Como un reflejo de las carencias materiales y espirituales de un país habituado a las zozobras (y al sometimiento), durante la segunda mitad del siglo XX, resulta posible de calificar el segundo tomo de una saga autobiográfica de tres volúmenes (el último llevará por título «Educación superior»), debidos al multifacético periodista y escritor nacional.
Por Luis Saavedra Vargas
Publicado el 28.12.2019
Escribe Marcelo Mendoza en un artículo: “A fines del siglo XIX Eduardo Matte Pérez, bisabuelo de los empresarios Eliodoro y Bernardo Matte Larraín, lo dijo con todas sus letras: ‘Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio’”. Porque eso es lo que hemos sido durante siglos, apenas lastre para élites que creen que se sacrifican por nosotros y, que por lo mismo, lo toman todo como recompensa, cuando la palabra correcta es botín. Élite que hoy en día piensa lo mismo internamente, en sus claustros, pero con la única diferencia de que tiene asesores comunicacionales acordes con la época. Y dicen: “Hemos escuchado. Son demandas justas. No es la forma.” Pero no escuchan, no creen en las demandas y decir que no es la forma, a estas alturas, es una manera de acallar voces. Porque caminando por calle Santa Isabel me encontré con esta publicidad de una inmobiliaria con la sonriente imagen de una familia, en espacios blancos e impolutos, sobre la que alguien había escrito con mano horrorizada: “No era paz, era silencio”. El silencio que venía del pueblo que éramos, los topoides que aparecían en el cómic Los cuatro fantásticos, los Morlocks de La máquina del tiempo. Todos nosotros merodeando en la oscuridad bajo la urbe moderna del oasis. Esa vida vegetal precaria que Manuel Rojas describió en Hijo de ladrón, y Óscar Castro en La vida simplemente.
Ernesto Garratt escribió Allegados en 2017 y muchos la leímos con el corazón apretado. Los párrafos que tratan la miseria urbana, hablan directamente y sin anestesia. Un realismo sucio que se te pega al alma y se sienten tan reales que a varios les gatilló imágenes de los años de Dictadura. Como las novelas de Rojas y Castro, es un reflejo de la rabia de una sociedad que ha construido el Costanera Center y un ingreso espejeante de 25 mil dólares per cápita, pero que desde el siglo XIX solo es un país latifundista en el que se hace únicamente lo que el patrón autoriza. Rabia es la palabra clave de los tres tomos de Allegados, la que empuña la mano al escribir cada parrafada. Aquí el resto de las emociones son secundarias. La tristeza es la rabia impotente. El miedo es la rabia silenciosa. El asco es la rabia contra uno mismo. Y el amor es un refugio temporal contra la rabia. La rabia como un demonio que se apoderó del alma de una nación en 1973, año en que los vecinos se apuntaron con el dedo unos a otros. Rabia contra el espejismo del oasis, como dice el mismo Garratt en su artículo «El Versalles Chileno». Un eslogan que se cae a pedazos. Rabia contra un presidente que comía pizza un viernes 18 de octubre. Rabia contra las imágenes malditas de la vejez y las muertes solitarias de jubilados que nunca vieron el júbilo. Rabia, rabia contra la muerte de la luz, decía Dylan Thomas.
No es coincidencia que una de las frases favoritas de este país sea la portaliana «El Peso de la Noche». Rabia porque, ya arañando los cincuenta, me transformaré en un viejo culiao huraño que nunca ha conocido el ejercicio de la democracia, sino un simulacro tutelado. Rabia porque quizás la democracia fuera del primer mundo es solo un producto bien publicitado como un champú revitalizante que nunca obtiene el efecto deseado. Hay un meme que, como todos los memes, es una parte un chiste y otra un puñetazo a la mandíbula, que dice que emigrar dentro de Latinoamérica por motivos de inestabilidad de tu país es como cambiarse de camarote dentro del «Titanic». Sabes que tarde o temprano, no importando el país, este se hundirá. Rabia porque el próximo año los González y los Tapia serán despedidos, desvinculados, exonerados, y serán apuntados como los responsables de su propia miseria. ¿No les gustaba marchar a los weoncitos? Rabia porque a una niña de quince años se le dispara una lacrimógena que le provoca un TEC. Rabia porque usted tiene dos panes y yo ninguno, y en promedio nos tocan 25 mil dólares anuales a cada uno. Rabia por culpa de políticos que solían apuntar con el dedo, que piden disculpas porque no sabían lo que votaban, porque no tienen responsabilidad política. Rabia, simple, pura y cristalina, que impulsa la vida de millones de personas, aquí en Tierra-1 y en los universos paralelos de la ficción. Rabia porque me hice amigo de un joven que no tenía la mirada directa y siempre sospechaba de sí mismo, pergeñaba la parrilla programática de cines en un diario, y que me contó su vida en Macul. Entonces entendí el daño extendido. Rabia porque inyectaron el veneno de la tristeza en un hombre bueno, en los años 1980 cuando era un niño. Como en los niños del Sename que hoy son las y los Primera Línea, que contienen a la yuta y nos permiten seguir marchando. Rabia porque este hombre llamado Ernesto ha venido purgando sombras desde entonces. Y que solo ha podido conjurarlas con algo de éxito escribiendo la crónica de su mundo.
Ernesto Garratt ha escrito un tratado sobre la rabia en tres tomos. Como esos medievales, cuidadosamente conjurados, con anotaciones al margen. Como La anatomía de la melancolía, una de las primeras enciclopedias del mundo, escrito por Richard Burton en 1621. Ernesto anota cada faceta del cristal de la rabia, cada destello, hasta construir un fresco totalizante. La rabia que surge desde abajo de la urbe del oasis como una pena negra y contenida, gélida o ardiente, que se aposa en los intestinos y agría existencias, y empuña manos tanto tiempo que cuando la quieres abrir ya no puedes. Y qué más terribles navegantes por esta enciclopedia que María Teresa y su hijo, Ernesto, sin residencia física o espiritual. Sin una mano que se pueda abrir para ellos. Estos tomos son un reflejo del ayer y parecieran que no han pasado ni treinta minutos desde entonces, en esta larga, larguísima anomalía de 30 años.
También puedes leer:
–Casa propia, de Ernesto Garratt: Los olores de Ñuñoa.
Luisa Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Fue editor del fanzine Fobos y de los Púlsares, el libro que recogió los relatos ganadores del concurso del fanzine. Forma parte de «Poliedro», un grupo de escritores fantásticos, que está próximo a sacar su cuarto libro. Sus cuentos han sido publicados en revistas y antologías de Argentina, Chile, Italia y Francia. La nueva versión de su novela Todos nosotros, zombies, fue publicada en Próxima bajo una Atribución-Licenciar Igual 2.0 Chile de Creative Commons.
Crédito de la imagen destacada: Editorial Hueders.