Cuando desde el Ministerio de las Culturas se busca denostar y amenazar a la autora de un mensaje como el de una pared pintada, lo que hace es emitir otro: una suerte de comunicado que reivindica para sí el control del cuerpo, que relativiza la vida y que consagra la muerte en una sociedad cuyos gobernantes solo invocan el «patrimonio» para decirle a la gente qué puede o no expresar y qué puede o no ver y pensar.
Por David Hevia
Publicado el 11.2.2021
Lamento decepcionar a quienes sacralizan en arte y endiosan a los seres humanos que lo llevan a cabo. Me importa el arte y, sobre todo, el proceso creativo, que es siempre mucho más amplio que la disciplina artística, pero no me interesa la adoración.
Que el gobierno se tomase la molestia de denostar un mural realizado por Mon Laferte, tildándolo de «manifestación egoísta e individualista», no resiste el menor análisis, pues precisamente esos son los antivalores que defiende la actual administración fascista: los intereses de la clase que se enriquece despojando a una comunidad.
Por cierto, tampoco pasa inadvertido el hecho de que se utilice la vocería del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio para amenazar con multas a quien pintó el muro, dado que la misma cartera mantuvo un feroz silencio frente al homicidio de un joven malabarista, perpetrado, otra vez, por agentes del Estado.
Y, al mismo tiempo, ningún gobierno, ni siquiera este, se tomaría la molestia de emitir declaraciones sobre cada mural realizado en el país. Por lo tanto, aquí hay un tema que va más allá de si hay arte o no hay arte.
Cuando el Ministerio habla de Patrimonio, respecto de este caso, está, asquerosamente, reduciendo el concepto a un asunto de propiedad: «el tema es dónde pintamos y dónde no lo hacemos», señaló la autoridad.
Es decir, se sale inmediatamente a defender a una institución criminal, pero se pone el grito en el cielo ante pintura encima de una pared.
Tampoco es, como se ha dicho, que la furia oficial se haya desatado «porque Mon Laferte lo hizo». Estoy seguro de que en la vida cotidiana ella hace cosas que no incomodan a los inquilinos de Palacio.
Efectivamente, lo que a los poderosos enfurece aquí no es la categoría estética de «arte» o «no arte», sino lo que en ese muro queda expuesto con amplia visibilidad y tribuna mediática: un mensaje que naturaliza el ciclo menstrual, que se desmarca de los estereotipos que se ha querido imponer a la fisonomía de la mujer y que armoniza las más elementales ideas sobre sexualidad con un entorno que abre diálogo entre naturaleza e imaginación.
En síntesis, una idea que reinstala tanto el derecho a ser mujer como las leyes de la vida en un espacio público donde personas de las más diversas edades y perspectivas pueden contemplarlo.
Todo eso en medio de una sociedad cuya élite quiere controlar los derechos reproductivos de las mujeres no solo con normas represivas y una economía ferozmente injusta, sino también a través de una cultura de la prohibición, de la censura, donde se busca, inculcando el pudor, imponer el supuesto de que «no hay que hablar de estas cosas», porque son supuestamente «personales», «íntimas», etcétera.
No necesito considerar ese mural como obra de arte para entender la indignación del gobierno y lo acertado de que haya sido pintado, porque unos derechos humanos fundamentales han tenido, al menos por un momento, más tribuna desde una pared del humilde puerto de Valparaíso, que la que las portadas de la prensa fascista les ha concedido en toda su historia.
Ahora hago una aclaración más personal. Nunca me ha llamado la atención Mon Laferte cantando. No tengo sus discos ni creo, como ama decir la gente que se inclina a sacralizar, que ella sea la Violeta Parra del siglo XXI. Pero celebro en ese muro el sentido de la responsabilidad con que aporta, sobre todo, a seguir abriendo camino en materia de género.
También mucha gente «amante del buen gusto» se escandalizó cuando descubrió su pecho, aprovechando la cobertura internacional, para denunciar que en Chile «torturan, violan y matan». Eso no lo iba a decir la prensa fascista, y hablo de la prensa fascista porque la otra hace tiempo ya no existe.
Así como entonces no se trataba de si eran hermosos o no los senos, ahora tampoco el punto fundamental es si el mural consiste en arte o no. El arte existe porque alguna vez existió la vida, y no al revés.
Cuando desde el Ministerio de las Culturas se busca denostar y amenazar a la autora de un mensaje como el del mural, lo que hace es emitir otro: una suerte de comunicado que reivindica para sí el control del cuerpo, que relativiza la vida y que consagra la muerte en una sociedad cuyos gobernantes solo invocan el Patrimonio para decirle a la gente qué puede o no expresar y qué puede o no ver y pensar.
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David Hevia es poeta, ensayista, director de la Sociedad de Escritores de Chile y entusiasta gestor cultural.
Imagen destacada: Mural de Mon Laferte en Valparaíso.