«¿De qué vale un papel que declare derechos si en la práctica nada de eso se cumple? ¿De qué sirve organizar grandes foros internacionales si nuestra gente se suicida porque no le alcanza para la subsistencia? ¿De qué sirve el manifiesto panfletario de toda una izquierda/concerta esnob y clasista?», se interroga en esta combativa columna de opinión el director titular del Diario «Cine y Literatura».
Por Francisco Marín-Naritelli
Publicado el 27.10.2019
Nada queda inalterable, todo se transfigura. La vida. La muerte. La muerte. La vida (escribo esto mientras escucho Cactus de Gustavo Cerati, nervioso, con un cúmulo de emociones). Los dolores de un país en el clivaje, momento abisal de cambios y fuego. Una torre abolida. Explosión. Represión. Las balas, el ensañamiento. Explosión contra represión. Un reguero de muertos, torturas, violencia sexual. Como si la primavera ominosa de 1973 volviera, se repitiera. Un día que duró años, décadas. El toque de queda. Los militares copando las calles mientras los helicópteros sobrevuelan los techos. Algo pasó. Se sorprendieron. Nos sorprendimos. De pronto, gritos, muchos gritos, muchas manos y pies. Aglomeraciones en las plazas, en las calles. Esperanza a la par con la indignación. Por un nuevo trato, un nuevo “pacto social”, la necesidad de cambios estructurales y no coyunturales se conversa, se proclama sin necesidad de líderes, tarimas, megáfonos. El viernes 25 de octubre, la marcha más multitudinaria que se recuerde desde 1990. Pero esto venía larvándose desde hace mucho. 2006, 2011, 2018, por nombrar algunas fechas. Nos alcanzaron las aspirinas, a poco andar le subieron el precio. La mentira, una y otra vez, vociferada por los mercaderes del templo dictaba que era imposible. Imposible imaginar otra realidad, y que lo único que podíamos aspirar era movernos, como cerdos atiborrando el metro, los supermercados y los malls para Navidad o Año Nuevo, en este orden ineluctable, sin futuro, sin alegría, impasibles, como decía Mark Fisher, dopados hasta la médula, entre oligopolios y transacciones bursátiles.
Chile. ¿Qué es Chile? Chile es una palabra, y a veces el lenguaje no alcanza a precisar, delimitar, confiscar. Intentemos. ¿Chile, Patria? La Patria castra. La Patria castiga. Mejor la Matria, porque hasta aquí la Patria ha condenado a nuestros jóvenes a créditos hipotecarios imposibles, ha condenado a nuestros abuelitos a pensiones de miseria, a generaciones enteras a una salud y una educación de mierda. Ni qué decir del pueblo mapuche y los montajes policiales. Ni qué decir de las zonas de sacrificio. ¿De qué vale un papel que declare derechos si en la práctica nada de eso se cumple? ¿De qué sirve organizar grandes foros internacionales si nuestra gente se suicida porque no le alcanza para la subsistencia? ¿De qué sirve el manifiesto panfletario de toda una izquierda/concerta esnob y clasista? Nos dijeron: “Es lo que hay, en la medida de lo posible, todo tiene sus costos”. Claro, nos inventaron “el progreso”, la promesa de una modernidad trunca que irradiaría cual corazón poderoso a cada sección, a cada extremidad. Nos inventaron un país, un oasis en medio del “descampado” latinoamericano, una democracia reducida a representantes y representados. Pero eso no es democracia. Nunca lo ha sido.
La mayor farsa fue la transacción de nombres, la usurpación del lenguaje, eufemismos para nada inspiradores. “Clase media” por “pobreza”, “mérito” por “explotación y autoexplotación”, “emprendedores” por “inescrupulosos”, “consumidores” por “pueblo”. Un reparto de lo sensible, siguiendo a Rancière, que escondía la enajenación, el individualismo, el arribismo. Acostumbrados a la inercia de las fantasmagorías, solo podíamos escaparnos a ratos, en el alcohol, en la conversación de tugurios, en la furia de una noche de disturbios. Pero la rabia se hizo incontenible. Rabia, mucha rabia.
Chile, octubre, 2019. Barricadas. El olor se siente en medio del sopor del pavimento y los tubos de escape. Se acelera. Esa extraña culebra que en el pasado consideramos Vanguardia, Gran Espíritu, ha despertado de su letargo, de su clausura. Aunque algún tecnócrata, economista, político, experto, la dio por muerta, desahuciada; la Historia en mayúscula, cual rueda hercúlea, volvió a girar en medio de la electricidad de la masa, las cacerolas. Un presente luctuoso acompaña una sensación de sacudida. Las lágrimas en los ojos. Los brazos turgentes. Los fantasmas acechan, es cierto, pero por primera vez no los esquivamos, no los olvidamos, no los escondemos bajo la alfombra del consenso, conviven con nosotros. Nos acompañan.
Nuestros muertos de ayer y nuestros muertos de octubre.
Por último, una urgencia: esclarecer cada abuso y cada tortura, cada violación y cada asesinato. ¿Dónde están los desaparecidos bajo el Estado de Emergencia? No hay normalidad, como quieren imponernos los medios de comunicación oficiales, el gobierno y los poderosos de siempre.
No habrá normalidad mientras no se sepa la verdad y haya justicia.
Luego vendrán los análisis y las ponderaciones. La necesidad de replantearnos como país y como seres humanos, en los cabildos, en las juntas de vecinos, en los colegios, en las universidades, en las reuniones de amigos, en cada territorio, comunitario pero también personal. Allí la tarea: partir desde nuestras profesiones, oficios, desde el arte, desde la literatura, desde nuestros espacios de élite. Hay que reflexionar sobre nuestros propios privilegios, con honestidad, con humildad, empatizando (porque aquí hay muchas roturas y pocos vendajes).
Hay que volver a imaginar que otra vida es posible.
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Francisco Marín-Naritelli (Talca, Chile, 1986), además de periodista y de magíster en comunicación política (titulado doblemente en la Universidad de Chile) las ejerce también como profesor en la Universidad Andrés Bello y como un prolífico escritor nacional, cuyas últimas publicaciones son el libro de cuentos Interior con ceniza (Ceibo Ediciones, Santiago, 2018) y el volumen experimental de El perfecto transitivo (Filacteria, 2019).
Igualmente es el director titular del Diario Cine y Literatura.
Crédito de la imagen destacada: Rodrigo Sáez / Reuters.