El largometraje del realizador estadounidense David Leitch es visualmente atrayente, con una banda sonora a la par con su frenetismo, y que no por ficción exagerada deja de decir algunas verdades sobre el oficio del espía. Aquí estamos en el terreno difuso de la ficción que se aplica a la realidad.
Por Cristián Garay Vera
Publicado el 4.09.2017
Raymond Aron, pensador francés, decía que la Guerra Fría era la “paz imposible, la guerra improbable”. Aludía así a la imposibilidad lógica de una conflagración nuclear que pudiera dirimir en el escenario europeo asiático el dilema planteado entre Estados Unidos y la URSS. Michael Burleigh, por su parte, un historiador británico a quien conocí recientemente, precisaba que el enfrentamiento se libró intensamente, pero en escenarios periféricos como Asia, Oriente próximo, América Latina, el África Subsahariana o la órbita árabe. Europa Occidental y el mundo soviético oficial eran el campo de una lucha más quirúrgica, buscando la información. Como la disolución “casi natural” de la URSS hoy nos parece tan obvia, omitimos que no hubo predicción alguna sobre su colapso. Este cómic recupera esa sorpresa y desestabilización en un periodo muy preciso y eje de la historia global. La novelista rusa Svetlana Aleksievich ha explicado esto como un derrumbe interno en El Homo Sovieticus.
Aquí estamos en el terreno difuso de la ficción que se aplica a la realidad. A decir verdad, el decorado de la Guerra Fría, y ese Berlín oscuro están referidos en varios filmes como «El agente de CIPOL» (2015), de Guy Ritchie, o «El puente de los espías» (2015), de Steven Spielberg. Pero ninguno, valga la paradoja, con la luz de la ciudad del cómic de «Blondie Atomic» (así se llama originalmente la película) que es parte de la interesante serie animada de la que emerge el guión, y donde Cherlize Theron concentra las miradas. Urbe fragmentada en cuatro jurisdicciones (francesa, británica, estadounidense y soviética) de una capital alemana ocupada además por las “estaciones” de la CIA, de la KGB, de la Securité francesa, del MI6 británico, y por supuesto, por la Stasi.
Son los días finales del régimen soviético en la mal llamada Europa del Este (en realidad Centroeuropa): las agitaciones por comunicarse con el mundo Occidental están haciendo que los rockeros salgan de la clandestinidad (notable el asesinato de un músico de ese estilo en la represión comunista) mientras las multitudes desbordan la calle y al Partido Comunista local. Ese escenario está narrado casi en paralelo con la búsqueda de una lista de dobles agentes, que está en manos de un espía apodado Spyglase, pero cuyo acceso a los demás es administrado por el agente británico en Berlín.
Esta dificultad ilustra una obviedad: el interés es que no se sepa quién es quién y para cuales de los servicios de información trabajó el traidor, en una paradoja que exploró en blanco y negro Steven Soderbergh, en «El buen alemán» (2006), para el periodo inicial de la Guerra Fría. La Rubia Atómica es un desborde de energía asesina y sexual, que está en función de saber la identidad del poseedor de la lista y averiguar el nombre del doble agente. Un formulario mal relleno, no un error sino astucia, le permite retrasar su vuelta y realizar su misión.
Este mundo de espías, con una informante francesa y decorativa (como pensaban la KGB y la CIA, y que le costó al gobierno soviético una filtración de proporciones en Moscú paralelamente precisamente … ¡por los franceses!), es una dinámica de seres que saben que su época se acaba. La Rubia Atómica está en un universo que se desgaja, mientras los espías saben que quedarán o desempleados unos, o sin enemigos los otros. Como dice el anti héroe, un mordaz James McEvoy: “Hemos sido empleados del diablo todo este tiempo sin saberlo”.
Es tiempo de ajuste de cuentas, de “retiro” de espías (el equivalente al “retiro de televisores”), de nuevos rumbos en la mafia, el narco subversivo, la venta de armas, el exilio o el tráfico de información. Lo que interesa es la indemnización que no vendrá de manera oficial. Los personajes hacen de la mentira una forma de ser, tal como es en la realidad de los servicios de informaciones de todo el mundo. Como dice el profesor Miguel Ayuso en un escrito que leí producto de sus diálogos con un jefe de la inteligencia española, ¿cuál es la moral del agente de campo? ¿Cómo distinguir los principios donde por oficio el doblez es la marca? ¿O como dice el anti héroe, citando a Maquiavelo, “No hay mayor placer que estafar al estafador”?
Aquí estamos en una realidad en derrumbe donde la estética del cómic prima en la letalidad de la chica Atómica, bastante dominante al fin y al cabo. Recuerda a las mujeres castigadoras de «Sin City: Ciudad del pecado» (2005), pero aquellas son un colectivo y ésta es individual, ya que su pareja francesa es barrida por la historia. Donde la protagonista es llena de color, la otra (la agente parisina) refrenda su bipolaridad ante lo masculino en blanco y negra. El personaje de Charlize Theron no requiere de hombres, pero tampoco los detesta. La eficacia hace que Atómica cambie de empleo desde el M16 a la CIA al final de la cinta. Podríamos decir, como dijo algún crítico, que estamos ante un Jason Bourne femenino, más letal y tentador, sin culpas como no las puede tener un agente en verdad.
Pero creo que hay una segunda lectura más profunda. «Lobo» (2004) una película española situada en el periodo de la muerte de Franco y el ascenso de la democracia, muestra como el servicio de información español no descabeza ETA para que el nuevo gobierno, el de Suárez, tenga necesidad de ellos en los nuevos tiempos procelosos. Este largometraje («Atómica»), tiene algo de metáfora, ¿qué son los agentes, sino hojas que mueve el viento? Los gobiernos tienen sus prioridades: las agencias luchan en un espacio sin reconocimientos ni primeros planos, los jefes de las mismas tienen sus propósitos, mientras que la de los espías (y soplones) no es otra que sobrevivir.
En suma, la lucha por vivir es el nervio de esta película que atrapa y rememora a su modo la época del fin del comunismo y que tiene en Berlín su epicentro –pese a Polonia y a Hungría- su muro, sus crímenes (resulta demoledor el recuento de soldados y medios para impedir a los alemanes orientales huir de su cárcel, la que hace uno de los jefes) y el quehacer frenético de los servicios secretos. La ciudad centro de los agentes y sus estaciones genera sus propias mecánicas, lealtades dudosas, tal como en «El topo» (2011), cuando en una escena memorable todo el departamento “soviético” del servicio secreto británico interpreta el himno ruso con humor y empatía oculta. «Atómica» («Atomic Blonde», 2017) es visualmente atrayente, con una banda musical a la par con su frenetismo, que no por ficción exagerada deja de decir algunas verdades sobre el oficio del espía.
«Atómica» (2017), dirigida por David Leitch, Charlize Theron, James McAvoy y Sofia Boutella. Estados Unidos. Música compuesta por Tyler Bates, 1 hora, 55 minutos.
Tráiler: