Veremos si la Novena Sinfonía del inmortal compositor alemán —hoy, cuando recordamos su natalicio— será digna de ser nuevamente entonada por el mundo entero, para corear esta vez no el fin de una guerra, ni la claudicación de una tiranía, y tampoco el desenlace de una dictadura: sólo cantar por la continuación de nuestra especie que, gracias a la ciencia y a la entrega de miles, vislumbra, en hora buena, un débil horizonte.
Por Javier Agüero Águila
Publicado el 17.12.2020
Hoy se cumplen 250 años del nacimiento del genio alemán que a lo largo de su vida musical abarcó desde el clasicismo hasta los inicios del romanticismo. Una brutal fuerza de la naturaleza a quien el severo —y poco dado a elogios— filósofo Theodor Adorno definió como: “[…]el prototipo musical de la burguesía revolucionario […] el de una música evadida de su tutelaje social, completamente autónoma desde el punto de vista estético”.
No me declaro bajo ningún punto de vista un experto en música clásica, pero me defiendo en lo básico. En este sentido, nos interesa en esta columna destacar su Novena Sinfonía, más conocida como Oda a la alegría —musicalización del poema de Friedrich Schiller—, sobre todo el cuarto movimiento que todos/as en algún momento de nuestras vidas hemos escuchado y cantado en su versión de opera (“escucha hermano la canción de la alegría…”) y que se transformó, a propósito de su gran plasticidad, en parte de la cultura popular.
La Novena Sinfonía una suerte de relato músico–epocal que ha simbolizado momentos políticos excepcionales de la historia y que nos hace pensar en un mundo post pandemia, en un mundo donde el virus haya desaparecido gracias a una vacuna que arremete y en el que esta sinfonía, quizás, pueda volver a entonarse.
Este “cuarto movimiento”, entre otras experiencias históricas, se escuchó de manera estremecedora cuando se vino abajo el muro de Berlín, en varios momentos en contra de la represión chilena y Pinochet, en China a propósito de los casi 500 estudiantes muertos por el régimen comunista en la plaza de Tiananmen en 1989, en fin.
Es, además, desde 1970 el himno de la Unión Europea (Hitler la pervirtió en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 pero eso ya esa otra historia).
Digamos entonces que es una obra maestra que ha sido coreada a lo largo del siglo XX y XXI como una expresión política asociada a la hermandad, libertad y emancipación de los pueblos.
Por otro lado, hemos recibido estos días la buena noticia de una vacuna que puede neutralizar el Covid-19 desarrollada por los laboratorios Pfizer y BioNTech.
Nos referimos a este virus tan radical, tan desestabilizante que ha transformado nuestras vidas de manera total, acostumbrándonos al encierro, a la virtualidad en las relaciones humanas, a la sospecha del otro que ocupa mi espacio, al uso de mascarillas como suplementos injertados en nuestro cuerpo, al hecho de ver a nuestros niños y niñas muchas veces embrutecidos por el tedio de días iguales, en fin, a un tramo de la historia del mundo del cual hemos sido claustrofóbicos testigos y que, sin duda, no podremos olvidar jamás.
Ahora, si bien la noticia es esperanzadora y nos permite tener fe en que el virus será finalmente derrotado, me pregunto cómo será el tratamiento político de este asunto. Cuánto de la distribución de la vacuna será absorbida en un primer momento por las potencias mundiales y, al mismo tiempo, cómo los diferentes gobiernos del mundo digitarán este logro científico como un triunfo de sus gestiones, de su habilidad en el monitoreo de la pandemia y que nos habría permitido llegar a este tan esperado momento.
Nada se escurre de la política y la llegada de la vacuna es un acontecimiento único para levantar gobiernos agónicos y famélicos como el nuestro, naturalmente. No podría ser de otro modo.
Sin embargo, y más allá de toda esta instrumentalización que le viene adherida a la vacuna, lo que se abre, ciertamente, es la confianza en que podremos recuperar al menos parte lo que eran nuestras vidas. Los costos han sido durísimos: los muertos que han llenado las calles de diferentes partes del mundo, los cientos de miles de ancianos que han partido, los niños y niñas a los que nos referíamos, los poderosos efectos psicológicos en gran parte de la población, entre otras terribles consecuencias.
No obstante, también hemos sabido gracias al virus de enormes gestos de humanidad que debemos reciclar y despuntar hacia el futuro como un relato extraordinario, pienso específicamente en el personal médico que a lo largo y ancho del planeta ha entregado su vida por salvar la de otros.
Aquí emerge un gesto radical que debe ser absorbido, retenido a modo de leyenda para contar a las generaciones futuras que en el siglo XXI sí existieron héroes, hombres y mujeres que, sin capas, sin poderes sobrenaturales y sin más armas en la mano que su instrumental, deambularon sin retroceder nunca entre la vida y la muerte.
Este será el siglo de la pandemia, pero también el del heroísmo.
Veremos si la Novena Sinfonía de Beethoven es digna de ser nuevamente entonada por el mundo entero, coreando esta vez no el fin de una guerra, no el fin de una tiranía, no el fin de una dictadura, sino la continuación de nuestra especie que, gracias a la ciencia y la entrega de miles, vislumbra, al fin, un horizonte.
***
Javier Agüero Águila es doctor en filosofía por la Universidad París 8 y académico y director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
Ha escrito los libros Chili: les silences du pardon dans l’après Pinochet (París, L’Harmattan, 2019) y junto a Carlos Contreras, el libro colectivo Jacques Derrida: envíos pendientes (Viña del Mar, Cenaltes, 2017).
Ha publicado más de una veintena de artículos en revistas especializadas, capítulos de libros y ha traducido a importantes autores franceses contemporáneos, entre ellos a Jacques Derrida y a Marc Crépon.
Imagen destacada: Estatua de Beethoven en Bonn, Alemania.