La crítica especializada que explora las variables estéticas, históricas y técnicas en torno a la última presentación de la agrupación laica y universitaria (viernes 5 y sábado 6 de julio) tanto en Valparaíso, como del programa idéntico (Chopin y Rachmaninoff), que también había sido ejecutado durante la noche anterior, en el Teatro CorpArtes de Santiago.
Por Ismael Gavilán
Publicado el 11.7.2019
No es fácil referirse al Romanticismo. Tendencia, estilo, sensibilidad. Sin duda una variedad de sentires e interpretaciones. Pero como portavoz matinal de la modernidad -pues como gesto artístico, el Romanticismo es hermano de la Revolución Francesa y de la Revolución industrial que caracterizarían al mundo occidental desde inicios del siglo XIX- es el pulso espiritual donde la subjetividad encarna de modo perfecto.
No es posible pensar el Romanticismo sino como expresión del mundo interior. Y por ello, más que una corriente histórica datada entre fechas reconocibles, es posible ver en él, una tendencia espiritual y anímica que hace moderno al arte moderno, es decir, interrogación que se dirige hacia los abismos interiores por medio del sonido. Es por ello que el arte de la subjetividad por antonomasia, citando al viejo Schopenhauer, es entonces la música. Y si música y subjetividad van de la mano, decir Romanticismo es decir música sin más.
El pasado sábado 6 de julio -y antes durante la noche anterior del viernes 5 en una función en el Teatro CorpArtes de Santiago-, la Orquesta Sinfónica de Chile bajo la batuta del maestro ucraniano Leonid Grin, volvió al Aula Magna de la Universidad Técnica Federico Santa María en un concierto magistral que tuvo como acompañante al notable pianista ruso Boris Petrushansky. El programa contempló en su primera parte el Concierto para piano y orquesta n.º 1 , op 11 de Frederic Chopin y a la Sinfonía n.º 2 de Serguei Rachmaninoff.
Sin duda, la obra musical Frederic Chopin es vastamente conocida como una obra solista. Sin embargo, el músico polaco dejó algunas composiciones para piano y orquesta, escritas sobre todo en su juventud, entre sus 17 y 21 años. El Concierto para piano n.º 1, que data de 1830, es una de ellas. Una pieza, sin lugar a dudas pensada más para la exposición de las virtudes del solista que para oír en ella un dialogo entre una parte y el todo.
El concierto es sin duda tributario a la tradición del concierto para piano que Mozart había consolidado en la segunda mitad del siglo XVIII y que Beethoven había fuertemente personalizado a inicios del siglo XIX. Pero entre ambos titanes de la música, el género concertístico para piano y orquesta fue explorado y cincelado como forma musical por diversos compositores. Así en un tiempo muy reducido -digamos, entre 1790 y 1825- una serie de cultores, hoy en día casi olvidados, tales como Johann N. Hummel y Frederich Kalkbrenner y cuyos conciertos son los antecedentes directos del concierto de Chopin fueron eslabones no menores en la consolidación y estilo de este género musical.
La caracteristica fundamental de todos ellos es el acompañamiento orquestal, reducido y casi opaco, y que evita a toda costa ser protagonista, cediendo al piano el lugar de privilegio para desentrañar sus malabares sonoros. Por lo demás, la forma clásica de la sonata, en este tipo de obras no es un campo de exploración sonora -como lo serían en los conciertos para piano de Liszt o Schumann de algunos años después- sino un molde convencional para el gusto adocenado del público, dispuesto entre el orden claro de la tonalidad y los vericuetos de la subjetividad.
En ese sentido, este concierto de Chopin obedece a la regla de este tipo de conciertos de época -la famosa moda Biedermeier-, pero con la singularidad de expresar una personalidad identificable, sobre todo en el movimiento lento, poseedora de una belleza lírica que anuncia sus principales piezas solistas de años posteriores. En esta obra, el pianista Boris Petrushansky, demostró su sabiduría interpretativa: su versión de Chopin fue dulce y recatada, poco expresiva y tendiente hacia la intensificación casi camerística de los motivos que se desplegaban bajos sus dedos con soltura, pero sin prisa.
En esa línea, acostumbrados a oír esta pieza en versiones más “intensas” de pianistas diversos, Petrushansky optó por un despliegue mesurado de los matices haciéndonos oír toda la sensibilidad profunda de la pieza de Chopin, toda su melodiosa manera de concebir el sonido como manifestación de la interioridad. Y eso, sin duda que se agradece, pues hizo del concierto una pieza para ser oída y no sólo admirada bajo el prejuicio de la gimnasia manual que cualquier otro pianista habría desplegado en aras de su propio virtuosismo.
El acompañamiento del maestro Grin fue ideal: la orquesta bajo su batuta, sonó precisa, sin necesidad de ceder a resaltar una orquestación ya de por sí convencional y que habría sido poco óptima para hacer notar la belleza serena de la interpretación del pianista ruso. Un equilibrio difícil de conseguir, pero que ambos músicos eslavos, de larga experiencia, lograron para regocijo de toda la sala que los vitoreó sin reservas al final de la interpretación.
La segunda parte y final de la noche fue la Sinfonía n.º 2 de Serguei Rachmaninoff, una de las obras más famosas del repertorio y que la Orquesta Sinfónica de Chile, bajo la batuta de Leonid Grin, logró interpretar con un vigor inusitado. Compuesta entre 1906 y 1907 y estrenada en San Petersburgo en 1908 bajo la dirección del mismo compositor, esta sinfonía fue desde su estreno un éxito absoluto y catapultó a Rachmaninoff a la fama de músico internacional como legítimo heredero de la tradición sinfónica rusa de Tchaikovsky y Taneyev.
Esta pieza es una obra de envergadura: dura cerca de 60 minutos y su orquestación, propia del postrromanticismo europeo bajo la estela de Wagner es densa y variada. Esta sinfonía, en su diseño no renuncia a la grandilocuencia, pero tampoco a explorar bajo la tensión máxima de las cuerdas y la sofisticación aérea de los bronces a un melodismo romántico que evoca afectos, pasión e interioridad.
Obras como ésta han justificado llamar a Rachmaninoff como “el último romántico”, si se piensa que es un estricto contemporáneo de músicos experimentales y mucho más avezados como lo fueron el norteamericano Charles Ives (1874-1954), el austriaco Arnold Schoenberg (1874-1951) y el compatriota de Rachmaninoff, el enigmático Alexander Scriabin (1872-1915). Pero a diferencia de todos ellos, nuestro compositor nunca deseó cortar ni ocultar sus vínculos con el siglo XIX, viendo en la música, la expresión más perfecta de emociones que sólo ella sabe manifestar.
Por eso, en obras como la Sinfonía n.º 2, lo que observamos y oímos bajo la densa maraña de la orquestación sensual y embriagante, es la concatenación de una serie de sonidos vastos, pulcros y melodiosos que van directamente a nuestro mundo interior, a nuestra fantasía más allá de toda consideración objetiva de la técnica orquestal que los hace posibles. Es la culminación de la “bella apariencia” que sabe muy bien ocultar su soporte arquitectónico a sabiendas que es su sostén para desplegar sus más ricas emociones.
El desafío de tocar una obra así no es menor: por un lado, el riesgo de caer en la banalidad sentimental es muy seductor, como asimismo el rechazar a esa misma sentimentalidad en aras de una versión “técnica” que nos muestre a la obra como un mero montaje de sonidos grandilocuentes. La lectura del director ucraniano, Leonid Grin supo esquivar ambos abismos otorgando una versión que hizo énfasis en los rasgos épicos de la pieza, sin olvidar, sobre todo en el movimiento lento, la justa cuota de densidad subjetiva.
Después de todo, Rachmaninoff no es Wagner, pero tampoco una pieza de vodevil para el regusto de nuestra afectación de seres “sensibles”. Por eso, la Orquesta Sinfónica de Chile se vio forzada a un notable esfuerzo: su sonido casi transparente, sobre todo en los instantes fugatos donde los bronces y las maderas se arremolinaban con una complejidad no menor, fueron instantes de maestría para demostrar que la buena música también es producto de la emoción más lata en sabia conjugación con la pericia técnica. La ovación final fue justa. Y con ella, la sinfonía de Rachmaninoff una nueva experiencia de intensidad en el Aula Magna de la Universidad Técnica Federico Santa María.
Las presentaciones de la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile continúan este sábado 13 de julio en el Teatro CorpArtes de Santiago, cuando la agrupación docta de la Casa de Bello, aborde un programa basado en partituras de Mahler y de Tchaikovsky.
La 79° Temporada Artística de la Universidad Técnica Federico Santa María, en tanto, prosigue este fin de semana (sábado 13 de julio) con un recital a cargo de la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil, que dirigida por Maximiano Valdés, desplegará un repertorio con obras de Juan Orrego Salas, Heitor Villa Lobos y Dimitri Shostakovich. El lugar: la clásica Aula Magna, a las 19:30 horas.
Ismael Gavilán Muñoz (Valparaíso, 1973). Poeta, ensayista y crítico chileno. Entre sus últimas publicaciones están los libro de poemas Vendramin (2014) y Claro azar (2017) y el libro de crítica literaria Inscripcion de la deriva: Ensayos sobre poesía chilena contemporánea (2016). Ensayos, notas y reseñas suyas se han publicado en diversas revistas nacionales y extranjeras. Es colaborador de La Calle Passy 061 y de Latin American Literature Today. Ejerce como profesor en diversas universidades del país y es monitor del Taller de Poesía La Sebastiana de Valparaíso.
Crédito de las fotografías utilizadas: Centro de Extensión Artística y Cultural de la Universidad de Chile.