Un análisis estético y dramático a la presentación de estreno -ocurrida el martes 23 de julio- correspondiente a la primera de las funciones del denominado elenco «nacional», en el último montaje exhibido por la temporada lírica 2019 que ofrece el coliseo de la calle Agustinas.
Por Deysha Poyser
Publicado el 28.7.2019
Sólo queríamos un café antes de entrar a ver Così fan tutte (1789), una ópera buffa con música de Mozart y libreto de Da Ponte. Mismo hombre con el que escribiera Don Giovanni (1787) y Las bodas de Fígaro (1786) y que, en el transcurso de los últimos dos años se han presentado en el Teatro Municipal de Santiago, de manera que con las seis funciones programadas para estas noches se cerró un ciclo.
Como siempre el alboroto de final de jornada en el centro de Santiago: gentes yendo y viniendo del metro, gentes con bufandas, gorros y lentes empañados y todo ese vapor saliendo de sus bocas. No pocos buscaron café alrededor del Municipal como nosotros, así que tras unos pocos y largos sorbos corrimos hacia el Teatro. Las gentes se dejan oír en los cafés y también en las colas de entrada. Y parece que se hacen oír cuando menos lo quieren, justamente porque hablan de amor. La escucha pasiva de una, la verdad es que no tiene tanto de voyeurismo como de curiosidad: ¿cómo harán los otros, al fin al cabo? Un eco tras bambalinas. Una camaradería lejana surge y también una extraña complacencia de que pudiendo ser íntimo, privado y singular a rabiar, el amor sigue siendo un problema público.
Hacer del espectador un cómplice, tal vez sea una idea más o menos obvia para nosotros. Nos sentamos con la seguridad de que no nos expondremos, que nos expondrán, pero también sospechamos que lo bueno de una obra, radica en su capacidad de conmover y para ello se requiere de un trato, un contrato de complicidad que, sin él no se llega muy lejos en cuestiones de apreciación. Hay quienes han estudiado el surgimiento del público y mi impresión de todo ello es que con esa invención, la del público, descubrimos el poder de la acción a distancia. El poder de poner y ponernos en común, sólo a distancia. Aquí, no sólo está impuesta por el límite con el escenario, las butacas y una entrada que nos encierra en un determinado espacio, sino mediante el humor. La misma distancia que usamos con la risa, la ironía o la burla para lidiar con los descalces de la vida, aparece como el puente que puede resquebrajar toda excesiva predisposición (prejuicios, juicios y discursos preconcebidos) y así, comparecer ante nosotros mismos.
La historia de nuestra ópera es conocida: una pareja de soldados (Guglielmo y Ferrando) aceptan una treta para burlarse de las provocaciones de un viejo amigo. Viejo y entonces sabio que piensa que la fidelidad absoluta es impropia. La idea era poner a prueba a sus parejas (Fiordiligi y Dorabella), de quienes tenían las más altas expectativas de santidad amorosa y ganar una apuesta no menor si ellas lo traicionaban. Al igual que las dos otras óperas mencionadas, todo ocurre un mismo día y claro, hay una boda. Las mujeres, hermanas, son así víctimas de una notable burla urdida con gracia por el viejo Don Alfonso y Despina, la sirvienta de las mujeres que las insta a vivir los goces de los amantes. Se dejan caer en nuevos brazos que no son otros, sino los mismos prometidos pero intercambiados bajo disfraz. Todo es ridículo, liviano y amistoso.
Con estos ánimos la obra se abre para dar lugar a gestos auténticos de dramatismo que reflexionan sobre la fidelidad, con arias para cada personaje que permiten comprender la interioridad de tales, sus expectativas, deseos e ingenuidades, matizando entonces la esquematización mediante arquetipos estáticos.
Sin ser moralista, la pieza gatilla cuestiones morales. Sin ser afectada, la pieza se inscribe en un sencillo tratado vital sobre una de las cosas que más nos importan: ser amado. Las mujeres, fieles pero antes que nada jóvenes, padecen el vaivén de sus emociones ante las insuperables por burdas pruebas de tentación y para sorpresa de los apostadores, deberán sufrir con ellas.
El tratamiento de la historia es acertado, combinar la dimensión teatral de la voz, su dramaturgia con la música, constituye un gran desafío en sí mismo, pero eso fue resuelto hace más de 200 años. La interpretación que vimos, logró combinar con un austero equilibrio el humor con el sufrimiento que es exponerse al otro, que en últimos términos no es sino la experiencia todavía más íntima de enfrentarnos a nosotros mismos y enterarse que podemos ser lo que no esperábamos ser. El travestismo en la ópera en general parece tematizar esto, y los soliloquios tal vez sean un antecedente de lo mismo.
La escenografía de Roberto Platé tal vez fuera lo que mejor expresara la efectividad austera de este montaje. La sutileza de los elementos en escena hablan de una conciencia pictórica y no sorprende indagar en él y descubrir justamente esto. Grises, amarillos y celestes dominan describiendo un paisaje minimalista que no sólo acompaña describiendo la atmósfera costera de Nápoles del siglo XVIII, sino que concentra y posibilita la acción de los personajes en escena, realzando la gestualidad de sus acciones con el mínimo. Sin ser alusivo es simbólico; destaco en este sentido particular la escenografía hacia el final de la segunda parte, la aparición de una masa roja sobre el momento en que las mujeres deciden casarse con los otros, no sólo introduce con la imagen de una inmensa cortina roja la solemnidad del absurdo contrato, sino y a su vez, parece sugerir la gravedad de la que todo buen chiste depende y hace distancia, parece mostrar que así como se nos abre un inmenso telón frente a nosotros, también suele pender uno a la espera de enmarcar el teatro de nuestras acciones. El torcimiento de una promesa en la que se creía con fervor, se evidencia menos como una tragedia y más como la pedestre realidad de todas nuestras decisiones.
Punto aparte es la interpretación musical. La dirección se enfrenta a coordinar en extenso el trabajo de la orquesta y los cantantes y el resultado muestra una gran experticia tanto de las partes como del conjunto. Estos últimos lucieron su capacidad vocal sin comprometer su capacidad actoral y en gran medida por la decisiones del régie y la colaboración artística seguramente. Destaco la elocuencia escénica de los cantantes al dar con los sutiles gestos eróticos que refuerzan no sólo la sensualidad propia de los enamoramientos, sino que la sensualidad tal vez más directa que resulta de enfrentarse con los propios sentidos al entorno; no eran interpretaciones psicologizadas, sino que muy carnales. Demasiadas escenas servirían de ejemplo. Daré uno: los contextos clásicos para la primera escena en que los hombres discuten y aceptan la apuesta con Don Alfonso, son en general tabernas, cafés o salones oficiales. En este caso fue un baño turco, donde los hombres semidesnudos entre juegos, vapores y risas se desafiaron. No sólo se amenazaron empuñando espadas en nombre de su honor burlado, sino que se abrazaron y masajearon mutuamente, en fraterna compañía.
Los seis personajes de Da Ponte y Mozart, muestran tal vez algo de la espontaneidad de los caminos en que la vida se da, a pesar de ser una obra clásica en que el predominio de la unidad formal es clave. En esta época en que Mozart compone, la noción de arte y artesanía no se figuraban del todo separados, pensamos en Beethoven y no en Mozart para dar cuenta de esa escisión. Sin embargo esta suerte de inconsciencia tal vez tuviera la potencia poética que proviene de no discernir el sentir del hacer. Y esta conciencia es la propia que hace que incluso en lo público queramos ver, habitar y vivir eso que sólo podemos ver, habitar y vivir en la irreductible privacidad que es ser un individuo. Poner en común exige cuotas de humor y de escucha, de exposición y de sentirse expuesto. Tal vez estas sean actitudes saludables para cuando nos volvemos sobre cuestiones como el amor desde una perspectiva política. La vida pública, acaso el debate público exige un compromiso difícil de evocar hoy, ese que surge de la complicidad por contacto. No sólo es deseable ir al teatro, tal vez oírnos incluso a la pasada.
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Deysha Poyser es licenciada en ciencias biológicas de la Pontificia Universidad Católica de Chile, y actualmente es tesista de la misma casa de estudios a través de su programa de licenciatura en estética. Sus intereses e investigaciones académicas y personales se enmarcan en una preocupación por una reflexión fenomenológica consistente sobre lo vivo, la vida, la subjetividad y la experiencia. Cultiva su amor por las artes en su tiempo libre.
Crédito de las fotografías utilizadas: Municipal de Santiago, Ópera Nacional de Chile.