Aunque el presente texto se trata de un escrito autobiográfico y no de un relato o de una novela —y que corresponde, además, a un manuscrito inacabado— el volumen analizado resulta un perfecto complemento de sus cuentos (ya publicados por la misma editorial Alfaguara), para convertirse en un título que permite conocer de mejor forma el universo creativo de Lucia Berlin, esta hace poco desconocida y ahora fundamental narradora del siglo XX estadounidense.
Por Mauricio Embry
Publicado el 1.7.2020
Tenía unos dieciséis o diecisiete años cuando mi profesor de Filosofía del colegio aseveró de manera tajante que una persona solo podía tener una “casa” en toda su vida. Y lo pongo entre comillas a sabiendas de lo molesto que resulta el abuso de ese recurso, solo porque por “casa”, me imagino que se refería a “hogar”, es decir, a aquel lugar donde —para comenzar con un buen cliché— uno echa sus raíces. Lo curioso es que insistió una y otra vez sobre este punto, defendiéndolo incluso con mayor fervor que con el cual había defendido la existencia de Dios cuando se le preguntó cómo compatibilizarlo con el Big Bang (sí, lo confieso, estaba en un colegio católico).
Por algún extraño motivo, el profesor parecía molesto con cada objeción que se le planteaba a su teoría sobre las “casas”, como la que puso el gringo Justin, que estaba de intercambio, cuando dijo en un castellano muy malo (lo único que sabía decir bien eran los garabatos que le habíamos enseñado, los que de todas maneras olvidaba por completo cuando se emborrachaba) que él tenía una casa en Estados Unidos y otra en Chile, ante lo cual el profesor, rascándose su enorme barba negra y sin sacarse nunca esa boina tipo Chómpiras con la que ocultaba su calva, respondió que, si bien podías mudarte muchas veces de un lugar a otro, solo uno de ellos seguía siendo verdaderamente tu “casa”.
La verdad nunca supe de dónde pudo sacar esta teoría. Si está en algún manuscrito perdido de Aristóteles, que algún cura de los que aparecen en la película El nombre de la rosa (1986) ocultó junto con la parte perdida de la Poética en la que se habla sobre la comedia y la risa; si acaso el verdadero “hogar” es la síntesis de la dialéctica hegeliana, pero en plan “casístico”; o si simplemente era una fijación personal del profesor con su casa de la infancia, debido a algún trastorno en la fase anal o bucal (sí, el profesor también nos enseñó psicología freudiana).
Lo único que sé es que luego de dos horas de discusión, cuando al fin el profesor parecía habernos convencido, un compañero levantó la mano y, sin entender nada de lo conversado hasta el momento, pregunta: “¿Entonces yo puedo tener dos casas?”.Un abucheo general, un papel con baba en la cara y una camotera generalizada fueron la respuesta inmediata.
Luego de leer Bienvenida a casa, de Lucia Berlin, publicada recientemente por el sello Alfaguara, de Penguin Random House, pareciera que la teoría de mi profesor decae y ya no resulta tan tonta la pregunta de mi compañero, porque la escritora estadounidense vivió en múltiples lugares a lo largo de su vida, incluyendo Alaska, Alburquerque, El Paso, Santiago de Chile o México, entre muchos otros. ¿Cómo podría saberse cuál fue realmente su verdadera casa? ¿Tal vez el lugar donde nació? ¿El lugar donde creció y vivió su adolescencia? ¿En alguna de las casas que compartió con uno de sus maridos. Imposible saberlo. Más bien pareciera que llevó consigo pedacitos de cada lugar a todas las nuevas casas a las que se trasladaba.
De ahí que su literatura esté plagada de referencias a estos lugares y a las distintas vivencias que tuvo en ellos, algo que se ve claramente en este libro, constituido por un manuscrito autobiográfico inacabado en el que la autora narró en orden cronológico los veintinueve primeros años de su vida, desde que nació hasta su último matrimonio; un texto denominado “Los problemas de todas las casas en que he vivido”; y un conjunto de cartas escogidas en las que destacan las enviadas al poeta Edward Dorn y su mujer Helene. Esto mismo se aprecia también en el libro de relatos Manual para mujeres de la limpieza, también del sello Alfaguara, el cual tuve la necesidad imperiosa de releer a medida que avanzaba en este libro, debido a las coincidencias de personajes y anécdotas entre lo biográfico y lo literario.
Así, por ejemplo, en Bienvenida a casa la autora nos narra la anécdota del viejo señor Johnson, que vivía en una cabaña en las montañas de Montana en medio de la nada y al que Lucia y su padre le llevaban provisiones, además de revistas, cuyas páginas Lucia pegaba en las paredes para que el viejo leyera, procurando no ponerlas seguidas, para que así él tuviese que imaginar cómo continuaban; una historia que está presente en su cuento “Dolor fantasma”.
También en este libro se nos cuenta su amistad con Kentshereve, su primer amor, algo que se narra con detalle en “Temps Perdu”, historia en la que un paciente en el hospital donde trabaja le recuerda a la narradora la mirada y los labios de su amigo de la infancia. Ocurre lo mismo con la relación que tenía con su abuelo, su madre y su abuela (Mamie) cuando vivía en El Paso, algo que está presente en el cuento “Silencio”, donde se nos habla del maltrato de la madre hacia ella, del alcoholismo del abuelo dentista (protagonista de otro de los grandes cuentos de Manual para mujeres de la limpieza, “Doctor H.A Moynihan”) o de lo interesante que era el tío John, quien lograba ser el elemento unificador de la familia a pesar de ser también un alcohólico.
Destaca en este libro la exquisita prosa de la autora, la que, al igual que ocurre con el libro de relatos de Manual para mujeres de la limpieza, es muy minimalista, al más puro estilo Hemingway o Carver, con frases más bien cortas, sin grandes adjetivaciones, aunque repleta de descripciones que en muy pocas palabras logran captar y generar en el lector una atmósfera muy concreta.
Para ello, uno de los recursos mejor utilizados es el de los aromas que de inmediato logran transportarnos al lugar que describe, como ocurre con los olores de manzanos o jacintos de su casa de Mullan, Idaho, cuando era muy niña, y que, según señala, son más vívidos que el perfume de cualquier otra flor de hoy en día; o como sucede cuando habla del olor a orina y a leche agria, a pies y pelo sucio que sentía cuando dormía con Kentshereve y sus hermanos, acurrucados haciendo un ovillo, como cachorros. Esto también le permite caracterizar a sus familiares cuando señala que su abuelo olía a cigarrillos Camel y a ron de malagueta y a Jack Daniel’s; su madre a cigarrillos Camel y a Tabú y a Jack Daniel’s; el tío John a cigarrillos Delicado y a tequila; y su abuela Mamie a muchos olores, todos asfixiantes.
Con estas breves descripciones olfativas es posible comprender mucho de cada personaje sin que sea necesario entrar a dar grandes explicaciones. De este modo, coincide su forma de escritura con lo señalado por Mary Karr, quien en su ensayo Carnalidad sagrada [1], explica que, al describir una escena, se deben transmitir al lector los sabores, olores, imágenes, gustos o ruidos de la misma (lo sensorial), ya que, al ser la carnalidad el elemento más esencial y necesario de la memoria, ello permite que surjan en cada uno las experiencias físicas del pasado. Para hacerlo, se requiere primero de un “refinamiento”, es decir, se debe seleccionar la información sensorial para narrar detalles basados en sus efectos psicológicos sobre el lector, pues un gran detalle permite darle veracidad al texto, teniendo, además, un significado poético excepcional en algunos casos.
Esta importancia en la construcción de imágenes, a partir de pequeños detalles sensoriales, es algo que ha sido señalado también por otros autores como García Márquez, quien en las conversaciones que tuvo con Plinio Apuleyo Mendoza, plasmadas en el libro El olor de la guayaba, explicó que gracias a Graham Greene aprendió a descifrar el trópico sin enumeraciones eternas o la hecatombe retórica de otros autores, sino que solo con unos pocos elementos dispersos unidos por una coherencia subjetiva muy sutil y real: la fragancia de la guayaba podrida [2].
En ese Chile que estalló
En el libro Bienvenida a casa se nos narra también el paso de Lucia Berlin por Chile y la vida burguesa, casi aristocrática, que tuvo en los años en los que vivió en nuestro país, durante los cuales esquiaba en Portillo en inverno mientras en los veranos iba a Pucón, Viña del Mar o Algarrobo; y vivía en Santiago, en una casa con suelos de parqué y chimenea revestida de mármol, cerca de Avenida Las Lilas y de la Iglesia de El Bosque, con dos personas a su servicio (María y Rosa, que corrían a atenderla ante el sonido de una campana).
Allí también pasó su Juventud llena de bailoteos, con amigos del Grange, colegio que describe como una academia elitista al estilo Eton, y chicas y chicos ingleses, mencionando que nunca besaba a un hombre si no estaban “pololeando” y, por tanto, iban “en serio”. En el libro, Lucia dice: “Yo era muy bonita, llevaba ropa preciosa y todas mis amigas eran igual de frívolas y consentidas. Íbamos a la modista y a la peluquería y al zapatero, salíamos a almorzar en el Hotel Carrera o el paseo Ahumada, a espléndidas meriendas en el Crillón o en casa de uno o de otro.”
Es durante este tiempo que se encuentran ambientados los cuentos “La vie en rose” (en el que dos chicas veranean en Pucón y se interesan por unos oficiales de la Fuerza Aérea) y “Buenos y malos” (en el que una profesora gringa intenta enseñarle a la protagonista a tener consciencia social en un colegio elitista de Chile y todos los amigos de la chica se escandalizan con esta situación).
En Bienvenida a casa, Lucia se refiere a la vida que llevaba en aquella época, reconociendo que la opulencia y la holgura rodeaban su mundo, explicando que eso fue muchos años antes de lo que ella denomina “revolución” y agregando que, años más tarde, varias de sus compañeras de clase murieron durante la misma: “Algunas murieron luchando en ella, otras se suicidaron después porque el mundo que conocían se había desvanecido.”
Otro elemento presente en este libro, y que es uno de los tópicos que atraviesan también los escritos de ficción de Berlin, es la complejidad de las relaciones de pareja, principalmente matrimoniales. Así, en estas páginas encontramos cuatro grandes historias de amor que vivió Lucia durante su vida. La primera con un estadounidense–mexicano llamado Lou Suárez, con quien tuvo una intensa y bella relación hasta que los padres de ella se interpusieron; luego con su primer marido, el escultor Paul Suttman, quien la intentó moldear a su manera, despreciándola incluso físicamente (la hacía dormir boca abajo para corregir su supuesto defecto de nariz respingona y la criticaba por su escoliosis diciéndole que era asimétrica); más tarde con su segundo marido, el pianista Race Newton, quien no la maltrataba como Paul, pero con el que tenía graves problemas de comunicación (partiendo por el hecho de que este prácticamente no le hablaba); y, finalmente, con su tercer marido, Buddy Berlin, con quien se fugó abandonando a Race para vivir un hermoso romance en Acapulco.
Junto a él y sus hijos (además de los dos que tuvo con Suttman, con Buddy tuvo dos más), recorren varias partes de México, vuelan en un avión que pilotea Buddy y viven bellos momentos que luego se ven empañados por la adicción a la heroína de él, lo que termina generando que se vean en constante relación con narcotraficantes y participen de múltiples tratamientos de desintoxicación para que Buddy pueda salir de la droga, sin éxito.
Algunos cuentos basados en estas historias amorosas son “Hasta la vista” (en el que a Buddy se le llama Max, y donde la narradora cuenta su historia de amor con él); “Carmen” (en el que se cuenta cómo la protagonista estando embarazada debe traficar droga para dársela a su marido que está con síndrome de abstinencia); “Melina” (en el que se narra parte de su relación con Race Newton, escondido bajo el nombre de David) o “Querida Conchi” (en la que, en clave epistolar, se cuenta la relación de la protagonista con Joe, un alter ego evidente de Lou Suárez).
Adicciones existenciales
También está presente el tópico de la adicción en Bienvenida a casa, ya que si bien no se nos cuenta el alcoholismo de la propia Lucia (en los eventos narrados en el manuscrito inacabado aun no la padecía), sí es algo que vemos tanto en el síndrome de abstinencia que sufre Buddy, como en el alcoholismo de su madre, de su tío John y de su abuelo. En este sentido, al leer este libro, uno entiende mucho mejor los motivos por los cuales ella describe tan bien en sus cuentos el síndrome de abstinencia o las acciones impulsivas y tóxicas de quienes tienen alguna adicción.
También comprende bien esa suerte de vacío existencial por el cual se bebe o se droga una persona, siendo casi una suerte de suicidio muy vinculado a problemas emocionales. Esto último se aprecia en una carta dirigida a la familia Dorn, que forma parte del libro, en la que hace referencia al quiebre de su relación con Race y el inicio de su vínculo con Buddy, señalando lo siguiente: “Yo aún estaba bastante mal —mal de verdad, como con una enfermedad, mi masoquismo, que es como una droga, el extremo del suicida masoquista, una negación— y entonces no sabía (sinceramente) que eso es lo que Buddy era, todo lo que odio, suicida, como las serpientes que se devoran unas a otras.” Este tópico de la adicción se aprecia en cuentos tales como “Su primera desintoxicación”, “Inmanejable”, “Perdidos”, “502”, “A ver esa sonrisa” o “Carmen”.
Mención especial requiere también la otra gran parte del libro de Bienvenida a casa, consistente en las cartas dirigidas principalmente a la familia Dorn, las cuales, además de que permiten apreciar la forma que tenía de ver Lucia los hechos a medida que le iban sucediendo, son además una muy buena oportunidad para que el lector conozca lo obsesiva que era ésta con su trabajo como escritora, las inseguridades que le surgían o las críticas que su amigo el poeta Edward Dorn hacía de sus cuentos.
Por ejemplo, Lucia menciona en una carta que Dorn le habló de una especie de falso optimismo y positividad que había en sus historias, lo que afectaba su ritmo, reconociendo ella misma que se detenía: “(…) como un chaval pasando el plato de las aceitunas para ver si los adultos están mirando». Esta crítica le duele mucho e incluso dice que tendrá que reescribir todo de nuevo, lo que demuestra su interés por la perfección y su obsesión por la escritura.
Esto hace que reescriba el cuento “El Tim” (que también es parte de Manual para mujeres de la limpieza), relato que, luego de la crítica de Dorn, ya no tenía un final feliz y que, paradójicamente, pese a lo complejo que resultaba que se dejara entrever el interés sexual de una monja (razón por la cual muchas revistas lo rechazaron en su momento), el cuento lo termina comprando una revista católica.
Una vida literaria
Al igual como ocurre con autores como John Fante o Charles Bukowski, la vida de Lucia Berlin es inseparable de su obra a tal nivel que, en muchas ocasiones pareciera que los hechos son prácticamente los mismos vividos por ella, ficcionados quizás, adornados tal vez, pero basados directamente en su historia y, a pesar de que en algunos relatos la protagonista se llame Lucille o en otros Carlotta, todos son obvios alter egos de la autora, lo que si bien le otorga mayor libertad narrativa, no dejan de tener por ello un trasfondo profundamente autobiográfico.
Esto se reconoce expresamente en el cuento “Punto de vista”, en el cual la narradora nos habla del proceso de escritura de un relato, explicando que aspira a que, a fuerza de minuciosidad, la protagonista Henrietta, les resulte a los lectores: “(…) tan creíble que no puedan evitar compadecerla”, agregando que “la mayoría de los escritores utilizan decorados y accesorios de su propia vida”. Detalla luego algunos elementos que tomó prestados de ella misma para construir a Henrietta y otros que inventó o basó en situaciones de personas a las que conoció, para terminar al final entrecruzando de manera magnífica la narración en tercera persona del cuento sobre Henrietta y la primera persona de la narradora: “Henrietta apaga la luz y levanta la persiana junto a su cama, apenas una rendija. La ventana está empañada. En la radio del coche suena Lester Young. El hombre que habla por teléfono sujeta el auricular con la barbilla. Se pasa un pañuelo por la frente. Me apoyo en la repisa fría de la ventana y le observo (…) Escribo una palabra en el vidrio empañado. ¿Qué? ¿Mi nombre? ¿El de un hombre? ¿Henrietta? ¿Amor? Sea cual sea, la borro antes que nadie la vea”.
De cualquier forma, resulta estéril hablar del factor autobiográfico en una obra, ya que, en realidad, toda escritura de un modo u otro lo es. Claro, en casos como el de Lucia Berlin esto es mucho más claro, pero incluso aunque ello no sea explícito, como puede ocurrir en géneros más ligados a lo fantástico, siempre está presente. Un ejemplo de ello es lo que ocurre con el escritor C.S. Lewis, pues en su saga de libros de las Crónicas de Narnia se puede apreciar claramente lo mucho que lo marcó su experiencia luchando como soldado durante la Gran Guerra (algo que se aprecia en que los niños protagonistas están en un contexto similar, que es la Segunda Guerra Mundial, y se “escapan” de algún modo a una realidad distinta, que es Narnia, pero donde también hay una guerra, de modo que Narnia viene siendo una metáfora o símbolo de la guerra del mundo “real”). También es posible apreciar la importancia que tuvo su reconversión al cristianismo (algo que se aprecia en que el león Aslan es una figura muy similar a Jesús; en la traición de Edmundo, que recuerda a la de Judas; sin contar que uno de los niños protagonistas se llama Pedro).
La matria de una escritora
Dicho esto, y volviendo a la pregunta inicial de si es posible tener más de una “casa”, resulta difícil no comparar esta discusión con otra muy similar que es la pregunta acerca de la verdadera “patria” de un escritor, algo que se preguntó Bolaño en el discurso que dio en Caracas cuando ganó el Premio Rómulo Gallegos, señalando que la patria de un escritor puede ser su lengua, la gente que quiere, su memoria, su lealtad y su valor, o lo que en ese momento está leyendo. Sin embargo, pese a que pueden ser muchas sus patrias, es uno solo su pasaporte: la calidad de su escritura.
En este sentido, señala que un escritor no solo debe escribir bien, sino que debe hacerlo maravillosamente bien y ni siquiera solo eso: un escritor debe saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso, que es como un abismo donde el escritor camina en el borde y del otro lado está la gente que quiere. Esto lo hace Lucia Berlin claramente en sus relatos, en los que mete directamente la cabeza en lo oscuro y salta al abismo de su propia vida y de todos los lugares en los cuales vivió, manteniendo siempre una alta calidad en su prosa y narrando descarnadamente, aunque nunca en forma melodramática, distintos hechos, ficcionados o no, pero siempre auténticos.
Así, en el caso de Lucia, podemos decir que, si bien tuvo muchas casas, todas, en realidad, forman parte de una sola: su literatura, el lugar en el que coexisten a la vez los recuerdos más íntimos de todos esos lugares y en los que, con la libertad que le entregaba la ficción, pudo detenerse y reflexionar sobre ellos. De esta forma, como les dice la profesora de su cuento “Y llegó el sábado”, mientras imparte clases de escritura creativa a unos presos: “No me importan un carajo sus sentimientos (…) podéis mentir y aun así decir la verdad”.
Bienvenida a casa es un libro muy disfrutable que, si bien narra algunos hechos de la vida de Lucia Berlin de modo más sucinto y tal vez menos reflexivo que en sus cuentos, lo que resulta lógico considerando que se trata de un escrito autobiográfico y no de un relato o una novela, y que es, además, un manuscrito inacabado; resulta, de cualquier forma, un perfecto complemento de sus cuentos, permitiendo conocer más de esta gran narradora del siglo XX, y, con ello, tener una perspectiva más profunda de su obra.
Citas:
[1] Artículo publicado en Revista Granta en español, consultado en página web el 30 de junio de 2020.
[2] El olor de la guayaba, Gabriel García Márquez, conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, Editorial Sudamericana, Tercera Edición, consultado el 30 de junio de 2020.
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Mauricio Embry nació en Santiago de Chile el año 1987. Es abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile y escritor. Desde el año 2014 ha participado en distintos talleres literarios, destacando los cursos impartidos por los escritores Jaime Collyer, Patricio Jara y Leony Marcazzolo. En el año 2016, publicó el cuento «Una cena para Enrique», dentro del libro En picada (editorial La Polla Literaria), que agrupó distintos cuentos de los participantes del taller de Leony Marcazzolo. Entre octubre de 2018 y septiembre de 2019 cursó y aprobó el máster en creación literaria, impartido por la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona, España.
Imagen destacada: La escritora estadounidense Lucia Berlin (1936 – 2004).