Quien firma fue un autor nacional de vasta trayectoria que recibió, entre otros, los premios Casa de las Américas, en Cuba, el Nacional de cuento, en México, y el de Novela Deportiva, en Colombia. En tres oportunidades, asimismo, fue galardonado con el Premio Municipal de Literatura de Santiago. Y es el creador, igualmente, de las tramas de «Cero a la izquierda» (1966), «Cambalache» (1968), «En este lugar sagrado» (1977), «Piano-bar de solitarios» (1981), «El hombre de la máscara de cuero» (1984), «Como si no muriera nadie» (1987), «Casi los ingleses de América» (1990), «La cola» (1999), «Este banco del parque» (2003), «El amor es un crimen» (2005). El presente texto, corresponde al fragmento de una ficción publicada en la capital de Chile, por Ceibo Ediciones, la postrera, la definitiva de su producción, en septiembre de 2016.
Por Poli Délano
Publicado el 27.09.2017
UNO
La máquina de afeitar abre un segundo tajo cerca de la oreja. Jorge piensa que fue una suerte encontrar una habitación con baño en esta casa tan cerca del Pedagógico. La señora Amelia tuvo la gentileza de invitarlo a compartir en familia unos bocadillos y un pedazo de torta el domingo anterior. Nora, que cumplía doce años, cantó “Vereda tropical”, bonita voz. Y linda chica, mirada transparente, verdosa, llena de curiosidad. Y una melenita castaño clara que su madre le teje en una sola trenza. El corazón de Jorge se sintió complacido, porque esa reunión le evocaba la calidez de las cocinas a leña, y lo hizo volver a su pueblo, vagar por sus calles sin pavimento, sentarse en el andén de la estación solitaria, respirar el olor a tierra mojada mientras giran las aspas del molino. Qué suerte tuve, se dice al momento de sentir el tercer tajo en el otro lado de la cara, bordeando el labio. Acaba de temblar bastante fuerte durante unos segundos. Quedarse quieto es lo más sabio cuando la tierra se estremece, su abuelo así decía. ¿Se debió acaso al sismo ese tercer corte? O a los tiritones de la propia mano. Un sol tímido ilumina con delicadeza el balcón que en primavera le permitirá estirar el brazo hasta las ramas del ciruelo, y deleitarse contemplando los cardenales y las calas del jardín. Otra alegría: la casa está cerca de las residencias de algunos amigos: Rubén Azócar, que fue su profesor cuando lo mandaron a estudiar al liceo de Victoria, Rolando Rinaldi, el “filósofo”, tipo de notable exuberancia para desplazarse por el mundo, y Manuel del Monte, compañero afable, risueño, que pese a ser un fanático del cuento, ha tenido buen ojo y voluntad para leer y comentar los poemas con que piensa armar su primer libro. Lástima que ya no sea vecino, se mudó al centro. Tampoco queda lejos la casa de Roberto, el compositor que conoció unos meses antes, nido acogedor para universitarios que olfatean por los caminos de la creación, se apasionan por la música, la pintura, la poesía, discuten y beben, ríen, se acaloran, igual que personajes de alguna novela. Despeja con agua la espuma del rostro, cruzado ahora de estrías rojas. De una de ellas se escurren gotas de sangre. Escucha dos golpes a la puerta.
-Don Jorge, mi mamá quiere saber si va a almorzar.
-No, linda –responde sin abrir-, los sábados y domingos no… Oye, Norita, no me llames “don Jorge”.
-¿Cómo entonces?
-Jorge nada más. O si quieres, invéntame un nombre.
*****
-Lo importante es contar, contar, ¡contar! –sentenció Rubén devolviéndole a Manuel el manuscrito de su cuento “La gitanuela”-. Contar, ¿me comprende? No explicar tanto, ni detenerse en digresiones, c o n t a r-. Ese “¿me comprende?” era su muletilla. Lo pronunciaba como si no se tratara de una pregunta sino de una enfática afirmación: “¡me comprende!”, mirando al interlocutor con el ceño fruncido y una expresión casi agresiva que a veces se diluía en una sonrisa tierna. En ciertas ocasiones la pregunta iba seguida de “¿O no entiende lo que le digo?”, como retando a duelo a su interlocutor. Los amigos cercanos decían que se trataba de un hábito desplazado desde la sala de clases a la vida cotidiana.
-Contar, contar –repitió Manuel en voz baja, guardándose su cuento en el bolsillo de la chaqueta. ¿Acaso lo que él hacía no era contar? Quizás el maestro no percibía las nuevas tendencias de la juventud. Qué diablos, le daría más vueltas a su texto, a ver si lograba entender mejor eso de “contar”. ¿Y “sugerir”? ¿No era esa la razón por la que les encantaban los cuentos de Hemingway?
A la amplia galería, o sala de estar, o estudio de trabajo, o taller de carpintería, o como se llamara el lugar donde conversaban, arrellanados cada uno en su poltrona, se asomó la señora Leontina. El almuerzo estaba servido.
-Cazuela de mariscos –anunció con regocijo el Cara de Hombre, como apodaban a Rubén sus colegas-. Regadita con un vino pipeño de Cauquenes, ¿me comprenden?
A Rolando le brillaron los ojos.
-¿De Cauquenes? –preguntó afirmando, como si no pudiera creer lo que escuchaba.
-Bebamos primero una copa –siguió Rubén-. Ya deben saber que no es bueno comer con el estómago vacío.
Volvieron a brillar los ojos de Rolando.
Rubén nunca estaba solo. Al almuerzo, además de su mujer, solían acompañarlo algunos alumnos, los hijos, un par de sobrinos, gente joven. Con el atardecer llegaba el turno de la vieja guardia: poetas, novelistas, bohemios de larga carrera, gargantas secas y bolsillos vacíos. La ley que llamaban “Maldita” había despojado de sus cargos a cientos de funcionarios públicos y profesores por razones políticas. Rubén no había sido excepción, pero cuando el Ministro firmó el decreto de exoneración, su prestigio docente rebasaba todo límite. Tras décadas practicando enseñanza, por todos lados aparecían ex–alumnos gustosos de tenderle una mano. Suerte que no lo hubieran relegado al puerto nortino de Pisagua, como hicieron con periodistas, dirigentes sindicales y profesores de distintas zonas del país.
Los tres gozadores de la cazuela marina habían disfrutado a Rubén como profesor. Jorge en el liceo de Victoria, antes de venirse a Santiago para postular a la universidad. Rolando, bastante tiempo atrás, en el Liceo Amunátegui. Y Manuel, durante unos pocos meses que se tragó en la Alianza Francesa.
La casa del Cara de Hombre se alzaba con modesta coquetería en la avenida Pedro de Valdivia, junto a una pequeña iglesia de campo, al sur del Estadio Nacional. Blancos muros, teja española, un solo piso. Por dentro faltaban terminaciones, capas de pintura y cierres en el cielo. Pero sobraban cuelgas de piures, cholgas y otros mariscos secos, frascos de cebollas en escabeche y fotografías de los palafitos chilotes. Era a todas luces un hogar, una puerta abierta, un corazón grande, como dicen en el sur.
Lo que unía a los tres huéspedes que levantaban el vaso de pipeño a la salud de Rubén y Leontina, era el Pedagógico y, además, la pasión de escribir. Rolando, el mayor, ya había publicado un libro de cuentos. La crítica lo destacaba como uno de los jóvenes interesantes de esa autodenominada “Generación del 50” que apenas parida se proclamaba partidaria de una literatura parricida y apolítica. Recién casado, en espera del segundo hijo. Ayudante de cátedra en el Departamento de Filosofía. Fornido, musculoso, rozagante, de cabello crespo y risa contagiosa. También los unían sus posturas ideológicas.
Jorge parecía muy delgado en esa chaqueta clara que le quedaba grande. Tez blanca, pálida, ojos profundos y casi siempre tristes. Ejemplar de un romanticismo maldito. Las muchachas lo miraban con ternura maternal, lo que fastidiaba a Priscilla. Poeta desde los quince años, antes de egresar del liceo. Sus profesores celebraban los versos melancólicos. “Láricos”, sentenció el Cara de Hombre.
-¿Láricos? –preguntó Manuel.
-De “lar”, “hogar”, ¿me comprende? –dijo Rubén-. Nostalgia de las cosas que poblaron la infancia. Trenes, bufandas, un fogón…
Manuel también había descubierto su vocación literaria antes de terminar el liceo. Supo a las claras que contar historias era lo suyo, inventar personajes, imaginar situaciones, escudriñar los motivos secretos del comportamiento de las personas. Y ponerlo todo al servicio de la causa mayor. Estudiaba Letras, pergeñaba sus primeros cuentos y el cine le parecía buena compañía: películas como “Ladrón de bicicletas” o “Milagro en Milán”, que además de entretener hacían pensar, le disparaban preguntas a la conciencia. El Cara de Hombre era uno de sus lectores, el más endiabladamente crítico.
Aunque estos tres compañeros se habían visto forzosamente en los jardines de la Facultad, o en la cafetería, o por los pasillos del edificio central, fue en casa de Roberto Falabella donde se fraguó la amistad una tarde de sábado. Ninguno tenía dinero para una botella de vino o una entrada a las películas francesas del cine Huérfanos. Fundaron entonces el Club de los Caballeros de la Bola Azul. Dos horas proponiendo, discutiendo y anotando las normas por las cuáles habría de regirse. Según el Artículo Primero, los Caballeros de la Bola Azul se reunirían los sábados con el objeto de comer, beber, charlar y divertirse de múltiples formas. Según el Artículo Dos, cualquier día de la semana se podía declarar día sábado. Y el Artículo Tres sentenciaba que para declarar cualquier día de la semana día sábado, bastaba con la voluntad y el voto de tan solo UN Caballero de la Bola Azul.
En su silla de ruedas, Falabella se retorcía de risa cuando le contaron. También el Cara de Hombre lanzó sus carcajadas al escuchar la historia, paladeando los sabores del mar.
-Hoy es domingo –dijo después de tres o cuatro copas de pipeño-, pero lo declaro solemnemente día sábado. Nicanor no quiso venir porque aquí se fuma demasiado, mucha humareda para sus bronquios asmáticos. Lástima, él se lo pierde. Me gustaría decirle cuánto me gustó su último libro, ¿lo conocen? Dará que hablar, acuérdense, me parece que es la reacción más desafiante al volcanismo nerudiano. El humor, el humor –agregó riendo-. ¿Cómo es posible que en materia de ojos, a tres metros un tipo no reconozca ni a su propia madre? ¿O que una reptilesca mujer no le quiera prestar la escobilla de dientes que él mismo le había regalado?
-Bueno, ¡salud!-.A las cinco de la tarde Jorge, limpiándose la boca con su servilleta de tela bordada, se levantó y dio las gracias, tenía cita con Priscilla. Leona, como la llamaba Rubén, se retiró a su habitación. Rolando y Manuel quedaron con el anfitrión conversando y bebiendo pipeño, hasta que empezaron a emerger desde el crepúsculo los amigos nocturnos del Cara de Hombre.
******
Jorge levantó el cuello de su chaquetón de cotelé beige y se protegió la boca con la imbatible bufanda burdeos que su madre le había tejido el invierno anterior. ¿Lloverá? ¿Será como la lluvia del sur? Caminó hacia Irarrázaval, a la parada del trolebús que lo llevaría hasta la calle donde entre castaños y ciruelos se ocultaba la pequeña casa que Priscilla compartía con su madre desde su retorno a Chile.
Una mañana él y Priscilla se habían cruzado en la Facultad. Flechazo inmediato y definitivo. Al verla surgir desde las gradas del pabellón de idiomas y caminar en dirección a la glorieta como una diosa griega, la imagen de Miriam y el residuo de angustias que padeció durante tantos meses se perdieron en el aire como una pompa de jabón. Priscilla morena, Priscilla delgada, Priscilla gitana… Priscilla de sonrisa plácida y mirada risueña.
Lo de padecer por Miriam no era metáfora. Ella le dolía en la piel, en las entrañas, en la respiración, hasta en la bufanda le dolía, le había dolido todo el tiempo, al comienzo porque no correspondía a sus avances y lo miraba con una irritante indiferencia, y más tarde, cuando fue cediendo y entregándose poco a poco, debido a que no se animaba a romper con ese pijecito cursilón que la había revolcado en su cabaña playera y con quién, por eso, estaba obligada a casarse. La sangre de Jorge ardía por todos lados, su inquietud no encontraba reposo, las noches le ahuyentaron el sueño asediando su mente con imágenes desoladoras, y en las mañanas acudía a clases atacado de bostezos, los ojos enrojecidos, muerto de aburrimiento. Iba para verla a ella, rubia, opulenta, entre sensual e inocente. Priscilla, en cambio, figura apenas grácil, pero una mirada que se hundía con la potencia de un taladro. Esa primera vez la siguió hasta la glorieta. La ninfa ocupó un escaño, se protegió del sol bajo las glicinas y abrió el libro que llevaba.
-Hola –dijo él desde el extremo del banco.
-Hola.
Segundo encuentro: un café en el casino del subterráneo. Y vino el tercero. Y el cuarto. Luego, el cine de los viernes en las funciones populares del Italia o el Rialto, tres películas por diez pesos. John Garfield –a veces gángster y otras boxeador- ahora es un violinista cuyas notas enamoran a Joan Crawford en “Humoresque”; Schumann y Brahms, Clara al medio, en “Ensueño”; Tyrone Power buscando atormentado las respuestas en “El filo de la navaja”; Humphrey Bogart, Kirk Douglas, Burt Lancaster, formidables tipos… y si acaso la película no era de las buenas, a conseguir asiento en la última fila y dedicar el tiempo a cosas mejores. Algunas tardes –salvo en época de frío- buscaban la complicidad de ciertos parajes solitarios que aguardaban acción, en las cercanías del campo deportivo. Priscilla se iba revelando igual que una fotografía. Antes de cumplir diecisiete años había vendido un óleo de Herrera Guevara heredado de su abuelo y otros objetos de colección para comprar un pasaje a Marsella en un vapor italiano. Partió deslumbrada por un actor de la compañía de Jean Louis Barrault a quien vio actuar en el viejo Teatro Municipal. Después de un desordenado año en una pieza del hotel de Madame Sauvage en el barrio latino, volvió a Santiago a enfrentar el bachillerato y estudiar Pedagogía en Francés. A Jorge le impresionaban sus vagancias por las riberas del Sena, y a menudo le pedía que hablara sobre los poetas malditos, especialmente Rimbaud. Priscilla los conocía bien. Formaban la pareja justa, pensaba él, habían nacido el uno para el otro, se entendían, se miraban con ternura y hacían otras cosas –más allá de mirarse- sin ninguna timidez.
Cuando llegó a la casita de Los Guindos, fue Priscilla quien le abrió la puerta. Beso largo en los labios, lenguas que se enredan.
-Te tengo dos sorpresas –dijo ella, tirándolo de la mano hacia el interior. Se sentaron en el sofá del living. Una pequeña estufa a parafina templaba el aire y desprendía un olorcillo poco amable. Sobre la mesa de centro, un par de copas y una botella de licor rojo, sin etiqueta. Jorge adivinó un guindado casero, como los de su pueblo.
-¿Y la otra? –preguntó.
Priscilla sirvió el licor, alzó la copa y brindó mirándolo a los ojos, como deben hacerlo los enamorados según Lucho, que siempre busca la manera de relacionar cualquier situación con la letra de algún tango.
-Salud-. Aguardiente endulzado con el néctar de la fruta.
-¿La otra sorpresa? –insistió Jorge.
-Mi mamá no regresará hasta pasadas las doce.
Esa noche, antes de que Jorge volviera a su “pensión”, mientras se despedían al amparo de otro brindis, hablaron de matrimonio.
Imagen destacada: Los actores Debra Winger y John Malkovich, en un fotograma del filme «The Sheltering Sky» (1990), del creador italiano Bernardo Bertolucci