Heredia a secas, detective privado, real o supuesto, que anclado en nuestra propia necesidad vital de héroes que nos salven de esta sociedad compartida, asoma en esta novela como un personaje singular y ávido por encontrar una o más razones que justifiquen, no sólo su existencia, sino también la nuestra.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 5.12.2021
Hay dos mundos, al menos que se superponen: el de las apariencias, el situado tras el tenue y sutil barniz de lo convencional, y el otro, el que anidado en una profundidad paralela controla, mide, pulsa y regula la apariencia. Se trata de realidades que, paradójicamente superpuestas, avanzan por carriles que se tocan cuando es necesario, pero que se ignoran habitualmente.
Ya Oscar Wilde señalaba que: «quien asume el riesgo de las profundidades asume su propio riesgo». Seguramente vinculaba ese espacio secreto, íntimo y demoníaco que todo ser anida en lo profundo con la humana necesidad de querer acceder a él traspasando volitivamente el límite opaco y gris de la cotidianeidad, de lo rutinario y efímero, de lo que —en definitiva— nos hace creer que vivimos cuando apenas si rumiamos una sobrevivencia abúlica y carente de intensidad.
Si a aquella necesidad interna y natural de todo ser humano sensible sumamos el desencanto epocal, la tragicomedia de una historia nacional que, más que avanzar, se equilibra y acomoda consensuando la vida y dirigiéndola, si a un ser humano condenado a la perpetuidad de la derrota y aferrado a la nostalgia de un igualmente derrotado romántico y desfasado individuo de fin de siglo, le oponemos —además— la asfixia de una sociedad inmisericorde en su hipocresía y cinismo, debatiéndose en la suma de conflictos que procura ignorar, si a ese ser humano en definitiva, lo asumimos y nos hermanamos con él, es posible objetivarlo y darle cuerpo: Heredia.
Heredia a secas, detective privado, real o supuesto, que anclado en nuestra propia necesidad vital de héroes que nos salven de esta sociedad compartida, asoma en esta novela como un «solitario» más ávido de encontrar una o más razones que justifiquen, no sólo su existencia, sino la nuestra.
Amor y salvación
En la trama de Ángeles y solitarios (publicada originalmente en 1995) subyace una visión de mundo desencantada, apócrifa y triste que pareciera determinar los pasos de Heredia. No se trata únicamente de una investigación semi policial donde concluyen ciertos vicios del llamado mundo moderno: narcotráfico, elaboración de armas para guerras que vemos por televisión o conciliábulos políticos y militares.
No. La novela de Díaz Eterovic de nuevo, como en otras de la serie (La ciudad está triste, Sólo en la oscuridad y Nadie sabe más que los muertos ) nos atrae y subyuga —principalmente— por esa necesidad vital del personaje central de no sucumbir junto al mundo que se desploma.
Puede parecer extraño que un detective de segundo orden, apegado a las citas literarias, conocedor de Borges o Neruda, se niegue a ser parte de un sistema que detesta y que, sin embargo, lo sustenta. Pero, si bien la historia (o las historias) que se ligan y entrecruzan otorgan una impresión de derrota anticipada, lo que enternece —si cabe el término— al lector, es esa porfiada obstinación de Heredia en mirar como de soslayo el alma humana destruida y destrozada tras el barniz vacuo del formalismo ramplón.
Heredia, luego, no es sólo un investigador privado. No es sólo un individuo desencantado socialmente. Es eso, es cierto. Pero, vitalmente es un hombre que necesita amar aunque lo niegue, que teme al temor y lo asume, que no quiere soñar y que sueña.
Y además, que evidencia una pasión casi otoñal por ciertos principios y valores que hoy nos parecen de antología: Heredia es capaz de querer fraternalmente y asumir que la vida o la muerte de un amigo gatilla interiormente su solidaria soledad.
Por lo mismo, Heredia reitera en esta historia parte de su propia historia anterior: el mundo de afuera no tiene mucho sentido y el que subyace, siniestro y atroz, determina su cárcel personal de la que no es fácil salir por su mera y simple voluntad.
Por eso también su «ghettho» individual y rayano en la triste hermosura de los seres solitarios tiene, a pesar de todo, su propia esperanza. Como en los rezos infantiles Heredia evoca sin saberlo a su propio ángel de la guarda vestido como una joven mujer que surge de la nada para salvarlo de la única forma que es posible salvar a quien se hunde: amándolo.
Y esto que pudiera sonar a cursi o novela rosa tiene un sello distintivo que lo distancia sideralmente de lo banal: es la esperanza, dolida y triste, refaccionada de ironías y frases oblicuas e hirientes, pero que también punzan nuestra propia vergüenza subsumidos en un mundo de mentira.
Y si a alguien le interesa la verdad, y si pretende que el pasado sea más que un sentimiento, la lectura de Ángeles y solitarios sacudirá, sin duda, nuestros restos de conciencia personal.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.
Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta abril de 2020. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Ramón Díaz Eterovic.