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[Crítica] «Anna Pink y otros poemas»: La bahía de Hernán Miranda

Afirmar que el autor y periodista nacional —de cuya bibliografía Ediciones Tácitas acaba de reeditar en formato eBook el presente libro, dos décadas después de su publicación original— es una de esas pocas sensibilidades finas que han ensayado versos en la literatura chilena estos últimos 50 años, no es afirmar otra cosa más que la verdad.

Por Juan Cristóbal Romero

Publicado el 30.10.2020

Ningún dilema es tan consustancial con la poesía y con su modesto secreto como el que supone su comentario. A fuerza de mantener intacta una reserva considerable de misterio, la sucesión de versos se cuida de confesar procesos iluminados que presentimos peligrosamente corrientes.

Antes que hacer entendible el misterio, el análisis, la clasificación, la mera reseña de un poema parece destinada más bien a ilustrar la discusión estética, ese mapa a escala que el lector en ciernes toma por paisaje.

El modelo a diseccionar es un objeto manifiesto de impresiones probables, no un laberinto de canales para ser cartografiado.

Vistas las ramificaciones del lenguaje, todo estudio posible es inferior al contacto directo del texto original: comporta apenas las perspectivas de un hecho móvil; sus certidumbres no distan de ser un sorteo de omisiones y énfasis, que se amplifican irracionalmente cuando el comentarista es sorprendido —experiencia cada vez más extraña— por pasajes de genuina poesía.

La irrelevancia de las genealogías literarias, la inutilidad de los exámenes estilísticos, la redundancia de los análisis sobre los influjos de la educación, la política, el medio ambiente, se hacen aún más notorios ante la transparencia de poemas que no esconden más de lo que expresan directamente.

Tal es el caso de Anna Pink y otros poemas (eBook de Ediciones Tácitas, 2020), libro que este año celebra su vigésimo aniversario. Hernán Miranda compuso esos versos en un castellano que se parece a su voz y a su modo de hablar: un castellano oral, llano, con palabras que se las podríamos oír en sus conversaciones al pasar; un castellano coloquial en suma:

Las hojas amarillas de los árboles

se ven casi inmóviles

en esta mañana brumosa de la vida.

 

La forma que Miranda le da a estas líneas interesa menos que las ideas expresadas, y las ideas menos que las imágenes en sí. Ante un lenguaje de tal nitidez, sin tracción, sin rugosidad verbal, no es extraño que el lector olvide que está leyendo. En la dicción hay un juego ocasional de aparentes torpezas, de pericias que quieren pasar por descuidos:

En esta vida que es como un viaje

En esta vida que se va de un viaje.

 

A tal nivel la factura pasa a ser secundaria en los poemas de Miranda, que no reviste mayor interés advertir, por ejemplo, que el último verso de este pareado es un endecasílabo, y menos aún que en las sílabas aliteradas vivavia, coincidentes con los acentos principales de la línea, se encuentra el origen del laconismo sinestésico que transmite.

Miranda no se tienta con las facilidades de la retórica ni con la inercia de los mecanismos instalados por poetas precedentes. Me refiero a Lihn, a Uribe, a Rubio Riesco, para poner casos en los que el estilo, la técnica, el artesonado de la frase, tienen primacía en el poema.

Paso a comentar el libro.

Alabarlo sería redundar en lo que varios críticos han avisado: desplegar sus faltas, un exceso de celo. Con todo, quiero arriesgarme a revelar lo que advierto son las partes de ese bordado minucioso donde el artesano olvidó esconder los nudos de sus puntadas, en cuyo atento examen es posible, por contraste, apreciar los rasgos que hacen del conjunto una lectura memorable. Me refiero a la intromisión de ciertas voces ajenas que no se alcanzaron a asimilar.

Es lícito constatar que ejercicios de intertextualidad, imitaciones resituadas, fragrantes citas, pueden rendir frutos en una clase de poética —la de Uribe, la de Hahn, la de Parra— que se propone negociar con la tradición. En la de Miranda, su inclusión aspira a fundar un diálogo que no es necesario.

Reconociendo los méritos evidentes que presenta ese notable soliloquio titulado «Un despreciable Clochard se apoderó entonces de la palabra», al intercalársele entre poemas cuyo principal atributo es la limpidez del lenguaje, por esa misma claridad, sobresale en exceso la semejanza del vagabundo con los alienados personajes de Parra, así como ciertos giros lingüísticos que parecen tomados de sus páginas sin la debida digestión.

Es cierto que el mendigo de Miranda se planta desde una posición moral más definida que la del Cristo de Elqui, así como es cierto que Miranda, a diferencia de Parra, parece utilizar la voz de su personaje para transmitir sus propios fines, pero son desviaciones menores ante la palmaria intertextualidad que tiñe la estupenda transparencia del conjunto.

Lo mismo ocurre con poemas que tributan formidablemente a Caeiro: «El puntual sol de todos los días» o «Cañas que crecen sin medida», los cuales, junto al monólogo del Clochard —no deja de ser paradójico— representan puntos altos del libro.

Las propuestas de orden crítico que desmantelan o confirman las doctrinas heredadas requieren ejemplos análogos, no así el contemplativo Anna Pink, cuyo carácter se asienta más bien en las cavilaciones de alguien menos maravillado por la literatura y el arte del lenguaje que por el solo hecho de habitar y abandonar el mundo:

Está claro: no vivirás más que una mata de saúco

de esas que alimentaban de flores secas a las infusiones maternales

preparadas para atenuar tus infantiles vacilaciones del cuerpo y del espíritu.

 

Aquí nada se inmiscuye, nada interfiere la sencillez de unos versos que no quieren ser más de lo que son: las introspecciones del náufrago. Las de Robinson Crusoe, John Byron o cualquiera de los que desembarcaron en esa bahía del archipiélago de los Chonos que da nombre al libro.

Cuando en un idioma tranquilo Miranda se aplica con deliberada ironía a la muerte, contamina a sus lectores de un nihilismo sin angustias, cercano al que produjeron a los suyos Bartleby y los relatos de Kafka. Su filosofía, si así puede llamarse a la inexistencia de una, recuerda forzosamente al incontable y ubicuo dios de Spinoza, aunque menos totalitario, más democrático:

En la despedida nos damos la mano y me quedo pensando

que he dado la mano a millones de personas,

quizás hasta al mismo Sócrates

 

Que no hay jabón desinfectante capaz de liberarme

de este contacto directo con el promiscuo universo humano.

 

Como Elvira Hernández, como Claudio Bertoni, Hernán Miranda ha sido candidato al Premio Nacional de Literatura en reiteradas ocasiones. Destino ingrato para cualquier poeta con obra cabal, concursar por esa distinción honorífica que con el tiempo ha adquirido el estatus de una licitación pública, un subsidio estatal.

Decir que el galardón confirmaría o no el escalafón que Miranda merece es decir algo sin mayor importancia, ya que la poesía no es un certamen y menos un currículum, pero decir que se trata de una de esas pocas sensibilidades finas que han ensayado versos en la literatura chilena estos últimos cincuenta años, no es decir más que la verdad.

 

 

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Juan Cristóbal Romero Buccicardi (Santiago de Chile, 1974) es un poeta chileno, cuya obra ha sido reconocida con importantes galardones como el Premio Municipal de Literatura de Santiago (2009) y el Premio Pablo Neruda (2013). También estudió ingeniería civil en la Pontificia Universidad Católica de Chile y posteriormente hizo una maestría en administración pública en la Universidad de Harvard, Estados Unidos.

 

La primera edición de «Anna Pink y otros poemas» (Ediciones Barbaria, 2000)

 

 

«Anna Pink y otros poemas», de Hernán Miranda en eBook (Ediciones Tácitas, 2020)

 

 

Juan Cristóbal Romero

 

 

Imagen destacada: Hernán Miranda Casanova (1941).

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