La interprete lírica abarcó las tonalidades graves, perfectamente audibles de una contralto, y los agudos timbrados y poderosos de una soprano spinto en el «Stabat Mater», de Francis Poulenc, en la reciente presentación de la Sinfónica Nacional. A esto se le sumaban un fraseo expresivo y una dicción correcta, amén de un control técnico admirable, lo cual le permitió atacar un fraseo musical en una nota aguda y en mezzopiano, sin que su voz perdiera la calidad.
Por Jorge Sabaj Véliz
Publicado el 5.09.2017
El último trimestre de la programación de la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile trae consigo un variopinto grupo de compositores con amplia presencia de la escuela rusa, a ésta se le suman algunos compositores alemanes, un polaco, un chileno-israelí y un francés.
El autor francés es Francis Poulenc (París, 1899 – París 1963). Formó parte del llamado “Grupo de los Seis”, que conformaban, hacia 1920, un sexteto de compositores galos unidos por la amistad y los intereses artísticos comunes. Lo completaban Louis Durey, Germaine Tailleferre, Georges Auric, Darius Milhaud y Arthur Honegger, quienes se movían entre una pléyade de poetas y creadores de la talla de Picasso, Cocteau, Apollinaire, Cendrars y Eluard, entre otros.
Al segundo periodo de actividad del compositor francés, donde destaca la música vocal religiosa, pertenecen el «Gloria» (1959) y el «Stabat Mater» (1950), ambas piezas para soprano, coro y orquesta. Ésta última abrió el concierto 13 de la temporada 2017 el pasado viernes 1 de septiembre, bajo la dirección de Francois López-Ferrer, director asistente de la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile, alumno de dirección orquestal del Maestro Leonid Grin en Philadelphia (EE.UU.). A la agrupación se sumaron la soprano solista, Annya Pinto y el Coro Sinfónico de Chile dirigido por Juan Pablo Villarroel.
En el conjunto destacó la soprano solista, Annya Pinto, quien con un registro bello y generoso -que fluyó como un manantial entre la orquesta-, abarcó las notas graves, perfectamente audibles, de una contralto, y los agudos timbrados y poderosos de una soprano spinto. A esto se le sumaban un fraseo expresivo y una dicción correcta, amén de un control técnico admirable que le permitía atacar un fraseo musical en una nota aguda y en mezzopiano, sin que la voz perdiera calidad.
En cuanto al coro, éste desarrolló su máximo potencial en los pasajes “a capela”, sin orquesta, como en el inicio del tercer pasaje y en el sexto, cuando el conjunto exhibió un sonido que podríamos calificar de bellísimo. Al cantar con orquesta mantuvo la armonía en el centro del registro, perdiendo, sin embargo, el color a medida que ascendía en éste, sobre todo en los pasajes “forte”, en donde predominaban las voces femeninas de sopranos y de mezzos. El director gesticulaba el texto cantado por el coro. En los tiempos, impuestos por el conductor, la agrupación estuvo muy precisa, evidenciando un correcto trabajo de ensayo previo.
La Sinfónica lució apretada e incómoda con los tiempos durante toda la obra, especialmente al inicio, en compañía de los bronces y con los vientos de madera, y en el cierre final. Esto atentó contra la correcta expresión de las sutilezas y los timbres de la partitura. Constatándose problemas para amalgamar el sonido orquestal con el coral.
Una presentación completamente distinta correspondió al segundo título del programa, los «Cuadros para una exposición» (1874), de Modest Mussorgsky (Torópets, 1839 – San Petersburgo, 1881). La obra original de Mussorgski fue compuesta como una suite de trozos pianísticos inspirada libremente en una muestra y montaje que se hizo en homenaje al fallecimiento, en 1873, de su querido amigo, el arquitecto y pintor Víktor Hartmann. Sin embargo, ha sido más conocida e interpretada por la orquestación que el compositor Maurice Ravel (1875-1937) hizo de ella en 1922.
Si antes hablamos del grupo de los seis aquí nos referiremos al grupo de los cinco conformado por los compositores rusos: Mili Balákirev, César Cuí, Modest Mussorgsky, Nikolái Rimski-Kórsakov y Aleksandr Borodín, reunidos en la segunda mitad del siglo XIX en la ciudad de San Petersburgo. Entre todos ellos destaca la figura consular de Modest Mussorgsky.
La obra tuvo un gran comienzo con la intervención de la trompeta y el trombón. La orquesta se dejó llevar por el director y se mantuvo equilibrada en cuanto a los timbres, intensidad y ritmos. Los cuadros de la exposición estuvieron bien definidos e instrumentalmente equilibrados.
Cada uno de los instrumentos supo destacar en el momento oportuno, como en el episodio del contrafagot acompañado de los contrabajos, los solos de la trompeta, los bronces, incluyendo una tuba, aportando un color misterioso y trascendental, con un sonido lleno y poderoso; los violines, en tanto, sin demasiado protagonismo, aportaron al conjunto, seguidos por una nutrida percusión que incluía gong, xilófono, platillos, bombo, timbal y campanas.
La delicadeza de la dirección permitió que la orquesta sonara como una agrupación de cámara de 50 músicos, logrando su apogeo en los tempos rápidos con el juego de timbres y de cambios rítmicos, y destacando el contraste entre los “tutti” orquestales en “forte” y los solos o cuartetos de vientos de madera.
En definitiva, fue un ejercicio orquestal de primer orden, con un gran sonido, haciendo que la Sinfónica Nacional subiera de nivel gracias a su presentación.
Crédito de las fotografías: Miguel Sayago, del Centro de Extensión Artística y Cultural de la Universidad de Chile.
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