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Cine trascendental: «El cuento de las comadrejas»: Cuando la Vida tiene la palabra

El largometraje del realizador trasandino Juan José Campanella -estrenado durante este año, tanto en Chile como en la Argentina- es un diálogo fluido entre un director y el público, y por eso es buen cine, una comedia negra donde descubrimos que la palabra «muerte» nos rodea sin ninguna forma del miedo, excepto para aquellos que creen tener a la existencia tomada de los cuernos. También es un filme elegante, divertido, intrigante, seductor e inquietante, pues se infiltra en el gallinero del alma humana.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 17.9.2019

Para Friedrich Nietzsche, la Wille zur Macht o “Voluntad de poder” era el principal motor de la Vida. La Vida no podía tener voluntad de vivir -razonaba Nietzsche- porque ya vivía, de modo que sólo le restaba la voluntad del poder: poder manifestar su energía creativa en el Universo. Y el filósofo expandió está fuerza interna de la Vida a la vida del Hombre: la voluntad de conseguir lo que se desea; de hacer sentir su presencia con vigor, fuerza, esplendor y luz. Ser un rayo que cae sin pedir permiso ni discutir con nadie sus pretensiones. Instalar su pensamiento como una montaña inamovible ante los demás… para el Hombre, vivir es desear el poder que la Vida desea para sí. Pero se le puede encontrar un “pero” a este razonamiento. El deseo de poder es como un exceso de la vida que la lleva a expandir su presencia, y en eso hay algo de cierto: a la vida se la ve expansiva (Nietzsche se sentía un preclaro observador de la Naturaleza), el problema es que esta “expansión”, en verdad, termina siendo ilusoria… es que la Vida es una transformación de la materia, por vía de la complejización de esa materia, y esa materia le pertenece a la totalidad del Universo. Veamos.

Así como decimos que todo movimiento es relativo a otra cosa, el Universo puede ser considerado como inmóvil porque, en definitiva, al incluir todo lo existente, ¿a qué puede relativizar sus movimientos? Es como una pompa de jabón vista al sol: vemos cómo sus colores van moviéndose indicando el desplazamiento y mezcla de sus líquidos en la superficie, pero la pompa permanece estática en sí misma: ella en sí misma no se mueve: no cambia de forma, no emite pseudópodos: siempre es la misma esfera.

Con la materia viva pasa lo mismo: ¿hacia dónde puede querer imponer su presencia, si ella forma parte de todo aquello que le dio origen? Que la vida crezca sobre una piedra estéril no es una muestra de su “voluntad de poder expansivo”, sino que es una muestra de que la piedra se transforma a su vez para que la vida pueda crecer sobre ella: la “piedra estéril” forma parte del proceso biológico “del otro lado” de la vida, el que, sin dudas, está tan “interesado” como la vida misma en expandirse… pero “expandirse” sin que nada cambie en la sumatoria de toda la materia y sucesión de procesos materiales y energéticos que incluyen a la vida aquí en la Tierra y a toda la materia y energía del Universo. La vida no es un proceso “extra”, agregado al Universo que pueda imponerse sino que es un proceso del propio Universo. El Universo y en él, la Tierra, vive en la vida. El nuestro es un mundo que vive y con él, el resto del Universo también está vivo… y muy probablemente que no sólo aquí en la Tierra.

Visto esto, nos podemos preguntar: ¿los seres vivos quieren vivir? Pues no: sólo viven. No tienen un sentido de autopreservación ya que no tienen un “sí mismo” -un yo, un ego- desde el cual “quieran” vivir. El “instinto de supervivencia” no es más que la vida tratando de mantener, a su propia estructura, estructurada. El más microscópico de los infusorios, una maloliente comadreja o el más grande de los gorilas, todos van a “luchar” por su vida bajo el mismo principio de conservación de la información, y con ella, de la materia y la energía que animan a toda forma de vida… pero nunca porque “sientan” o “entiendan” que van a morir. No obstante, cuando aparece en este escenario de progresiva complejización, la función neurológica del “yo”, la cosa sube un escalón más en la evolución que inaugura reglas de juego nuevas.

La materia viva del Hombre quiere seguir viviendo, pero ahora se acopla un ego que en efecto se da cuenta de que vive y de que, como lógica consecuencia, la vida lo puede abandonar en cualquier momento. En pocas palabras: a la vida ahora la invadió la palabra. Y no muchas… hasta podríamos decir que en la mente del Hombre, la Vida contiene una sola palabra: “Muerte”… Palabra que derivará en todas las lenguas conocidas y sus extensísimos vocabularios.

Pero “Muerte” es la palabra que nos habita desde el principio de lo Humano, como un oscuro planeta solitario y sin sol que gira hasta que nos encuentre implacable. La certeza del morir es algo exclusivamente humano: todo ser vivo quiere vivir, pero nosotros, además de querer vivir, queremos no morir. Esta particularidad vuelve a nuestra vida algo extraordinariamente complejo… complejo y que nos dispara hacia los extremos del éxtasis y la alegría, por un lado, y del miedo y el dolor más repulsivos, por el otro.

Un diagnóstico médico puede opacar toda nuestra alegría de estar vivos, pero es porque no podemos entender del todo que debemos morir para que la vida viva, porque esa palabra -que no es más que aire, no es más que un fantasma- ennegrece toda nuestra percepción de las cosas de la vida: unos pocos años de vida y ya empezamos a vernos rodeados del verbo “morir”: se muere esa abuela que era la abuela de todos los días, luego un tío, más tarde el padre, le sigue la madre y ahí, la palabra “Muerte” se habrá instalado definitivamente en medio del vergel de nuestra vida. Nos pueden faltar décadas para morir pero siempre estamos a un suspiro de la Muerte, y muchas veces no somos conscientes de nuestra futura muerte sólo por unos pocos momentos… hasta que algo nos trae a los ojos del alma el verbo “morir”, y se nos hacen fatalmente ciertas las palabras del Duodécimo Doctor Who: “Todo tiene un final, y éste siempre es triste”.

 

La actriz Graciela Borges en «El cuento de las comadrejas», de Juan José Campanella

 

La supervivencia en el gallinero del alma

En 1976, el cine argentino se vio sorprendido por una deliciosa comédie noir: Los muchachos de antes no usaban arsénico, dirigida por José Martínez Suárez e interpretado por cuatro enormes referentes del “cine de teléfonos blancos” argentino: Arturo García Buhr; Mario Soffici; Narciso Ibáñez Menta y Mecha Ortiz, a los que se sumaba la bella Bárbara Mujica. Cuarenta y tres años después, Juan José Campanella encara la remake de aquella película bajo el título de El cuento de las comadrejas, estrenada el 19 de mayo de este año.

¿Le hace honor? Un sí rotundo. Así como se dijo alguna vez que escuchar a Mozart con Stokowski y luego con Karajan implicaba oír a dos compositores diferentes, con este guión estamos en la misma situación. Pocos cambios en la estructura básica del filme y secuencias casi calcadas, hacen de este Cuento... una interpretación de la misma idea fílmica: cuatro casi ancianos que conformaron, todos, un equipo cinematográfico: la diva, el actor mediocre -esposo de la étoile-, un director y un guionista entran en crisis cuando dos jóvenes poco escrupulosos invaden sus vidas.

La síntesis de esa invasión la encontramos al comienzo mismo del filme: un marsupial de esos que en la Argentina llamamos comadreja, invade el gallinero de la casona y es muerta por un certero disparo de escopeta. Esta síntesis es explicada en Los muchachos… por Ibáñez Menta: “¿Qué ganamos matando comadrejas? ¿Salvar a las gallinas? No. Ganamos el derecho a tener gallinas…”. Pasa que en los agentes inmobiliarios la palabra “Muerte” todavía no había sido vista con claridad y creían en la afirmación de Nietzsche: jóvenes, ambiciosos e inteligentes que tenían la Wille zur Macht: la voluntad de poder, el deseo vital e inapelable de apoderarse de los bienes de sus congéneres. Saciar su hambre de ascenso social. Para ello, montan una puesta en escena donde apelan al fastidio que Mara Ordaz (interpretada por una conmovedora Graciela Borges) siente por sus compañeros de retiro: Norberto (Oscar Martínez) y Martín (Marcos Mundstock, el legendario miembro del grupo Les Luthiers que mostró sus muy buenas dotes actorales). El fastidio de la antigua diva también se extiende a su marido, Pedro (un como siempre extraordinario Luis Brandoni), que no quiere separarse de ellos y de la vida de rutina y tranquilidad que llevaban en la casona y el terreno de cuatro hectáreas en el que la vivienda se ubicaba, separados del mundo.

Sin muchos preámbulos del guión -yendo derecho al asunto-, los agentes de la muy importante, muy vidriada y muy porteña empresa inmobiliaria fueron cercando a la actriz. Pero estos impostores, Francisco (Nicolás Francella, que todavía imita demasiado a su padre, Guillermo, que a su vez siempre imitó a Alberto Sordi) y Bárbara (la española Clara Lago) no contaban con un detalle crucial que era que enfrentaban a quienes fueron siempre profesionales en la simulación de la realidad: enfrentaban a gente de cine. Olvidaron que enfrentaban a quienes se nutrían de la mentira ficcional del cine, de lo que había sido siempre su droga: crear el guión, llevarlo adelante e interpretarlo.

La comadreja habría de morir. Pero tendría que haber creatividad en el trámite y, como lo reclama con solapada gracia Mara Ordaz: “Si lo vamos a hacer, hagámoslo con elegancia…”. Hablaban de matar. Es que los viejos ya habían visto en sus vidas, y hacía tiempo, la palabra “Muerte” orbitando oscura y sin sol entre ellos y sus rencillas. Pero, por eso mismo tenían a su favor la verdad y el secreto finales de esa palabra, desapercibida por los jóvenes aventureros: el sentido de la flecha de la vida no es apoderarse de la vida ajena sino dar en el blanco que es el morir. “La ancianidad también tiene sus derechos…”, dice el Norberto de Los muchachos…, respecto del derecho a tener gallinas que era, a su vez, el símbolo de sus libertades…

Pero no vamos a adelantar más de la trama porque terminaríamos spoileando el desenlace. El filme está lleno de pequeñas cuestiones que no tensan demasiado la situación y que se van anudado hacia el final y, en definitiva, llevan adelante un relato amable (un guión “redondo” del propio Campanella basado en el propio de Augusto Giustozzi). ¿Qué tiene mucho de “argentinidad” porteña? Sí, pero es también el problema de toda traducción: es perder parte de la información por el camino de la decodificación. Del mismo modo, a Campanella le gusta incluir las “antiguallas” del lenguaje que se vuelven, a su vez, un idioma que la gente más joven se perderá de entender si no habla con alguien de 50 o 60 años que haya seguido la televisión infantil de los años 60 y 70, como asumimos vivió Campanella…

El cuento de las comadrejas es un diálogo fluido entre un director de cine y el público, y por eso es buen cine. Es una comedia negra donde descubrimos que la palabra Muerte nos rodea sin ninguna forma del miedo…excepto para aquellos que creen que tienen a la vida tomada de los cuernos. Es negra y elegante y por eso es una buena obra de arte. Por eso divertida e intrigante… y seductora como una serpiente descendiendo por un árbol… e inquietante como una comadreja infiltrándose en el gallinero del alma.

 

También puedes leer:

El cuento de las comadrejas: Quien ríe último, ríe mejor.

 

Filme «El cuento de las comadrejas»

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: El cuento de las comadrejas, de Juan José Campanella.

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