Cuando veía «The Irishman», fue inevitable acordarme de un gran amigo – ya fallecido – que trabajó para la mafia italiana. No sólo me relató horas de aventuras y pesares, sino que me enseñó que la esperanza es para los inocentes. No creo que esto cambie. Todo quedará igual de feo. Y mal hecho, como siempre.
Por Alberto Cecereu
Publicado el 31.12.2019
Pensé a ratos escribir sobre The Irishman. No es precisamente una historia sobre la mafia, el crimen y el tráfico de influencias. En verdad, es sobre cómo envejecen los hombres. No todos los hombres, está claro, sino los hombres estadounidenses de clase obrera, inmigrantes, blancos y en su mayoría católicos. Es circunstancial eso de que maten como malos de la cabeza, laven dinero, sobornen jueces y políticos. Película de tres horas y más. Para ver a Joe Pesci hacer muecas. Es que con la mueca dice tanto, dice mucho, lo dice todo. No hay estridencias con Pesci, ni tampoco, un: “mátalo ya, maldito perro”. No. Sólo cosas suaves como por ejemplo: “Tal vez demuestras tu incapacidad de mostrar agradecimiento”. Estados Unidos de América ha sido mueca y también exageración. Se ha forjado bajo las circunstancias de hombres como las de estas películas.
O escribir sobre el levantamiento popular, el pacto constituyente y la desesperación de los políticos ahogados. Que nadie habla de lo que es en verdad esto: una crisis de legitimación política. Lo diré hasta el cansancio. Lo seguiré repitiendo como malo de la cabeza. Este es el fin de un Estado que conocíamos y que está sucediendo en todo el mundo. Y que la reacción de los políticos, es de sobrevivencia. Pero hay un problema. Tampoco sabemos nosotros, qué proponer. Con qué y cómo nos gobernamos en sustitución de lo actual.
Así como vamos terminaremos como en el viejo oeste. Un país lleno de pandillas, justicieros y tráfico de influencias. Un país de hombres que hacen muecas. Hombres que pintan casas (a la sazón de Scorsese: que asesinan). A todo esto, eso me emula a Watchmen. Esa serie nueva – producida y transmitida por HBO -que reescribe la historia de Alan Moore y Dave Gibbons. Magnífica. Finamente escrita. Filmada con soberbia. Una historia de amor, que esconde la corrupción de hombres y de mujeres. No hay nada como ver a Jeremy Irons en una actuación sorprendente sobre un hombre que teniéndolo todo, lo único que desea es que idolatren su ego. O un Dr. Manhattan que siempre es un placer verlo. Un Dios vergón. Y azul. En Watchmen nos muestran que estamos imbuidos en una realidad fascistoide. Las víctimas: nosotros. Los victimarios: todos. Sí. La dualidad. El espejo. Lo lacaniano. Lo psicótico. Pero sirve. Aunque sea retórica.
Somos nosotros los que hemos llevado a que todo esto suceda. No es gratuito que hayamos sido permisivos. Nadie nos obligó a endeudarnos hasta el tuétano. A creer que podíamos tener vida de ricos y famosos. ¿Acaso no es eso que compremos paquetes turísticos a 36 cuotas plazo? Nos convencieron que la vida era experiencias. Sí claro. A la mierda. La vida es sobrevivir. Nos convencieron que la vida era comprarse una casa con una hipoteca con tasas de interés draconianas. Mentira. En un mundo sobrepoblado y en crisis climática, moverse será inevitable. ¿Ven que nos mintieron?
Pero también nosotros hemos inventado mentiras para sobrevivir. Como por ejemplo la historia de Nicole Barber que estuvo casada con Charlie durante años, mintiéndose a sí misma. Lo ideal para ella, era jugársela por ser la actriz que brillara en escenarios, televisión y alfombras rojas. Pero bajo el precepto heteropatriarcal, la convencieron que debía criar a un niño que no sabe si ama lo suficiente y que apoye un esposo que tiene el ego del porte de la verga del Dr. Manhattan. Estoy hablando de la cinta Marriage Story, escrita y dirigida por Noah Baumbach. Especial para ver en estos tiempos.
Mientras, son pocos los que persisten en la primera línea de los procesos revolucionarios. Pero que de revolución quizás no tenga nada. Una revolución lo es, cuando es capaz de exonerar la clase dirigente de la posesión del poder, sustituyéndola por otra clase. Lo contrario. Es una revuelta. La razón es que estamos hasta las masas. Atrapados en una dimensión desconocida. Chile es eso. Una isla amenazada por una cordillera y por un océano terrible.
Un Chile donde en los procesos revolucionarios, el alcohol que se toma es más importante. ¿Acaso no es eso, el éxito de los que venden latas de cerveza en las marchas? ¿Por qué tomamos tanto? En mi familia siempre he sido el encargado de llevar “los bebestibles”, en toda tipo de fiesta o junta. Soy el tío curao. El familiar ebrio. El otro día la doctora fue clara. Había ido por una acidez del porte, sí la del Dr. Manhattan. No tome más, me dijo. Se le perforará el estómago. El esófago terminará derretido. Sí, el hígado aún está sano. Pero ese reflujo, lo dejará como zombie por dentro. Hágame caso. No sea leso. Tiene razón, pensé. Duré cinco días sin tomar.
Cuando veía The Irishman, fue inevitable acordarme de un gran amigo – ya fallecido – que trabajó para la mafia italiana. No sólo me relató horas y horas de aventuras y desventuras, sino que me enseñó que la esperanza es para los inocentes. Por eso es que tomo de puro pesimismo que tengo. Tomamos para soportar este país. No creo que esto cambie. Todo quedará igual de feo. Y mal hecho, como siempre.
Chile es una distopía. Prefiero el mundo de Watchmen, donde llueven calamares del cielo.
Alberto Cecereu es poeta y escritor, licenciado en historia y licenciado en educación.
Imagen destacada: Robert De Niro, Al Pacino, Ray Romano, Jesse Plemons, and Kelley Rae O’Donnell en The Irishman (2019), de Martin Scorsese.