La premiada ópera prima del abogado nacional hereda el desgarro y el pesimismo del realismo social de la literatura chilena de fines del siglo XIX y mediados del XX —en particular la de Baldomero Lillo y Nicomedes Guzmán—, y nos hace recordar al cine de Aldo Francia de principios de los años ’60 («Valparaíso mi amor», «Ya no basta con rezar») y, quizás lo más preocupante, ilumina una dimensión paralela y soterrada que, pese a las décadas transcurridas, no ha cambiado un ápice.
Por Juan Pablo Sáez
Publicado el 9.5.2019
La ópera prima de Rodrigo Cortés (Santiago, 1975), Buganvilia —ganadora en 2018 del Premio Revista de Libros de El Mercurio— es una novela coral que sigue la vida de varios personajes, pero se concentra básicamente en tres: Borja, un solitario abogado de clase acomodada que se ha autoimpuesto desde hace años una especie de voluntariado en una población del sur de Santiago, llegando incluso a apadrinar familias completas condenadas a la miseria; Maikel, uno de los jóvenes habitantes de esta población y “ahijado” de Borja, que se gana la vida como lanza local e internacional; y Rodrigo, vecino de Maikel y padre del Lloni, un joven a quien abandonó cuando niño.
El inicio de la novela resulta engañador pues se enfoca en la figura del abogado —quien le relata a su psiquiatra en qué consiste la labor social que lleva a cabo en una población de Puente Alto— dando así la sensación de que es el personaje principal. Sin embargo, a poco andar, nos damos cuenta que Borja es más bien una figura funcional que hace de nexo entre las historias protagonizadas por Maikel y por Rodrigo, de donde nacen a su vez una serie de sub-tramas.
La temática central de Buganvilia es la desesperanza social, entendida aquí no como la tragedia humana dentro de la cual se perfila una salida —siguiendo el modelo del self made man, el niño o niña que logra escapar de la extrema pobreza haciéndose a sí mismo, cual futbolista o rapero exitoso—, sino como la inevitabilidad del destino infausto al que condena a los más pobres el modelo socioeconómico de turno. Este destino en particular es visto por el autor como una fuerza exógena, indomable, que arrastra a quienes habitan la periferia de la sociedad a un final ineludible: en el mejor de los casos, la muerte, y en el peor de ellos la cárcel, en el entendido de que esta última alternativa supone una reedición constante del hilo trágico.
Maikel y Rodrigo han logrado escapar de la muerte, pero a cambio de ello están inmersos en un verdadero anillo de Möbius, es decir, un mundo de una sola faz (la miseria) y sin orientación, donde lo que acontece se repite ad eternum, como en las obras de M.C. Escher. En este mundo, ambos personajes crecieron en la precariedad económica y emocional y fueron maltratados en su niñez. Ya de adultos siguen siendo víctimas de la precariedad y el maltrato aunque ya no por parte de sus mayores sino que del sistema socioeconómico que discrimina a la periferia. Dentro de ese círculo desarrollan dos características que, como veremos, ya avanzada la trama, los asemeja a Borja: una soledad impenetrable y una empatía sumamente selectiva que raya en la obsesión. Mientras en el caso de Maikel el objeto de dicha empatía es Juana, y en el de Rodrigo es Mercedes, una prostituta cubana amiga de él, en el caso de Borja es la población completa donde viven Maikel y los otros. La empatía del abogado no sólo es selectiva y obsesiva sino además redentora, pues su presencia en la periferia supone la intención de vencer la miseria y el dolor.
El abogado siente justamente empatía por los casos perdidos que habitan esa población de Puente Alto porque se ve reflejado en ellos: él mismo fue maltratado por su padre hasta lo indecible y la vida lo ha llevado a ser un tipo solo, periférico, al borde del autismo. Esta troika —Borja, Maikel y Rodrigo— constituye la buganvilia que da título al libro. Una muchacha que se cruza con Maikel en el barrio Bellavista le explica sucintamente la particularidad de esta planta: “Entre más sufrida, más florida”.
Al otro extremo, tres personajes encarnan el destino fatal, la muerte: el Lloni, un lanza adolescente que creció literalmente en la calle, y los hermanos Patricio y Antonio; el primero un drogadicto y el segundo un alcohólico. Como en toda la novela, el autor describe los hechos que rodean la vida de estos personajes desde una doble perspectiva: objetiva y subjetiva. En la primera el narrador omnisciente nos describe los acontecimientos fríamente, sin juicios de valor. Así ocurre en el capítulo tres donde asistimos a un conflicto fratricida entre Patricio y Antonio.
El primero le pide plata a su hermano para comprar droga. Éste se niega, lo que enfurece a Patricio quien golpea a Antonio hasta dejarlo inconsciente: “[Patricio] Bajó las escaleras, tomó el hervidor, lo llenó de agua y lo conectó (…). Al sonar el click y al darse cuenta del vapor que salía, Patricio desconectó el hervidor, lo sacó de la base eléctrica, y con el mismo y el agua hirviendo se acercó a Antonio que seguía inconsciente. Sin más, le vertió el líquido sobre el cuerpo y rostro”. La prosa de Cortés, como leemos, es telegráfica, rápida, sin pausa, como la vida de quienes habitan Buganvilia. En esa rapidez se prefigura la tragedia; como si los personajes de este libro fueran un vehículo aproximándose a toda velocidad al barranco: nada puede interrumpir el salto al vacío.
La segunda perspectiva, la subjetiva, es expuesta por el autor en formato de entrevista: el autor cita la declaración de familiares o vecinos de los personajes centrales de la novela para dar cuenta de un acontecimiento. La persona que habla, lo hace como si relatara algo a un tercero: un periodista, un juez, un policía, alguien que sí forma parte del sistema y que es, por lo tanto, ajeno a la periferia. Un ejemplo de esto lo encontramos en el capítulo dos donde una vecina de la población del Lloni reconstruye su perfil: “Pero al Lloni lo mató la mamá. Todos decían lo mismo. Lo dejó en un basurero cuando no tenía ni siquiera un año. Y un vecino lo encontró. Llamaron a los pacos. Fue la media cuática. Y todos sabían que la Nicole era la mamá y que la vieja hueona era angustiada y que lo había dejado allí”.
La perspectiva objetiva del narrador omnisciente (que en ocasiones se trasviste del mismo Borja para sumergirse en su propio relato) permite que el lector se acerque al trasfondo de la trama, a la realidad y los códigos que alimentan el imaginario de la población donde suceden los hechos, mientras que la perspectiva subjetiva —los diversos testimonios en forma de declaración que pueblan el relato— le otorga verosimilitud a la narración. Es justamente la capacidad de Cortés de hacer creíble las historias que se entrecruzan en Buganvilia la que sostiene a esta novela que pese a ser corta (164 páginas) se destaca por la complejidad de la trama y el gran número de personajes.
La premiada ópera prima de Cortés hereda el desgarro y la desesperanza del realismo social de la literatura chilena de fines del siglo XIX y mediados del XX —en particular la de Baldomero Lillo y Nicómedes Guzmán—, nos hace recordar el cine de Aldo Francia de principios de los años ’60 (Valparaíso mi amor y Ya no basta con rezar) y, quizás lo más preocupante, ilumina una realidad paralela y soterrada que, pese a los años, no ha cambiado un ápice.
Juan Pablo Sáez (Santiago, 1975). Periodista y escritor. Ha colaborado con artículos literarios para los sitios electrónicos Intemperie, Paniko y Soy Pensante y para el diario La Estrella de Valparaíso. Escribe artículos políticos para el sitio El Mostrador. Desde 2009 ha participado en distintos talleres literarios, destacando los cursos de los escritores Jaime Collyer, Pablo Simonetti y Matías Correa. En el año 2018 publicó su primera novela, Operación Réquiem, bajo el sello Roja y Negra (Penguin Random House).
Imagen destacada: Un fotograma del filme Valparaíso mi amor (1969), del realizador nacional Aldo Francia.