El segundo largometraje de ficción del realizador australiano David Michôd (autor de “Animal Kingdom” y de la reciente «The King») es una de esas películas que no se olvidan fácilmente: buenas actuaciones, una estética fílmica meditada y coherente, una cámara ambiciosa, una dirección de arte que deja sin aliento en su imaginario apocalíptico, y un libreto generoso en la intensidad de su transcurso argumental. Las interpretaciones de Guy Pearce y Robert Pattinson, asimismo, son fenomenales, en la óptica de un relato rebosante de orfandad desgarradora, vidas destruidas, desesperanza, desamor, de la violencia como ley primordial entre los hombres, pero aún así, con detalles de ternura y humanidad conmovedoras.
Por Enrique Morales Lastra
Publicado el 23.4.2020
“Es la música, es la muerte, lo que yo quise decir en noches variadas como los colores del bosque”.
Alejandra Pizarnik, en Extracción de la piedra de locura
Hace una década que el colapso económico global sacudió al planeta, y el desgobierno y la anarquía prevalecen por doquier. Quizás estamos en pleno año de gracia de 2020, pero no lo tenemos meridianamente claro. El lugar donde se desenvuelven las escenas y las secuencias, sí: el sur desértico, el extremo austral, seco, sin agua, de la isla de Australia, la más grande del mundo. En las transacciones de compra y de venta del día a día, no sirven los papeles de la moneda local, sólo los dólares estadounidenses. Y la policía, cuando se vislumbra, transita y se mueve en verdaderos camiones y tanques blindados, dispuesta a dispararle a lo que camine, a lo que respire.
Ojo: El cazador (The Rover, 2014) no es una película más, para nada un título del montón, otro de esos que se exhiben sin cesar en nuestras salas. Es uno de los grandes estrenos de este año. Hay que anotarlo, es deber consignarlo.
Protagonizada por los actores ingleses Guy Pearce (Eric) y Robert Pattinson (Rey), el presente es el segundo largometraje de ficción del director y escritor australiano David Michôd (Sydney, 1972), luego del éxito que le significó su primera producción como realizador: la muy recomendable Animal Kingdom (2010).
Además de las brillantes interpretaciones de la dupla estelar británica —un par de pistoleros brutalizados que sobrevive a salto de mata—, son tres los elementos estéticos dignos de considerarse en esta crítica: la música que acompaña el lenguaje visual de la cámara, las ideas cinematográficas que dirigen los movimientos del lente, y las referencias artísticas sobre las cuales sostiene Michôd su creación.
El uso de las melodías compuestas por Colin Stetson en el audio de esta obra, no es para nada casual. Su objetivo es darle forma sonora a la soledad, a la inmensidad y al desamparo, al motivo ineludible y permanente del desierto, dentro de las imágenes y de los cuadros del filme. Una partitura minimalista, que tan sólo en una ocasión, cede al influjo de un tema popular reconocible a lo largo del tiempo diegético-ficcional de la cinta: en la escena donde se forja el débil lazo fraterno y de camaradería entre Eric y Rey, a fin de buscar juntos, la venganza frente a los vejámenes sufridos por la banda liderada por el hermano de este último: el implacable Henry (encarnado por Scoot McNairy).
Lo que los directores de cine contemporáneo le deben al italiano Michelangelo Antonioni (1912-2007), resulta imposible de medir. Sin una película como Il deserto rosso (1964), ésta que abordamos, jamás se habría rodado. Porque fue el genio de Ferrara el primer realizador que hizo de la arena un símbolo audiovisual acerca del desarraigo fundamental del hombre moderno, de su frustración afectiva y existencial, del desapego familiar, y de la imposibilidad de comunicarse y de relacionarse honestamente con el otro, en la era del anonimato, la masividad y el endiosamiento de la tecnología como reglas.
Y el lente de Michôd registra aquello de manera bestial: el espacio físico y geográfico que rodea a Eric y a Rey es una derivación del vacío interno que los agobia, una cámara que exhibe a través de sus planos, lo fuera del “centro” de la imagen en que se encuentran frente a lo que sucede más allá del campo visual, y ante lo que surge a dos metros de sus narices.
En esa épica cotidiana por buscarse una identidad “metafísica” en un entorno escénico de armagedón y de violencia incontrolables, otra influencia del realizador de El cazador, aquí rastreables con evidencia, son el primer David Lynch (el autor que finaliza con Carretera perdida, 1997; y Mulholland Drive, 2001), el Francis Ford Coppola de Apocalypse Now (1979) y de The Outsiders (1983), y el John Huston de Moby Dick (1956), The Treasure of the Sierra Madre (1948) y Bajo el volcán (1984). Y por si acaso, el ascendiente de un crédito más o menos cercano en las fechas: Sin lugar para los débiles (2007), de los hermanos Ethan y Joel Coen.
Así, la inclinación de David Michôd por los primerísimos planos, y los ángulos generales (ocupados para mostrar a sus personajes inmersos en la vastedad de la nada), logran manifestar los propósitos de sus objetivos audiovisuales y simbólicos: el encuentro inesperado frente al fenómeno de la muerte; lo incontrolable de los vínculos comunitarios que se norman por la ley del más fuerte y el acto reflejo del quien dispara más rápido y con mejor precisión; del acontecer terrorífico que nace en el desierto (aunque también podría ser en la selva), en las provincias alejadas de los centros urbanos y en donde la onda civilizadora de la urbe y de la institucionalidad, no alcanza a llegar, o apenas, es capaz de manifestarse.
El director juega, bajo esas coordenadas, con la historia y el origen de su país, en tanto antigua colonia de prisioneros del Imperio Británico: Australia no sólo es una nación en la cual confluyen una multiplicidad de pueblos sin comparación con otras latitudes, sino que también una zona del mapa en donde el horizonte invisible de la planicie infértil, la naturalidad de la barbarie, la libertad como castigo, el salvajismo espontáneo, y la inclemencia de los factores geográficos, pesan sobre el ánimo de sus habitantes de una manera que pareciese una condena, en desmedro de la aventura de una posible liberación o hallazgo de la plenitud en sí mismos.
En efecto, la degradación del tejido social y moral que se observan en el guión de El cazador, briosa, con aires de ciencia ficción, con altura e ingeniería abiertamente literarias, fueron redactadas bajo la lumbre del William Faulkner de El ruido y la furia; al amparo del Truman Capote de Otras voces, otros ámbitos; y bajo la sombra del Malcom Lowry de su novela Bajo el volcán (ya mencionada por su traslación cinematográfica, en este análisis).
Las señales de la redención, sin embargo, aún cuando ni siquiera existan las ganas, la decisión de poner punto final a tanto desorden vital con el salto al abismo, con el gesto del suicidio auto inferido y no buscado, desembocan siempre en el sur: en la lealtad con el compañero de guerrilla ocasional, o con el perrito que nos entregó su cariño en la desolación más absoluta y terrible.
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Tráiler:
Imagen destacada: Un fotograma de El cazador (2014), de David Michôd.