Uno de los grandes libros de las temporadas recientes fue la recopilación efectuada por el editor Gonzalo Contreras Loyola acerca de la obra periodística de ese animador cultural e intelectual de nuestras letras, desaparecido imprevistamente en 2006.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 4.6.2020
La belleza del verbo: es lo que nos ofrece Antonio Avaria, el interlocutor perpetuo, libro que recopila sus mejores crónicas y artículos de crítica literaria. Notable acierto editorial de Gonzalo Contreras, por intermedio de Pequeño Dios Editores, julio de 2015, obra financiada con el aporte del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Cabe destacar la generosa contribución de Julián Avaria–Eyzaguirre, hijo del autor, quien hizo posible esta magnífica edición póstuma.
En el prólogo de Miguel de Loyola se destacan los méritos literarios y las circunstancias vitales de ese agudo y fino escritor que fuera —que sigue siendo en la palabra imperecedera— Antonio Avaria, con quien compartimos inolvidables veladas en la Casa del Escritor, en la segunda mitad de la década de los 80, aún bajo los vientos aciagos de esa “larga noche de piedra” de la dictadura militar y empresarial «evopoliana» que nos sojuzgara durante casi veinte años, y que hoy amenaza con volver a imponer su peso de la oscuridad, gracias a la labor infatigable de la colectividad dirigida por Hernán Larraín Matte, en contra del castigado campo de la cultura nacional.
Apunta De Loyola: “Sorprenderá, desde luego, su lenguaje refinado, su pluma ágil y aguda, sus juicios temerarios y concluyentes, pero por sobre todo, la distancia de crítico virtuoso, capaz de mantener el equilibrio en la justa medida de las cosas. Señal inequívoca del hombre sabio que lejos de saberse dueño de la verdad, vive día a día buscándola. Si damos un breve paseo por su vida de escritor y crítico comprobaremos esa persistencia por hallarla. Una persistencia sin descanso, aun en medio de la enfermedad y la adversidad, aun en medio de la ingratitud y el desconcierto frente a quienes fueran sus compañeros de generación y de exilio. Aun así, siempre adelante, sin claudicar frente a su mayor pasión: los libros, la literatura, el arte”.
Hay que resaltar, a riesgo de ser majadero, esta penosa y mezquina actitud de sordera y omisión consciente que afecta a buena parte de los miembros de nuestra fauna literaria chilensis, sean o no colegiados, el total desparpajo con que se soslaya y olvida el quehacer de nuestros pares de oficio.
Desde el silencio ominoso por la obra de Gabriela Mistral (antes, la de Carlos Pezoa Véliz y otros), hasta nuestros días, advertimos esta enojosa práctica, que no solo se inflige a los creadores, sino también a editores, investigadores, compiladores y otros artífices de la ardua y espinosa gestión cultural. A menudo escuchamos a compañeros escritores, con desplante rayano en la incuria, que ellos no se dan el trabajo de leer autores chilenos, porque no vale la pena, pues están por debajo de la “buena literatura internacional”. Este aserto ramplón, por supuesto, no lo aplican a sus propias creaciones…
Volvamos a nuestro querido Interlocutor perpetuo, escucha perceptivo y hablante sagaz. El vasto apartado, bajo el título «Crítica», está subdividido en siete generaciones, a saber: 1842, 1912, 1927, 1938, 1950, las generaciones del 68 y 80. Además un capítulo sobre la «Novela exilio» y otro de «Escritores extranjeros». Como en cualquier antología o recopilación, no están todos los que son o pertenecen a los mentados grupos, pero sin duda son todos los que están. Hay un criterio de selección meritoria y también escogencias de gusto personal y otras quizá de oportunidad editora, pero todo ello matizado por la evidente sabiduría literaria de Antonio.
Para algunos autores, hubiésemos querido un espacio mayor. Si de gustos propios se trata, echo en falta una crónica sobre el grande y parco José Santos González Vera, recreador sutil de espacios míticos (Alhué); pero esta digresión, amable lector, no quita ni pone al hondo placer que nos depara el libro de Antonio Avaria, obra que debiera ser considerada indispensable en el estudio, tanto académico como autodidacta, es decir, extensivo a nuestros pares, acerca de la literatura chilena, en su breve pero rica historia; asimismo, la de señeros autores universales.
De los nuestros, de los hijos de esta isla angosta y alargada hasta el sur de sures, más parecida a una serpiente que a una espada, me solazo con los textos dedicados a Manuel Rojas, Marta Brunet, Carlos Droguett y José Donoso, a quienes dedica Antonio más páginas que otros coetáneos. Preferencias compartidas desde una sensibilidad que nos convoca al pródigo universo de la literatura.
Del gran novelista trashumante, nos dice:
“A lo largo de toda su obra, Manuel Rojas profesará a la mujer un enorme respeto, insólito y notable, pese a que consagrará capítulos de Mejor que el vino, por ejemplo, al mundo prostibulario. Su visión del amor y de la relación sexual es profundamente respetuosa, ajena totalmente a ese burdo machismo que hace nata en la literatura chilena e hispanoamericana, engordándolas.
“Por otra parte, la novela arriba mencionada, cuyo título es justamente una definición bíblica del amor, y que gira (el verbo es preciso, pues hay círculos y meandros) en torno a la vida amorosa adulta de Aniceto Hevia…, esquiva con delicadeza toda ocasión de tratamiento procaz… Con el esquema aproximado de la picaresca hispánica, en su tetralogía autobiográfica (Hijo de ladrón, Mejor que el vino, Sombras contra el muro y La oscura vida radiante) Rojas forja en verdad la más auténtica y completa novela de formación (o Bildungsroman, el género identificado con el Wilhelm Meister, de Goethe) de la literatura chilena”.
Detengámonos un instante en la página 405, bajo el subtítulo “Sobre la novela alemana actual”:
“No solo el mujerío: también la literatura fue fecundada por las tropas de ocupación. Traían en su séquito a Hemingway, Faulkner, Joyce, V. Wolf, Sartre, Maiakowski, Proust, Eluard, García Lorca. En Alemania, la obra de estos escritores fue conocida después de 1945. Porque desde 1933 esta nación había sido —en lo cultural— una torre de marfil oliente a gas. Existía un libro negro con una leyenda a letras rojas: «Verboten und Verbrannt», “Prohibidos y quemados”; eran doscientos cincuenta nombres de alemanes degenerados, algunos apreciados ya internacionalmente (Thomas y Heinrich Mann, Brecht, Döblin, Keiser, los Zweig). Estos datos bastan para poner de relieve la circunstancia espiritual de la generación que sobrevivió al desastre”.
Avanzamos en la jubilosa lectura de este eximio prosista. Es significativa su habilidad para aprehender la obra literaria objeto de su crítica, interviniendo en el análisis del texto y de las circunstancias vitales del autor, mediante una aproximación empática e informada, que provee al lector los necesarios elementos de comprensión, invitándole a acceder a la obra, aun a través de críticas de estructura, contenido y estilo que pudieran estimarse negativas.
Más que un conocedor o hermeneuta erudito que pretendiese inclinar las preferencias o antipatías de los lectores, desde el podio o el púlpito del exegeta, como ha sido uso y abuso en nuestra república de las letras, Antonio Avaria procede como el interlocutor amable y certero, que es capaz de moverse en los ámbitos de la literatura como creador y analista crítico a la vez.
Nos encontramos con Uwe Johnson, Herman Kesten, Peter Weiss, Heimito von Doderer… El fenómeno de los beatniks en la patria de Faulkner, y su irrupción en la literatura a través de J.D. Salinger, W, Styron, John Updike, B. Malamud, S. Bellow, T. Capote, y el extraordinario James Baldwin…
En la página 450, resalta una exquisita crónica dedicada a La casa verde, de Mario Vargas Llosa, para seguir con un autor políticamente controvertido —aún en nuestros días—, Alexander Solyenitsin. Enseguida, Milan Kundera (a mí no me atrae su escritura, tan elogiada). El que sigue en este florilegio es el maestro siciliano, Leonardo Sciascia… De Pierre Ryckmans a Jorge Luis Borges y su ángel tutelar, María Kodama, para muchos especie de súcubo de malas artes que se apropiara de buena parte de la fortuna y derechos de autor del ciego de la biblioteca infinita. (Esto lo digo yo, no Avaria). En la página 476, surge un predilecto nuestro, Walter Benjamín, autor de estudios fundamentales —nos dice Antonio Avaria— sobre Goethe, Baudelaire, Proust, el arte barroco y la comedia alemana.
Ahora —¡cómo si no!— Franz Kafka, infaltable “cuchillo con que escarbo mis heridas”… Y la llamada generación post–boom, donde sobresalen Alfredo Bryce Echenique, Manuel Puig, Osvaldo Soriano; y los chilenos Antonio Skármeta, Poli Délano, Fernando Jerez, Mauricio Wacquez, Hernán Valdés…
Procurando concluir esta crónica, cito el primer párrafo dedicado a «Cuentos de muerte», que lleva por subtítulo: “Cómo se fueron Pessoa, Chéjov y Schopenhauer”:
“En su relato Tres rosas amarillas, Raymond Carver recrea los últimos días de Antón Chéjov. Recrea una cena con su editor y amigo, en un restorán elegante, con varios platos, varios vinos, varios sabores, una de esas cenas que Tolstoi sabe dejarnos con apetito en La guerra y la paz. En el comedor, a Chéjov se le inunda de sangre la boca. Lo llevan a un cuatro de hotel, con pocas esperanzas de vida, o más bien con certezas de muerte. ¿Qué mejor, para dejar esta vida en la hora postrera, que unos sorbos de champán? Es lo que desea Chéjov agonizante…”.
La buena literatura, la más honda, está impregnada del aire del fracaso y de la carga aciaga de las postrimerías. El fracaso, personificado en la decrepitud, antecede a la muerte, donde todo parece diluirse en la última verdad.
Quizá como destello estético de la esperanza queda palpitando la belleza del verbo, esa que hacía temblar de horror y de furia a Rimbaud.
Así lo apreciamos en las palabras de Antonio Avaria, cuando nos remite a la despedida final de uno de nuestros más amados poetas y escritores:
“Los últimos tres días de Fernando Pessoa, en la pluma de Antonio Tabucchi, sirve para que los heterónimos del vate portugués le hagan de cabecera en su lecho de enfermo, uno a uno. Desapasionado y sagaz, instructivo, cariñoso, Tabucchi es el cofrade, el discípulo, el intérprete ideal… Son días de noviembre de 1935, y en su moribundia, Pessoa saborea su sopa favorita, el ‘caldo verde’, y sólo un callo en oporto (al fin y al cabo muere de crisis hepática), mientras escucha la receta de la langosta sudada y el visitante le dice que comer ostras es como sorber el mar”.
Como le ha ocurrido a nuestro gran Antonio Avaria en su incansable interlocución literaria, nosotros hemos escogido también de sus páginas lo que más nos identifica y conmueve, pero quisiéramos dejar abiertas todas las ventanas de este libro para el disfrute moroso de esta cátedra magistral que nos ofrece la magnífica edición de Gonzalo Contreras.
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Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994.
Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue también el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios superiores donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).
Asimismo, es el director titular del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Antonio Avaria (1934 – 2006).