En este segundo libro de la escritora chilena, la narradora, una estudiosa de la literatura y proyecto de escritora, encara la revelación de que su padre fue un torturador en el período de la Dictadura: uno de los más sádicos, un salvaje que violaba chicas y el cual llegaba a su casa a besar a su esposa e hijas, como si nada.
Por Carlos Crisóstomo
Publicado el 22.3.2019
Por la importancia que social y culturalmente se le da a la familia, es muy difícil enfrentar a los padres, es difícil liberarse del yugo que te predispuso los pasos. Es valiente romper con el vínculo cuando esa mujer o ese hombre, madre, padre, ambos —en el peor de los casos—, han hecho que parte de tu vida sea una mierda. Todavía es un poco tabú, pero hay situaciones límite como las que se exponen en esta novela.
En Antes del después, segundo libro de Montserrat Martorell (1988), Olimpia, narradora, estudiosa de la literatura, proyecto de escritora, encara la revelación de que su padre fue un torturador en el período de la dictadura, uno de los más sádicos, un salvaje que violaba chicas y llegaba a su casa a besar a su esposa e hijas. Uno como tantos de esa especie que abandonaron este mundo sin pagar. Porque el padre de Olimpia, Rodolfo Koppman, enferma de Alzheimer y queda impune, casi como un milagro lo afecta esa enfermedad, se ahorra las explicaciones y, con suerte, lo condenará su dios: “Nunca he sido un hombre bueno. Y no quiero, no me interesa serlo tampoco. Que cada quien juzgue lo que tenga que juzgar. ¿Y sabes quién tiene la última palabra en todo este asunto? El Dios de nosotros los creyentes” (45). Claro, que esas palabras vendrán del relato de su hija, de las invocaciones que tiene de un padre que siempre le pareció ejemplar, educado, guapo; ella, la benjamina, el concho, la regalona debe reconstruirlo, encontrar en su experiencia, en el detalle, la garra retráctil del monstruo.
Esta noticia es aún más complicada si consideramos que Olimpia es bipolar. Su manera de combatir los problemas ha sido con frecuencia la evasión. “Aprende a callar cuando hay que callar” (48), le dijo su padre una vez y ella fue demasiado dócil. Incluso, en algún momento se replantea si su enfermedad no será hereditaria, si es que su padre no tuvo la oportunidad de ser diagnosticado. No es tan textual pero se presiente la necesidad de justificación, de exculpar. Pero no puede seguir siendo una cómplice silenciosa, estimar como una de sus hermanas que “[n]inguna de esas personas que dicen haber sido víctimas eran blancas palomas, sino que terroristas que hoy intentan dar lástima” (58). No, ha leído lo suficiente, se jacta de esa capacidad, debe hallar una forma de sanar y para eso debe enterarse de la verdad en la voz de aquellas que la llevan como cicatriz, como dolorosas cicatrices que son alegoría y cuerpo, sobre todo cuerpo. Olimpia se dedica a visitar a las víctimas de las vejaciones de su padre, a escuchar crudos testimonios que le ratifican lo que es evidente y que le ayudan a decidir lo que ella elige para su vida, porque como le dice su hermano gay —que sufrió el desprecio de su progenitor— “el papá es un hijo de puta y nosotros sus hijos prestados” (70). Cada cual escoge su pertenencia, no hay obligación moral que nos ate a gente despreciable, así sean los que permitieron tu existencia.
Es significativo cuando Olimpia va a una marcha en rememoración de los detenidos desaparecidos. Es una imagen potente y, desde mi perspectiva, aquí debió acabar la novela. Un cierre que lo dijera todo sin decirlo, un acto simbólico que reemplazara al discurso, como los hijos de represores que en Argentina se reúnen para mostrar sus Historias Desobedientes, para acompañar y exigir juntos memoria, verdad y justicia.
En una escena en que Olimpia conversa con su hermano, recuerdan cuando ella era chica y quería replantar un árbol que sacarían del patio para dejarle espacio a otro. Él la trata de soñadora, ella responde que el jardinero le confesó que era posible (70). Es una bella y esperanzadora metáfora para el futuro. Elena, una amiga de Olimpia, le dice: “que la gente que hace daño, más daño se hace a sí mismo, más daño les hace a quienes le siguen en el árbol genealógico. De alguna manera los contaminan, los empobrecen, los matan” (52). Podemos pensar en el porvenir del árbol genealógico, en trasplantar lejos de casa, en desparasitar y fumigar para recibir los nuevos brotes y así la fruta no siga naciendo podrida —o transgénica, en la huerta de los privilegiados, de los gigantes egoístas.
Carlos Crisóstomo (Santiago, 1991). Licenciado en literatura de la Universidad Diego Portales, ha recibido el primer lugar en el 3° concurso de cuentos policiales de la PDI “Sitio del suceso”, 2016; el primer lugar en el concurso de cuentos «Santiago nocturno» organizado por la revista Cólera y el diario HoyxHoy, en 2016; y ha sido finalista del concurso de cuentos de la revista Paula 2017, en una compilación que fue editada y publicada por Alfaguara bajo el título Los huesos y otros cuentos.
Crédito de la imagen destacada: Vallejo & Co.