Actualmente en cartelera, y dirigido por la realizadora escocesa Charlotte Wells, esta obra audiovisual responde en sus códigos de análisis a los parámetros de un largometraje de ficción notable, tanto por la simplicidad de su estructura dramática, como por las actuaciones —sensibles y extraordinarias— de ambos intérpretes principales.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 12.1.2023
La directora de este filme trascendente es Charlotte Wells (1987), una debutante que comienza desde un sitial al que, sin duda, muchos otros realizadores ya veteranos, quisieran acceder. Esa premisa no es menor, en modo alguno.
En efecto, la película tiene un guion de una naturalidad conmovedora. Pareciera que el solo hecho de que se trate del encuentro vacacional de una niña de 11 años (Francesca Corio) con un padre (Paul Mascal) que recién entra en la madurez adulta, no tuviera mucho o nada que decirnos.
La trama, si es que pudiera denominarse de ese modo, no es, sino la secuencia de ese estar común, por un tiempo prefijado, que apenas es de un par de semanas. El lugar elegido es Turquía, con exteriores restringidos, ya que más que a enfocarse en el paisaje circundante, la cámara va y regresa insistente hacia los gestos de los protagonistas.
Si algo pudiera definir el meollo de este filme memorable no es otro que el de los gestos.
Los gestos, se ha dicho y se reitera, son el preanuncio de la interioridad, de lo que realmente pasa por dentro de cada ser humano. Sin esos semblantes la vida carecería de una profundidad necesaria.
En ellos se revitalizan los seres y se descubre el sentido auténtico de las cosas que los rodean, y desde su ademanes emergen el sufrimiento o la alegría que no puede ocultarse.
Y, no obstante, aun presentando la dirección tales manifestaciones, oculta también parte significativa de los gestos que hacen que el filme cobre una fuerte intensidad emotiva. Algo que al espectador le compete descubrir.
Lo que ya se ha perdido
En estas escenas que —se insiste— pareciera no acontecer absolutamente nada, en verdad acontece absolutamente todo. El amor de padre e hija se confabula para hacer de cada uno de los momentos vividos una ilación maravillosa que la directora ha sabido extraer con singular maestría.
Un abrazo sencillo, una zambullida en la piscina, un juego de naipes intrascendente, un almuerzo ocasional, un paseo rutinario, encuentros casuales con otros turistas juveniles, en fin, los detalles, cuyas aparentes insignificancias resultan ser la esencialidad de la existencia misma. Y por añadidura, de la felicidad, aunque sea circunstancial, como esta película pretende —y logra con creces—, demostrarlo.
Padre e hija miran su relación desde adentro. La hija premunida de un viraje existencial pronto a ser asumido. Descubriendo su primer beso con un jovencito ocasional que vacaciona como ella, o que descubre sin querer apreciaciones sobre el sexo adulto en un baño de mujeres, o que incluso presencia desde un balcón una implícita y fuerte escena erótica que la deja pensativa.
Sophie (el nombre de la niña), pronto ha de trasponer los márgenes de su pubertad. Su padre, quien sufre interiormente, y por anticipado, la separación que luego acontecerá, porque las vacaciones tienen su sello de vencimiento, llora desconsolado en su aislamiento por no poder aprehender lo que ya se ha perdido.
Por eso hay varios flashbacks que resitúan un pasado que hay que adivinar, pero que no es difícil de comprender si están atravesados por esa necesidad de ilustrar esa pérdida familiar, más allá de las causas que la hayan originado.
Esa sensación de abandono y soledad se preanuncia magistralmente. Pero es una soledad adulta, más que adolescente. Ya sabemos que la adolescencia es un terreno de exploración abierta. Allí el padre aconseja y pide. La niña concede y promete, y el progenitor toma las respuestas como algo lúdico donde la realidad, seguramente, tendrá otros derroteros.
Pero, en definitiva, lo que está resolviéndose es ese cariño que no tiene fronteras, que se nutre de un espacio íntimo, donde ambos consolidan el tiempo y el espacio a través de una pequeña cámara de video.
La imagen de la madre, lejana, que reproduce la filmación final, es de una elocuencia maravillosa: allí se han quedado el padre y el origen femenino esperando la validación y proyección futura de una hija en común, que, a pesar de todo, los mantendrá unido mientras vivan.
Una película notable por la simplicidad de su estructura y perdurable en los sentidos por un tiempo largo. Además, con actuaciones extraordinarias, de ambos actores principales.
Sin duda, digna de verse.
Y de vernos a nosotros mismos.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.
Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta el mes de mayo de 2021. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
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Imagen destacada: Aftersun (2022).