Protagonizado por un trío actoral de lujo, anoten: Bruce Willis, Madeleine Stowe y Brad Pitt, el filme del realizador estadounidense fue todo un clásico del género de la ciencia ficción a fines del siglo XX, pero su mensaje simbólico y audiovisual sigue más vigente que nunca, hoy, cuando la pandemia del Covid-19 amenaza a la seguridad antropocéntrica, nacida desde el nervio mismo de una sociedad hiper tecnologizada.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 21.3.2020
“Cambia nuestra suerte, acribilla las plagas… comenzando por el tiempo”.
Arthur Rimbaud
¿Cuál es, dónde está, cómo se distingue la identidad entre nuestra vida humana de la vida como fenómeno planetario? ¿Dónde podemos aunque sea intuir el nexo entre la vida que vivimos y la vida que nos vive? Desde un punto de vista lógico no podemos. De hecho, “darnos cuenta” de lo que nos determina nos eliminaría necesariamente —lógicamente— del nivel de lo determinado: una aceituna nunca entenderá a la pizza que la contiene y, menos aún la aceituna entenderá el nivel correspondiente al servicio de delivery, el de la pizzería, el del Ministerio de Economía y el mundo de las relaciones económicas internacionales con el que se relaciona el país y su Ministerio, la pizzería, el chico del delivery y la pizza. La aceituna apenas si entiende algo de su carozo… y hará filosofías, ciencias y teologías acerca de su carozo, pero se perdería de vista, desaparecería, si, por arte de magia, se “hiciese pizza”, ya que, ahora, la aceituna sería la pizza en sí misma y en todo lo que la pizza es: ya no más una aceituna separada de lo demás.
Del mismo modo, en nuestra condición humana no podemos ver la vida que nos contiene y por eso, la vida se nos vuelve algo ambiguo, entre compuesto y descompuesto. Por eso toda exégesis de la vida será siempre una traición a la vastedad esencial y proyectiva de la vida: no podemos traducir lo vivo sin traicionarlo. Carecemos de su tiempo y de su espacio: en la vida están siempre activos el pasado y el futuro de su evolución desde lo puramente mineral hasta nuestro cerebro, y un pingüino de Tierra del Fuego y un oso polar del Ártico tendrán definitivamente mucha más cercanía espacial que la que la que alguna vez podrán tener una ameba y el ojo de un científico, por más potente que sea el microscopio que medie entre ambos. Porque no es cuestión de cantidad sino de calidad lógica.
La evolución nos dio nuestro tiempo y espacios asignados: no podemos vivir fuera de una estrechísima película de gas, bajo cierta presión y bajo ciertas condiciones de temperatura. Cualquier viaje a la luna o al fondo del mar que hagamos deberá hacerse metidos en una cápsula o en un traje que contenga las mismas condiciones en la que vivimos normalmente sobre el planeta: ningún ser humano en su carne, sangre y huesos, estuvo jamás —stricto sensu— ni en la luna ni en el fondo del mar… Y es en esta “trampa” de condiciones ambientales desde la que tratamos de distinguir esas “vibraciones” o “energías” (o cualquier otro término equivalente nacido de nuestra mudez lógica) que deambulan entre las galaxias y que se pasean también entre nosotros y que han hecho de la Tierra un planeta vivo. Tales “sensaciones” de lo vital total y sus fuerzas constructivas y destructivas son rechazadas por la ciencia… pero son muy buscadas por los poetas.
En efecto: el arte es el gran recurso… un recurso que sólo vale en tanto que arte: no esperemos de él una explicación positiva que nos aclare todo: “Es imposible hablar de la cuestión de la creación artística con el lenguaje ordinario y racional”, explicaba el director de cine Andrei Tarkovski. En el reconocimiento de la mudez lógica, buscarle sentido a la vida por encima de lo que la vida nos ha dado a nosotros como herramientas para sobrevivir es una tarea imposible. Por eso se apela al arte… Sólo que el arte de hoy se ha segregado, en general, de sus componentes religiosos y místicos, esto es: el arte se ha colocado fuera de su esfera mágica donde el “lenguaje ordinario y racional” no tienen sentido y se debe apelar a fórmulas esotéricas, iniciáticas, donde el espacio del cine o el de una galería o un teatro lírico o simplemente apoltronarse en un sillón para leer, se convierten, ahí sí y sin que nos demos cuenta, en ambientes mágicos donde renacen rituales arcaicos. Y así como pasa en el arte, lo mismo pasa en lo vital total, ya que el arte (el mágico) es nuestro intento de escapar a las limitaciones de lo humano y refleja por un momento un instante de epifanía biológica a través de una metáfora…
Después de todo, la metáfora es la herramienta comunicacional preferida por los mamíferos superiores: un gruñido y un mostrar de dientes, por ejemplo, es la metáfora de un mordisco. Un perro que nos amenaza prefigura la agresión que se quiere, por economía, evitar (de lo contrario, ya nos hubiera mordido). Del mismo modo, las artes son formas económicas de perfilar una realidad inaccesible a la consciencia pero que, en el fondo, anhelamos: “Un poema es un alma inaugurando una forma”, supo decir el poeta de Arrás, Pierre Jean Jouve. Y es en esa forma donde está presente el nexo entre la vida humana y la vida total, y esa forma es también el argumento central de lo humano como mito… En otras palabras: en la forma inaugurada por el arte está nuestra naturaleza ideal, el cuento, el mito de la Naturaleza Intocada que reclaman inútilmente los ambientalistas… tipo de Naturaleza que, por supuesto, no existe ya que la Naturaleza nunca “fue tocada”… en todo caso, ella sólo “se toca” a sí misma y, en el caso humano, de un modo muy especial.
“La Naturaleza Intocada” se refiere más bien a la distancia lógica entre el “yo” de la conciencia y ese hambre de plenitud que siente el espíritu humano cuando se enfrenta a sus propias limitaciones racionales y psicológicas y lo asalta la ansiedad del vacío de aquella “forma poética” sin tener nada que poner en ella. Esta falta es la que genera la ilusión de “lo intocado”, cuando sabemos que es la Naturaleza misma la que ha creado al Hombre y su limitación lógica que él siente como distancia entre algo ficticio —lo humano— y lo real —la Naturaleza Intocada—. La Naturaleza que reclamamos conocer fue la misma que nos cortó el espacio de salida. Las fuerzas que atraviesan nuestra mente decantan el eco de una palabra olvidada por la ciencia y la sociedad de la producción y el consumo: la palabra “alma”…
Mientras tanto, nos tendremos que quedar con nuestra parodia de plenitud que es el consumismo… reflexión que remite a un breve pero sustancioso monólogo en el filme Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), dirigido por Terry Vance Gilliam: “Ahí está la televisión… ¡Ahí lo tienes todo! Mira, escucha, arrodíllate, reza. Los anuncios. Ya no producimos nada, todo es automático. ¿Y nosotros qué? Somos consumidores. Si compras mucho, eres buen ciudadano. Pero si no compras, ¿qué eres? ¡Un enfermo mental! Cierto, Jim. Si no compras… autos, batidoras electrónicas, consoladores eléctricos… audífonos implantados… destornilladores con radar, computadoras parlantes… Si no compras, en definitiva, eres un enfermo mental…”.
«Doce monos»: Tiempo y biología
La película Doce monos tiene sus años pero mantiene intacto su encanto. No hay celulares ni supercomputadores cuyos monitores floten en el aire. La elegimos por la condición que vive la Humanidad en estos tiempos del Coronavirus en los que esto se escribe, aunque en su época centrara su fama sobre el tema del viaje en el tiempo. Es hoy la nueva plaga, nuestra modesta versión de algo parecido a un apocalipsis, con ciudades vacías y vecinos que cantan o gritan desde balcones y ventanas a las calles huecas. Con viajeros varados en países extraños. Con enfermos que huyen de las autoridades y cadáveres incinerados porque no dan abasto las morgues. Un modesto apocalipsis, o revelación, que trae a la vigilia lo que hemos soñado muchas veces en los cines o como cuento lejano de otras pestes. Los mismos microbios que nos salvaron de los marcianos en La guerra de los mundos, de H. G. Wells, nos tienen ahora acorralados en nuestro propio mundo. Es la biología total —la que no podemos conocer— la que por estos días nos rodea y Doce monos revela la naturaleza más terrible que se esconde en el Hombre.
Está inspirada en el hermoso mediometraje La Jetée (El muelle) de Chris Marker (1962), película que en realidad Gilliam no vio sino hasta después de haber filmado Doce monos, pero que contó con el entusiasmo del productor ejecutivo Robert Kosberg que se había enamorado de ella. La orientación lograda es más pesimista que en la obra de Marker, y tan oscura como sucia. Escenas hirsutas, ásperas, bruscas, como residuos abandonados hace tiempo y que el director recupera y lleva a la pantalla sin limpiarlas, en un collage agresivo. Algunos críticos intentaron ver influencias felinescas, especialmente en las escenas que se corresponden con el laboratorio subterráneo donde el reo Jim Cole (Bruce Willis) era usado en los experimentos para tratar de recuperar material que permitiera reconquistar la superficie de la Tierra. Sin embargo, más que felinesca la película parece perseguir una estética entregada al cómic: primerísimos planos, imágenes distorsionadas, sonidos que están en las mentes de sus protagonistas, sobreactuaciones para impregnar escenas, paradójicamente, con un realismo extremo… tan extremo que mucho del filme tiene más de mancha que de imagen. Rostros lastimados, paredes con pintura descascarada, caños oxidados, calles sucias. Explosiones de ira. Golpes. Cadenas. Hilos de saliva. Moretones. Locura y desenfreno.
Y así es como vemos que mientras el impacto inicial de la película era, en el público de los 90, el toque de ciencia ficción del bucle en el tiempo, otro aspecto del filme se patentiza hoy con más fuerza en lo biológico. Lo que la película muestra es esa vida sin control actuando sobre la nuestra y arrastrando a la inteligencia humana más avanzada hacia la monstruosidad, casi como si nosotros nos hubiéramos convertido en los marcianos de Wells. En efecto: ya no se trataba, como en el mediometraje inspirador, de las secuelas de una guerra atómica (tema iconológico de los 60) sino de la vida que nos vive y que se había adueñado del otrora ambiente humano. El uso de animales en pruebas de laboratorio (en videos reales estremecedores) se entremezclaba con un abuso creciente sobre nuestra capacidad de resistir la separación respecto de la vida total que nos sostiene: la vida que nos vive y no la que nos vemos viviendo… una vida alienada hacia el consumismo y la degradación de lo espiritual desde todos los ángulos.
En el psiquiátrico (recreado en la Penitenciaría del Estado del Este —ESP— en Filadelfia donde estuvo Al Capone y cuya celda se representa en la película), un guardia guía a Jim Cole y le presenta a Jeffrey Goines (Brad Pitt) pidiéndole que le haga conocer las instalaciones y las reglas del lugar pero teniendo como meta final localizar el televisor, en tanto que símbolo unificador de la locura de “los sanos”, locura que atenta contra estabilidades que no podemos reconocer. La demencia de Goines es interpretada con una calculada exageración que le valió a Pitt un Globo de Oro y competir por un Oscar (Gilliam sólo tuvo que prohibirle el tabaco y la adicción hizo el resto). A su vez, Gilliam demostró ser un buen director de actores logrando que Bruce Willis dejara de “hacer de Bruce Willis” y muestre lo buen actor que puede ser…, además del hecho de que en su entusiasmo por trabajar en la cinta lo llevara a desempeñarse gratis, a raparse la cabeza ex profeso, “para impresionar más” y a ser la primera vez que lo matan siendo el héroe de la película. La cuestión es que con esa dupla de buenos actores y personajes, la construcción del filme podía centrarse sin problemas para el director en el devenir de lo biológico real imponiéndose sobre la parafernalia humana del consumismo y el abuso sobre el entorno.
Gilliam filma de manera epiléptica, con ángulos de cámara que irritan el sentido común y que ponían en conflicto el sentido de equilibrio visual, creando escenas caóticas y planos desordenados en donde pueden estar ocurriendo muchas cosas a la vez sin que ello moleste… Todo salpicado de picados y contrapicados expresionistas, impetuosos travellings y ángulos abiertos. Desde esa vorágine surge, límpida, la mugre y lo declinante. Surge lo que, para el americano promedio, es lo vivo. Recordar en este sentido y como aporte aparte pero que viene a cuento, que tanto la bañadera como el bidet son invenciones de pueblos latinos, mientras que la ducha es un invento sajón —inglés para más datos—…, ¿qué queremos mostrar con esto? Cómo es la relación con el cuerpo, la distancia entre cuerpos y el sentido de higiene que manejan los estadounidenses. Así entenderemos cómo el latino es visto biológicamente “demasiado cercano” a su propio cuerpo (en la bañadera o el bidet) y al cuerpo de los demás (en el trato personal). El latino es sentido como demasiado “biológico” y por lo tanto, como sinónimo de sucio. La aparición en leit motiv del bandoneón argentino de Piazolla en Doce monos, entonces, no será casual: es un toque de exotismo que el americano no tolera fácilmente y que actúa en sinergia con los negros, los dementes, los pordioseros, sus ropas y la pintura descascarada y los caños oxidados.
La primera salida de Cole al exterior lo enfrenta a los restos de una civilización que debió esconderse bajo tierra como los animales que despreciaba y donde el sobredimensionamiento de lo científico dio origen a un régimen tiránico. De algún modo, la vida que no se ve ni se entiende había copado casi todo en el planeta: un enorme oso vaga por las calles; un león ruge desde lo alto de un edificio, las aves se adueñan del aire. La Tierra se estaba deshaciendo del Hombre como especie y el virus se convertía en su ángel exterminador. Por otra parte, en sus viajes por el tiempo, la vida es, para Cole, un hallazgo mágico en el que descubre, en su psiquiatra Kathryn Railly (Madeleine Stowe) el regreso a la cordura de un mundo que todavía nos toleraba y a la posibilidad del amor. Cole se rescata a partir de su extinción: se quiere quedar en ese mundo sin contaminar y lograr vencer lo fatídico de la vida como dueña del tiempo. Tal momento comienza a nacer cuando en un cine ven Vértigo (de Alfred Hitchcock, 1958) y que Gilliam centra en la escena frente a la sequoia cortada, donde Madeleine (Kim Novak) desliza su mano enguantada de negro por los anillos del árbol como metáfora del tiempo, de la vida y la muerte y le dice a John (James Stewart): “Pienso en toda esa gente que ha nacido y que ha muerto mientras los árboles han seguido viviendo. No me gusta saber que tengo que morir…”. Pero es ese conocimiento el que va aflorando como epifanía poética en Cole, saltando junto a un arroyo: “¡Quisiera vivir justo aquí! Tendría agua, aire, estrellas… se puede respirar… ¡Adoro este mundo! Amo a los peces, amo a las ranas, amo a las arañas..!”. Grita todo esto ajeno al peligro que corre y al pedido de auxilio de la secuestrada doctora Railly, hasta que desaparece dejando sólo ondas de agua que se expanden en silencio. La opresión del futuro cientificista y diabólico lo tiene atrapado.
Pero esta situación de encierro por el tiempo y subyugada por la vida que ha acotado y degradado al Hombre, tiene su salida, paradójicamente, en el amor, en el tiempo y en la vida. El bucle temporal y lógico de la historia permite el descubrimiento de cierta plenitud allí donde la razón y la tecnología degradaron al Hombre hasta vivir en su propia tumba (los laboratorios subterráneos) que no es otra cosa que el desmadre de la civilización. Nuestra recatada versión actual del apocalipsis, la plaga del Coronavirus (como la Peste Negra, la Fiebre Española y tantas otras) desconoce fronteras y políticas internacionales y exhibe al Hombre en su versión unidimensional, al ser humano desnudo, biológico, muñido de una cultura que le es inútil frente al enemigo invisible: la vida absoluta. Le enseña una Naturaleza que, si ella quiere, es implacable y amoral. Una vida que nos vive, nos mata o perdona según códigos extraños a nuestra consciencia y razón.
No se trata, evidentemente, de volverse animal, sino de volverse más humanos. Es la escasez de Humanidad lo que nos volvió (en el filme y poco a poco en la realidad) en seres primitivos movilizados sólo por la enferma angurria del control. La falta de Humanidad nos volvió peores que animales —porque no tenemos perdón—, y situaciones como las que estamos viviendo en estos días remiten a esa realidad.
El llanto y sonrisa en el rostro final de la psiquiatra logran enlazar, poéticamente, el enclave invisible donde nuestra visión del mundo y el mundo que nos vive se dan la mano. Nadie está a favor de una tecnofobia irracional ni de una suerte de zoolatría fantasiosa, sólo buscamos recrear el espacio para la palabra olvidada: “alma”, para su poesía, para su música y para su infinita capacidad de amar…
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Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.
“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Doce monos (1995), de Terry Gilliam.