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«Bird Box» («A ciegas»): Acerca del ver y más allá de los críticos

El filme de la realizadora danesa Susanne Bier —y el cual se encuentra protagonizado por los actores Sandra Bullock, Trevante Rhodes y John Malkovich— profundiza audiovisualmente en torno a la noción bíblica del Apocalipsis y a sus significados perennes tanto en el imagino histórico como religioso de la civilización occidental.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 19.5.2020

“Visión es ver lo invisible”.
Jonathan Swift

Bird Box (2018) dirigida por Susanne Bier, ha sido una película a la cual acosó la crítica desde el comienzo de su performance comercial en la plataforma de Netflix. ¿Es mala? ¿Es pasable? ¿Buena? ¿Muy buena? Hay una expresión popular que afirma que: “el que hace, hace; el que no, critica y el que no critica, enseña”. ¿Qué es la crítica? Benedetto Croce —esteta maestro de críticos— afirmaba: “la crítica mata lo muerto y vivifica lo vivo en la obra de arte”… pero, ¿quién es el médico que diagnostica la vida o la muerte de una obra?

No obstante, es en la magnífica Ratatouille, codirigida en el 2007 por Brad Bird y Jan Pinkava, donde se hace un paneo muy certero acerca de la profesión de crítico. El personaje de Anton Ego, en el original en voz de Peter O’Toole, decía así en español: “El trabajo del crítico es sencillo en más de un sentido. Arriesgamos muy poco, y sin embargo usufructuamos de una posición situada por encima de quienes someten su trabajo y su persona a nuestro juicio. Prosperamos gracias a nuestras críticas negativas, que resultan divertidas cuando se las escribe y cuando se las lee. Pero la cruda verdad que los críticos debemos enfrentar es que, en términos generales, la producción de basura promedio, es más valiosa que lo que nuestros artículos pretenden señalar…”.

De hecho, la profesión de crítico no sólo está fuera del área del arte sino que es lo opuesto al arte: es monológica y vive de ser comunicada. La obra de arte, por el contrario, es dialógica y se constituye como obra en la experiencia intransferible del espectador. La crítica es una doxa exagerada, sobrevalorada, que termina entorpeciendo el trabajo final y esencial del espectador que es, en definitiva, acceder al trabajo artístico sin juicios previos… sin prejuicios y dar por concluido el bucle del proceso creativo artístico.

Y un día me decidí a ver Bird Box… en última instancia vería cuán mala era realmente, si es que lo era. Y resultó ser un filme interesante. Más que interesante: provocativo. Tiene cierto paralelismo argumental con Un lugar tranquilo de John Krasinski (2018) y algo del mejor John Carpenter, el de, por ejemplo, In the Mouth of Madness (1994): cuando lo normal pasaba a ser la locura.

Bird Box, algo así como La jaula de los pájaros, tuvo su traducción en español como Bird box: A ciegas. Tiene un comienzo fuerte que luego se aplaca en un tono menor hasta el final, con momentos de acción e inquietud. En el trayecto en el que Malorie Hayes (Sandra Bullock) sale del hospital tras un chequeo por su embarazo y regresar a su casa, podemos ver cómo se origina el caos en medio de la ciudad.

Al más puro estilo de El incidente (Night Shyamalan, 2008), nos vamos hundiendo en una tormenta de suicidios inexplicables. Las imágenes y los momentos creados son aterrorizantes.  Sólo percibimos que la mirada y la expresión cambian e instantes después se precipitan a una muerte violenta. Y pronto descubriremos qué es lo que sucede en realidad: una especie de entidades, que no llegamos a ver o entender y que se han expandido por cada rincón del planeta, provocan en aquellos que los ven, una serie de imágenes que les incitan inmediatamente al suicidio. Seres que no se ven ni en cámara ni en las cámaras subjetivas de las personas que por el momento no caen bajo sus efectos. Seres invisibles que en cuestión de horas sumirán al mundo en un absoluto caos.

Una premisa muy fuerte a la que el guionista —Eric Heisserer— trata de darle un sentido para apaciguar las dudas de los espectadores más curiosos. Así es como, en medio del miedo y la incomprensión inicial de la película, el dependiente de una tienda, Charlie —Lil Rel Howery—, teoriza sobre lo que realmente está sucediendo: afirma que la Humanidad ha sido juzgada y que en ese juicio ha perdido. Habla de que las religiones y mitologías a lo largo de los siglos ya habían mencionado esa especie de ‘juicio final’ que se manifiesta en forma de demonios o espíritus entrevistos en diferentes tradiciones religiosas. Sin embargo, esa es la única explicación que se esboza a lo largo de toda la película y a la que no se vuelve más en el guión: sólo vemos que la Humanidad se va apagando en todo el planeta y que únicamente el frenesí que alcanzan las aves indica la cercanía de estos monstruos invisibles.

Tras este inicio tan violento, la situación se reduce a un grupo formado azarosamente que deberá convivir con las diferentes personalidades: Danielle Macdonald será la débil Olympia, también embarazada; John Malkovich es Douglas: el cínico e irritante vecino de Greg (B.D. Wong); Trevante Rhodes es Tom quien, junto con Malorie, buscarán imponer la sensatez en el grupo.

Pero la película no se estanca en este nivel de planteo: los personajes van desapareciendo de a poco y finalmente quedan Malorie y Tom, quienes deben enfrentar otro nivel de peligro: el acoso de dementes que no se suicidan pero quienes se encargan de matar o, al menos, descubrir cuerdos para que los misteriosos seres los induzcan al suicidio.

La trama está dividida en dos partes que se enlazan por la técnica de la analepsis o recurso de flashbacks con los cuales la historia va ganando en coherencia a través de la huida de Malorie con su hijo y con la hija de Olympia (“niño” y “niña”), siguiendo las indicaciones acerca de un refugio escuchadas por la radio. Las aventuras y desventuras se suceden hasta que descubren una especie de santuario… pero no vamos a contar más… analicemos, antes bien, qué nos esconde Bird Box más profundamente.

 

John Malkovich en «Bird Box» (2018)

 

El problema es el ver

El ver es el problema: es una información que se genera en nuestra mente con una apariencia de totalidad que llama a engaño. El ver satisface nuestras expectativas más inmediatas… el ver “lo es todo”. Ya lo habíamos dicho aquí mismo: no vemos cosas, sólo vemos luz porque, sencillamente, nuestra visión se da en un contexto celular que se gatilla en todos sus procesos a partir de la estimulación por ondas electromagnéticas de determinada longitud de onda, pero “las cosas” que vemos aparecen en nuestra mente como constructos derivados de nuestros condicionamientos culturales y psicológicos personales. Vemos menos de lo que creemos… o, en otro sentido, vemos demasiado y nuestra mente se dispersa.

En este mismo sentido, y en el marco de esta pandemia que azota al mundo mientras esto escribimos, podemos analizar un término que es central en Occidente. Aunque controvertido dentro de la Iglesia Católica —por lo menos hasta el s. XVI— el Libro del Apocalipsis se estima escrito entre el s. I dC y el s. II dC. Y fue colocado al final de los textos neotestamentarios, pero no fue el último en ser escrito aunque esta posición al final de la Biblia induce a creer que un sinónimo de Apocalipsis es “final”, cuando en realidad, en griego, “apo” significa alejar, separar (como en apostasía, apotegma o apóstol) y “kaliptein” que significa “esconder”.

De esta forma, “apocalipsis” es, en pocas palabras, “destapar”, por eso su otro nombre es el de “Libro de las Revelaciones”, en el sentido de revelar, develar, el contenido de lo oculto a la visión tras el velo de la vista: dejarnos ver lo que resultaba invisible. Y es así como los personajes de Bird Box tienen en el ver a su peor enemigo. Porque es en la historia de Bird Box donde verdaderamente se aplica el término “Apocalipsis”: historia donde el ver es, decididamente, el final… hasta uno de los dementes que se cuela en el grupo exhibe dibujos de lo que él ve y donde el rostro del “ser” nunca es igual a sí mismo. Los monstruos invisibles son imágenes inagotables… Pero, ¿qué es ver?

Tenemos dos sentidos pasivos: el oído y el olfato —no podemos evitar oler u oír— y dos activos: el gusto y el tacto —si mantenemos la lengua dentro de la boca y las manos en los bolsillos, podemos elegir no paladear y no palpar—. Pero tenemos un único sentido que reúne ambas características: la visión. En efecto: podemos elegir qué mirar pero una vez que miramos, no podemos evitar ver lo que entra a nuestros ojos pasivos, de ahí que lo que se ve es un tejido que se teje y se desteje entre el ver y lo visto.

Hoy —y desde hace generaciones— las imágenes proliferan donde quiera que miremos y son registradas, transmitidas y reproducidas vertiginosamente y sin descanso. Hasta dormidos nuestros sueños se vuelven visuales. Lo visto llena el ojo y lo enceguece. Nos rodea una realidad que deslumbra pero sobre la cual no se plantea, en general, ni creencia ni incredulidad crítica. Aquellos que adhieren incondicionalmente al espectáculo de lo visual jamás cuestionan lo que se ve. De hecho, dudar de lo real que se percibe plantearía el problema lógico de la realidad de la duda acerca de la cual cabría también dudar: la duda acerca de lo real es un pozo lógico sin fondo.

Al público visual no les falta realidad sino todo lo contrario: lo visual es terriblemente efectivo ya que la imagen da una fisonomía al mundo y una figura a nuestros deseos. Y cada vez es más difícil mirar para otra parte: la realidad de lo visual ata a la voluntad y la balanza de lo mixto que mencionábamos en el mirar, se inclina hacia la pasividad porque nuestros ojos son llevados a ver bajo el dominio de lo visual. La realidad visual se libera de toda metafísica que le niegue cualquier contenido de verdad y que también exige eso de nosotros: no se consiente que desviemos la mirada, que dudemos de la realidad de lo que vemos y ni siquiera de la forma en que nos sentimos afectados por lo visto.

Así, la palabra imagen quiere decir “acabado”, “completo”, “fijo” incapaz de ulteriores modificaciones, y la realidad visual ya no celebra otro enigma que el de estar, o no, presente ante los ojos y ese mundo visual como decía Oscar Wilde, si hay un misterio en el mundo, éste pertenecerá al orden de lo visible.

Lo visual debe ser sin pliegues donde se pueda llegar a esconder el diablo: lo que se le aparece al ojo es lo que es y es en sí mismo. Ya no hay pliegues, no hay más misterio: el diablo de lo vulgar no se esconde en los pliegues —como sugerían los místicos de antaño— sino que se exhibe de plano, desnudo… de tan evidente, invisible.

Lo que se ve queda, por lo mismo, sometido a los regímenes éticos y hasta políticos de nuestra cultura: cuando lo visual se vuelve consensuado entre el que ve y el que nos da el ver, se establece un totalitarismo visual al cual se adscribe sin poder dudar. Lo real visual no se debate y por lo mismo, lo real visual también nos tranquiliza…

Las imágenes son la forma eminente de un régimen que no exige de nosotros ni el menor gesto iconoclasta ni la manifestación de un principio crítico fundamental a través de esas formas contra las cuales podemos confrontar nuestros momentos de libertad respecto de lo visible… y esto porque desafiaríamos las distribuciones dadas de lo sensible y negaríamos cualquier interpretación del mundo.

Si el ojo es lo que es, conmovido por un cierto impacto del ser, la restitución del ser debe ser cancelada para que no nos encontremos con el mundo sino con su representación visible: idolatría, falsas imágenes que desvían la mirada de lo que es: la estatua inerte antes que el sentimiento. Ver es no ver y no ver —como leíamos con Swift— es la clave para el ver. El espectador activo debería, para serlo, poner en marcha todas sus herramientas para convertir las imágenes en una visión. El espectador debería “intranquilizarse” y, en síntesis, llegar a ver su ver.

En Bird Box, por un desencadenante misterioso y apocalíptico, el ver —antes tranquilizador, cabal y anestesiante— se vuelve sobre nosotros como voluntad de extinción. El ver de Bird Box nos delata a nosotros mismos como vacíos de significado ya que toda esa carga de ser que debería anidar en nosotros la hemos dejado depositada como ofrenda en la imagen… y por eso, en lo que se ve, no hay nada que ver: lo que se ve no dice nada y en ese silencio se materializa el suicidio.

Negarse a la visión es la salida que propone Bird Box para que surja la realidad interactuante entre el ver y el dar a ver. Para que el ver sea una epifanía y no una retórica de coloridos sinsentidos, inconducente y diabólica. El ver debe decirnos y para ello es necesario vendarse los ojos, tapárselos con la mano o apelar a la primera herramienta del pensamiento y el sentimiento que son los párpados cuando buscamos cerrarlos.

Así transcurre la tragedia de Bird Box: bajo la premisa de que en la panacea de la visión no hay libertad porque, sencillamente, no hay nada real… Pero bajo la propuesta de no ver para poder ver de una vez y por todas, la jaula de significado que nos contiene y nos libera en nuestra verdad… Y los ciegos nos ayudarán en esa aventura…

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: La actriz Sandra Bullock, Julian Edwards, y Vivien Lyra Blair en Bird Box (2018).

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