Pese a que ambos autores nacionales trabajan con distintas visiones de mundo -tanto literarias como estéticas- cada uno persigue en sus obras un entorno dramático definido que los afirme en su condición e identidad sudamericana, eso sí, sin perder jamás el valor universal y contemporáneo, que ha caracterizado a sus llamativas y peculiares bibliografías.
Por Susana Burotto
Publicado el 10.2.2019
Considerando el vasto panorama de la literatura latinoamericana y las complejidades y dimensiones de ésta, he considerado importante abordar una parte de este panorama: el referido al fenómeno literario, en el juego de lo reciente, lo actual, lo emergente y lo contemporáneo y a sus fronteras, perspectivas y problemas. La idea clave, en este caso, es lo contemporáneo y sus perspectivas narrativas, no en un plano de elucubración teórica sino a través del prisma analítico de la obra narrativa de los autores chilenos Carlos Franz (1959), con su libro de cuentos La prisionera (2008) y Juan Mihovilovich (1951), con su libro de relatos Espejismos con Stanley Kubrick (2017).
Es importante aludir, antes de concretar el tema de la ficción narrativa de estos autores, al hecho ineludible que el concepto de contemporaneidad dentro de la literatura, abarca muchos matices y problemáticas que tienen que ver con la forma en que los procesos literarios son creados y recibidos en un mundo lector, en constante cambio y con diferentes niveles de acogida y de comprensión. Además de la figura del autor y su contexto de tiempo histórico, social, personal y familiar, está la mirada de la crítica, de los medios de comunicación, del mundo editorial y de las redes sociales, todo lo cual complejiza aun más el análisis de las obras de ficción y las perspectivas para abordarlas.
Lo anterior se configura en torno a varias interrogantes, una de las cuales guarda relación al cómo adentrarse en el mundo de la ficción, sin perder la perspectiva original que ha atravesado toda la historia de la literatura en cuanto recreación o invención de nuevas realidades. Desde Platón, Aristóteles y todo el despliegue de la historia de la crítica literaria a través del tiempo, el tema de la función de la literatura en general- y de la narrativa en particular- ha pasado por el prisma de la historia y del tiempo, hasta llegar a la segunda mitad del siglo XX, en que los cambios que se habían ido suscitando en la creación lingüística, toman una realidad definida con lo que ahora podemos llamar la narrativa contemporánea.
En este marco global, el panorama narrativo tiene constantes cambios, si bien se mantienen los mismos parámetros para entender los significados generales del cuento y la novela. A nivel latinoamericano y chileno se han sucedido generaciones de cuentistas y novelistas, que, en un marco más clásico o más rupturista, han cubierto el panorama narrativo de las últimas décadas. Está de más explicar los aportes que en tal sentido han significado autores de un peso mayúsculo como José Donoso, Ricardo Piglia, Roberto Bolaño y varios otros narradores claves para el devenir del cuento y de la novela latinoamericana y chilena contemporáneas. Lo anterior, sumado al hecho ineludible que nadie puede desconocer los aportes de los autores del boom y su herencia, ya sea en forma de continuidad o separación, pero que habla a las claras de una situación ficcional en constante apertura, con un horizonte amplio en cuanto a la crítica y apreciación de las obras cuentísticas y novelescas.
A lo anterior hay que comentar la realidad conflictiva de un mundo editorial cada vez más fragmentado y vulnerable a la arremetida de una literatura comercial en constante auge y exposición mediática. Si bien la literatura y sus formas tradicionales de narrativa, poesía y dramaturgia, siguen apareciendo y publicándose, no es menos cierto que hay cierta invisibilidad de estas lecturas, que muchas veces son relegadas al ámbito crítico-académico, produciéndose una separación social de muchas culturas y subculturas, que no ayudan a una mayor difusión de las obras literarias. Una discusión que, naturalmente, lleva a otros rumbos, fuera del contexto de este trabajo, pero que forma parte de la situación cultural de muchos países latinoamericanos, incluido el nuestro.
Volviendo al contexto del análisis de los textos literarios, las numerosas oleadas y manifestaciones de la crítica en torno a su apreciación de la literatura de ficción, han supuesto también a los autores un constante desafío en la creación de sus realidades lingüísticas. ¿Qué representar en sus ficciones? ¿El mundo globalizado de hoy? ¿O insistir en las temáticas contenidas por un entorno concreto, donde todavía impera el realismo de las ubicaciones geográficas, sociales, temporales? ¿O acaso esa antigua disyuntiva entre localismo y universalismo ya está zanjada y ahora se trata de otro tipo de discurso en la ficción?
Ninguna de las anteriores interrogantes puede ser contestada en el espacio limitado de un artículo. Pero la reflexión que se acerca, de alguna manera, al tema de la literatura en nuestro tiempo, es un tópico de interés relevante. Y de manera inconsciente, los textos narrativos contemporáneos- así como los que tuvieron, en su día, esta condición- internalizan muchos factores de su tiempo, aun cuando no emerjan explícitamente en la ficción presentada. Las preguntas siempre están contenidas en el texto interno, en lo que no se dice, se oculta, se insinúa o se asoma, como muchas veces nos han dicho los mismos escritores, como el inolvidable “dato oculto” del que nos habla Mario Vargas Llosa. Es la hora de enfrentarnos, entonces, a qué verdades, explícitas o no, secundan estos dos textos narrativos, qué los une o separa, en las letras de Franz y Mihovilovich.
Primero, un aspecto formal aclaratorio: ambos autores han incursionado tanto en el cuento como en la novela, aunque ambos hayan primero trabajado en la narración larga. Los une también un aspecto que tiene que ver con una narrativa que no ha tenido éxitos masivos editoriales, aspecto que, por lo demás, es asimilable a muchísimos narradores chilenos, que se han ganado un lugar en la crítica y en la academia, que han sido traducidos, que han obtenido distinciones importantes, pero que no alcanzan una lectura generalizada de sus obras. Si bien es un fenómeno que es dable para otro análisis, lo menciono para enlazar una característica orientativa de sus relatos a lo largo de ambas trayectorias: la indagación en temáticas y trasfondos complejos, y -como sucede a menudo con Juan Mihovilovich- la permanencia de una cierta oscuridad, que se traduce en un natural alejamiento de las lecturas abiertas o simplificadoras. Esto, en el caso de Franz, está dado paulatinamente, desde su primera novela Santiago cero -una especie de recorrido generacional, una suerte de “muestra de época” (los circuitos juveniles urbanos de la década de los ochenta) hasta llegar a su obra madura, donde también ha recorrido el ensayo y otras manifestaciones.
En el caso que nos convoca y la analogía entre las obras La prisionera y Espejismos… tenemos ante nosotros dos volúmenes de cuentos, con todo lo que esto traduce en términos de forma: narraciones con una extensión acotada, con una anécdota única, en un lugar (o acercamiento a uno que podría ser) que no se extienda a otros y una atmósfera que solo abarque lo circunscrito al relato. Los mecanismos estructuradores de un relato corto están, solo que van conformando una red más amplia que orientan hacia los mecanismos de la novela.
Veamos la perspectiva de los relatos de La prisionera: se trata de relatos independientes, ubicados la mayoría en el desierto chileno, lo que otorga a los cuentos una unidad de enlace, que gira en torno a temáticas, atmósferas y personajes que aparecen como suspendidos en un espacio y tiempo comunes, lo que inevitablemente nos conduce a una visión de conjunto, más propia de la novela. En el cuento El ojo de Dios, de contornos nítidamente policiales, aparece también la figura protagónica arquetípica del detective solitario, que ha huido hasta el norte, que vive en la soledad familiar y que construye lazos con un delincuente. El tema de la droga, los narcos, la violencia y la muerte, late en todo el relato, pero con una contención lingüística que no se desborda hacia el realismo descriptivo, sino que queda en el estilo depurado, más clásico, propio de las narrativas de Franz: «Gálvez lo vio temblar y contenerse. Era famoso, y peligroso, por eso mismo: porque su ira no le nublaba la despiadada cabeza fría. El prefecto se preguntó cuánto más podría tentar a la suerte, hasta qué límite girara cuenta de su historia común» (Pág. 14-15).
Aquí tenemos el caso al que alude James Wood, en su libro Los mecanismos de la ficción, cuando aborda la función del estilo indirecto libre, donde nos movemos libremente a través de los pensamientos, tanto del autor en tanto narrador, como de los personajes, provocándose lo que Wood llama “el puente” entre el autor y el personaje, que llena el vacío, pero que al mismo tiempo hace un efecto de distanciamiento. En tal sentido, la mayoría de los cuentos se apegan a esta forma, una técnica que tanto se adscribe al clasicismo más tradicional como permite también explorar formas más avanzadas. Es lo que sucede con el cuento Un milagro minúsculo, donde el narrador omnisciente avanza hacia la segunda persona, produciéndose una cercanía entre autor y personaje, sin que por ello se pierda la perspectiva de estar relatando desde afuera: «La feroz hora de la siesta, cuando el sol se tumba de espaldas sobre el oasis, con todo su peso, te encontró otra vez en la esquina de esa casa. Era lo más cerca que habías logrado llegar. Te quedaste contemplándola. El techo de tejas, donde una brisa agitaba los hierbajos secos, el palto mutilado que surgía del patio, la ventana chueca, enrejada, donde – te dijeron- había que golpear discretamente, para que la partera se asomara» (Pág. 95). En este breve fragmento se puede observar la doble función narrativa que asimila el “tú” (personaje) con la descripción del entorno (narrador). Está, por otro lado, la constante referencia a la atmósfera del norte, como un enlace que no es solo geográfico sino argumental entre los cuentos, lo que insensiblemente nos lleva hacia los hilos narrativos novelescos.
Veamos, en este punto, hacia la ficción contenida en Espejismos.., de Mihovilovich. Si recordamos a Barthes, este plantea en relación al tema del autor en su libro La muerte del autor, cómo la historia moderna ha ideado o inventado, de alguna manera, la importancia extrema del “autor”, en tanto “persona”. ¿Se mantiene esta idea en los tiempos contemporáneos, con toda la ambigüedad, complejización y mezclas de géneros, con toda la carga de incertidumbres y todas las herencias que ha adquirido la narrativa con el mundo del cine, la televisión, los medios de comunicación? Barthes piensa que la crítica ha consolidado la idea del autor a través del tiempo, si bien ya tempranamente hay autores que han privilegiado el lenguaje como referentes de la obra y no la figura del autor como entidad absoluta. (Mallarme, Proust, entre otros). La idea del autor “nutriendo” al libro, como la figura del padre respecto del hijo, sin embargo, está latente en muchísimos ámbitos, tanto en la recepción o acogida de la masa lectora, como en variados círculos críticos y académicos. No obstante, el término del significado total de un texto, hoy en día nadie discute tampoco que hay múltiples dimensiones, siendo una de ellas la autoría o propiedad como condición absoluta de un autor con respecto a su obra. Los lenguajes, los niveles de realidad, la intratextualidad e intertextualidad, actúan en la obra trazando una ruta que se mezcla al trabajo consciente del autor como dueño de su trama.
En tal sentido, un narrador como Juan Mihovilovic ha tenido una trayectoria que podríamos asociar a una especie de relato autobiográfico, no en el sentido prioritario de un Elena Ferrante, una Alice Munro, un Karl Ove Knausgard, que conforma obras totalizantes en ese aspecto. En el caso del autor chileno, se recorre nítidamente una realidad geográfica, el extremo sur, Punta Arenas, sus imágenes de infancia, adolescencia y juventud, que estructuran aquella “posibilidad” argumental, que, lejos de concretarse en una acción única, la mayoría de la veces se difumina en complejos laberintos desde donde emergen, reconcentrada y tenazmente, sentimientos, imágenes, recuerdos, que tanto dibujan narraciones breves como extensas, jugando con la función cuentística y novelesca. ¿Qué tenemos ante nosotros? ¿Una particular visión de mundo que se estructura a sí misma y se objetiva a través de una trama que es fluctuante entre la poesía, la filosofía, la realidad histórica y biográfica? Si damos un sentido afirmativo a esta interrogante, tendremos una propuesta distinta a la de Carlos Franz, que ha incursionado en variadas temáticas y que se ha atrevido (en El lugar donde estaba el paraíso, por ejemplo) a salir del acomodo de los lugares conocidos chilenos, urbanos en su mayoría, para explorar en el Amazonas, como ocurre en esa novela. En Franz ha habido una evidente exploración en varios caminos, siendo uno de ellos, en esta obra que aquí se comenta, el traslado de la fábula hacia el norte y el desierto, en una especie de desafío de localización de su obra narrativa, que evidentemente no aparece en la obra general de Mihovilovich. Sin embargo, no podemos quedarnos en estos arquetipos rígidos porque la idea va en otro sentido, ya enunciada al comienzo de este texto: comparar las propuestas narrativas de estas dos obras concretas para ir analizando de qué manera, al trabajar las atmósferas en relación a lo narrado, se van dibujando obras que cruzan las fronteras del cuento y miran, sin salirse de la opción elegida, hacia el territorio de la novela.
Examino algunos relatos de Espejismo con Stanley Kubrick, como es el caso de «Aullidos»: «Me hallo preso de una frágil incubadora y respiro con dificultad a través de unos tubos considerablemente delgados que salen o llegan hasta mis labios. Tengo un frío visceral y pareciera que esta situación extrema es de nuevo terminal. Ya me había acostumbrado a mi antigua posición fetal y a estar chupándome el pulgar derecho todo el tiempo (/…) Y por eso tengo la certera impresión de ser observado por estas abúlicas enfermeras totalmente ajenas ami fastidio» (Pág. 17). Aquí ya tenemos una de las constantes de la narrativa de Mihovilovich, configurada por la voz de la conciencia de los personajes. Al decir de James Wood, estamos ante un autor que nos quiere acercar al interior de su personaje, pero en realidad es el mismo autor que está accionando ese mecanismo. En este aspecto, hay frecuentes ejemplos en los cuentos y novelas de este autor, que estructura un bloque poderoso con la autonomía de una conciencia que siempre está recordando, divagando, reflexionando, incluso describiendo. Lo anterior no lo priva de trabajar también con mundos concretos: lugares, nombres, tiempos, fábulas, que se van integrando a la visión interior con que muchas veces parte sus relatos. Es lo que sucede con el cuento «Pietro Altona», donde el recuerdo de infancia de un compañero de escuela nos lleva a esa alternancia entre visiones interiores y anécdotas puntuales, que muy pronto nos dejan en el territorio de un aparente realismo: «La puerta de nuestra sala de clases se abrió de par en par y entró por ella mi salvador: un niño con trazas de gigante llamado ‘Pietro Altona’. Vino desde Italia luego que su padre, una camisa parda de las hordas de Mussolini fuera colgado en una provinciana plaza pública (…………) Por lo pronto lo tenemos en medio de la sala con mi misma edad, pero con una altura superior al metro ochenta y ese cuerpo de gigante envuelto en su blanco delantal, siendo una réplica perfecta de un oso polar mirado por detrás» (Pág. 45).
Así se van sucediendo relatos en que se mezclan los planos abstractos con elementos de fábula: «Estoy extraviado en medio del espacio sideral y en la penumbra que me rodea busco un espacio que pueda cobijarme. (……) Hay imágenes nítidas que me permiten deducir que soy el fragmento de una filmación esencial de Stanley Kubrick, el cineasta neoyorkino que revolucionó en gran medida el séptimo arte en los años sesenta del siglo veinte y cuya atracción me resulta inevitable» ( «Espejismos», Pág. 11). «Es medianoche de difuntos y un pequeño roedor muerde mi oreja derecha. Duermo en la cuna de madera que mi padre me hiciera en mi primer cumpleaños cuando siento un dolor agudo y lacerante» («Ratas», Pág. 29). Solo en este fragmento de inicio de un relato se va integrando también el tiempo de una manera difusa ya que es el verbo en presente para llevarnos al pasado donde lentamente las imágenes van haciéndose más nítidas sin perder ese halo de irrealidad que cruza casi todos los cuentos como un hilo invisible que los ata en un nudo que nos acerca a la línea novelesca. Se observa así también una oscilación entre el habla desde el ser recóndito al mundo de las personas y de sí mismo.
Lo anterior se reafirma en el cuento “Con Stanley Kubrick en Paris”: «Sueño que soy un escritor reconocido. Estoy en Europa, en un café parisino cerca de Port Royal. Me sirvo un café cortado con Stanley Kubrick. – Vi tu película, le digo. (…) Aquella en que un feto humano desciende hacia la tierra. (…) Yo no he hecho una película semejante, afirma Kubrick, y me observa ahora con aire de sospecha» (Pág. 141). Así se traza una línea nítida entre el primer cuento “Espejismos” y el último ya mencionado, que cierra el círculo: «Quizás Kubrick sea un invento de mi imaginación, que no exista y que yo esté en un café de Port Royal sirviéndome un café cortado en solitario. O incluso, que ni siquiera esté en París, que nunca he sido ni seré un escritor reconocido y que la estación de metro donde figura claro el nombre de Port Royal sea parte de mi sueño» (Pág. 142)
Lo anterior reafirma una narrativa por la que circula una atmósfera con matices de irrealidad- o de realidad difuminada por el tiempo, la duda, la imaginación del pasado y del presente- que desemboca, como muchos relatos anteriores de Mihovilovich- y que provoca un entrelazamiento de los géneros del cuento y la novela, en una armonía que no se deja leer como lo uno y lo otro, estructurados en sí mismos, cerrados sobre su eje temático, aspecto que ahora analizaremos con los relatos de Carlos Franz.
Es indudable la factura precisa, impecable, hasta cierto punto fría en el dibujo de sus cuentos. Ambientados en el norte, cercanos al desierto muchos de ellos, hay ahí un motivo claro desde la misma arquitectura narrativa: explorar otros territorios, desmarcarse del territorio urbano santiaguino- ya lo había explorado en otra novela- y extender sus líneas narrativas por el cuento y por otros ámbitos geográficos, sin perder por ello su aire global y universal, que a veces lo acerca a una escritura de hechura más bien clásica. Es como si Franz se arriesgara en otros lados, pero manteniendo ciertos códigos que nos hacen sentir, como lectores, que estamos ante un narrador de esa factura tradicional. Pienso en un relato como “El ojo de Dios”, el clásico argumento de trama policial en su discurso externo, con elementos tomados de la mejor tradición en su factura, como es el caso del personaje, el prefecto Gálvez, en su figura del eterno policía solitario, preso en su tristeza y con un pasado a cuestas.
Aquí aparece también el registro realista: «El prefecto Gálvez se levantó de la cama con toda la suavidad que le permitían sus ciento dos kilos. Era un hombre alto y rollizo, con un bigote lacio de mandarín que cultivaba en tácito recuerdo de la abuela china que lo había criado en el puerto pesquero de Taltal» (Pág. 12). En esa temporalidad concreta y sólida, en esa especie de obligación narrativa mínima, está la sustancia clásica del relato realista chileno y latinoamericano. Como también en el trabajo lingüístico, que contiene en sí mismo lo simbólico, lo identitario: «La lisa cara del desierto era el rostro de un hipócrita, volvió a pensar Gálvez. Bajo esa costra reseca se escondía un mar, una red de aguas sulfurosas que en ocasiones asomaban, apestando. En cierto modo, el desierto era como su memoria» (Pág. 17). Se impone también el aspecto de realismo contingente, como es el caso del siguiente ejemplo: «Así lo hacían, los traficantes usaban como rutas el dibujo de los geoglifos, esos gigantescos tatuajes en la piel del desierto. Guiones entre los signos de dese alfabeto que convertía a todo el desierto en un gigantesco libro, indescifrado. (…) Y al mismo tiempo, comprendió que esos desplazamientos ciegos, de apariencia errática y contradictoria, habían sido una suerte de lección» (Págs. 28-29).
Aquí está la línea narrativa pura, contenida, nítida, social y contingente en el transcurso de su trama, que se contrapone después -y también se complementa- con elementos más imaginarios, trabajados con aspectos más internos o subjetivos, como es el ejemplo del relato “El amante imaginario”, en la mejor tradición del cuento realista-sicológico, ubicado dentro de la realidad local de estos cuentos, el norte, su aridez, su soledad: «Todos los diablos se cruzaron en el camino del periodista Mario Fernández, esa mañana. Los vio -o creyó verlos- cuando dejaba su casa camino de su acostumbrado desayuno tardío, en la terraza del hotel Nacional. Eran una polvareda, un remolino de luces y cuernos en el mediodía cegador, un redoble de bronces y vientos desapareciendo en la callejuela lateral». (Pág. 31). A eso le agregamos aspectos centrados en un personaje y pensamientos, manteniendo una línea paralela con la anécdota principal: la expectativa de lo que pasará, narrando una historia de amor e infidelidad, que, fiel a su contemporaneidad, intensifica su ambigüedad: «¿Qué era? ¿Qué había sido? ¿Qué trozo de un amor pretérito y olvidado, del que ya no era capaz, lo alcanzaba en el sueño? (…) Sin embargo, no consiguió fijar la atención en el periódico. La arteria hinchada de sus jaquecas, en la sien izquierda, insistía en llevar el ritmo- pero no la letra- de aquellos versos que había oído- pero no recordado- en el sueño ciclístico de la mañana» (Págs. 56-57). Otra vez está reiterado el ejercicio de contener en un cuento todas las posibilidades expansivas de la novela, tal cual sucede con los relatos de Mihovilovich. Pero en el caso específico de Franz, tal realidad se conjuga con factores que mezclan de una forma más nítida el mundo perceptible, externo, con la realidad interna de los personajes.
¿Cómo concretan esa posibilidad ambos autores? Podríamos suponer que los dos libros de cuentos aquí presentados- La prisionera y Espejismos con Stanley Kubrick– cumplen fielmente con la estructura cuentística y no incurriríamos en ningún error formal. Lo que en verdad sucede es que en ambos volúmenes está latente la posibilidad de la novela, como si cada cuento relatado tuviera un cierre y una apertura conjugándose con cada relato que aparece a continuación o más adelante. Nos podríamos preguntar si este aspecto de enlace entre ambos libros es una constante entre los autores chilenos de hoy y ahí habría muchas interrogantes complejas de responder.
Ahora bien, veamos otros relatos de Franz: en “El desierto florido” está la descripción del entorno con una relevancia poética, al igual que irrumpe en los relatos de Mihovilovich, en una especie de enlace temático relevante en ambos autores. «¿Sabes? Anoche soñé con el desierto florido- le dijo Silvia. – Todavía es época- le contestó Montañé. (…)- Primero se oyen truenos en el altiplano, hacia Bolivia, como si las montañas se vinieren abajo, como si el mar quisiera volver al desierto. Después cae una lluvia nocturna. Se oye como si aletearan millones de pájaros” (Pág. 73-74). En “La prisionera” está presente el ámbito romántico, que late, que subyace mezclado a los aspectos más ásperos o amargos de las tramas, también en analogía con el otro autor. Para enlazar este motivo, el autor se vale de la descripción como una manera de acercarnos al personaje principal. «Boris Mamani era un hombre de piel cobriza y pelo liso y negro, sin una cana, a pesar que ya frisaba la cincuentena. Era bajo y robusto. Pero no gordo, sino más bien macizo, sólido como los algarrobos achaparrados en la linde del oasis con el desierto» (Pág. 54). Los ejemplos anteriores suman el mejor realismo en el sentido clásico, aspecto no menor en la prosa de Franz, que también en algunos momentos trabaja como recurso lingüístico, Juan Mihovilovich.
Así se va configurando el panorama que se propuso al comienzo: dos narradores contemporáneos chilenos que trabajan el género del cuento, ampliando sus límites hacia el mundo de la novela. En esta ampliación hacia este territorio hay también otros paralelos interesantes de destacar y que responden a una interrogante sobre el devenir de la creación literaria, acotado a esta época y a estos espacios.
Un trabajo lingüístico que mantiene una forma más clásica que rupturista. Según James Wood (Los mecanismos de la ficción) uno de los aspectos fascinantes de la ficción narrativa –que mayoritariamente es recuerdo de literatura de corte clásico- se traduce en la concreción que rodea al relato: «Confieso sentir ambivalencia hacia los detalles en la ficción, Me complazco con ellos, los consumo, reflexiono sobre ellos» (Pág. 75). Eso es lo que se percibe en los relatos de Mihovilovich y Franz: una voluntad de plasmar, de marcar los aspectos ambientales que refuerzan una trama simple en su apariencia de fábula, pero- y aquí viene el otro aspecto- llena de profundas reflexiones, lo que nos lleva a:
Una mirada contemporánea, que desmiente, en parte, el clasicismo enunciado más arriba. ¿En qué sentido lo hace? Cito nuevamente a Wood, quien nos habla del lenguaje del novelista: «El novelista siempre está trabajando con tres lenguajes, al menos. Está el propio lenguaje del autor, el estilo, sus herramientas de percepción y demás. Está el presunto lenguaje del personaje, su estilo y cosas semejantes, y, por último, está lo que podríamos llamar el lenguaje del mundo: el lenguaje que hereda la ficción antes que esta llegue a convertirse en estilo novelístico….» (Pág. 44). De alguna manera, el instrumento lingüístico de ambos autores trabaja con todos los registros que posibilitan representar un mundo que es el de ahora, que se parece en sus contornos físicos, ambientales y temáticos, a nuestra contemporaneidad. Pero cada uno no es una muestra simple del estar aquí, que lo puede trabajar cada autor sin por ello elaborar un trabajo de gran profundidad. Franz y Mihovilovich, mostrando estos mundos, marcan también sus propias identidades, lo que nos lleva a otro aspecto, sus diferencias, como otro rasgo relevante.
¿En qué se diferencian sus escrituras? Se parte de la base que este trabajo los aúna, los relaciona en la propuesta de mostrar sus cuentos como proyecciones novelísticas. Pero está claro que ambos autores trabajan también con distintas visiones de mundo. Franz apunta hacia ámbitos más argumentales y externos, objetivando historias que resaltan por un costumbrismo ambiental engañoso porque la trama va adquiriendo un horizonte que desmiente ese aparente realismo y se afirma en una nueva realidad creada por el autor. Por su parte, Mihovilovich tiene un énfasis en lo interno y para ello se vale de tramas ambientadas y localizadas puntualmente, pero ninguna de ellas ofrece una visión panorámica sino altamente introspectiva e impresionista, como si todo lo que allí ocurre estuviera impregnado de una identidad que la particulariza frente a otros argumentos y otras ficciones. En tal sentido, esa diferenciación otra vez los hace análogos en el contexto de que cada uno de los narradores busca un entorno definido para, desde allí, buscar una subjetivación que los identifica en una identidad que afirma su condición chilena, pero al mismo tiempo universal y contemporánea. El eterno dilema narrativo de la ficción local, en su búsqueda de mundos cada vez más complejos en su fragmentación como también en sus semejanzas, en el contexto de una globalización, tanto social como tecnológica, que gana terreno en mostrar mundos ajenos en una inmediatez que la literatura obligadamente demora en objetivar.
Por lo anterior, enfatizo la urgencia del conocimiento de éstos y de muchos narradores chilenos invisibilizados por la muralla del sistema.
Susana Burotto Pinto es académica de la Facultad de Educación de la Universidad Autónoma de Chile, sede Talca, VII Región del Maule. Asimismo, como escritora ha publicado las novelas Los cercos invisibles (Ril Editores, 2016) y Los gritos en las sombras (Mosquito Comunicaciones, 2009).
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