inacabable que la película representa inolvidablemente… quizás por esto último podríamos cerrar con esta sentencia del propio Fellini: “No hay final. No hay principio. Es sólo la infinita pasión de la vida”…

 

 

 

Tráiler:

 

 

El poeta argentino Horacio Ramírez, redactor estable del Diario «Cine y Literatura»

 

Horacio Carlos Ramírez nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban. La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.