Así como el título del recordado filme debido al realizador francés Claude Chabrol, Dolores, la protagonista de esta nueva novela del escritor español Miguel Ángel Hernández, se encuentra psicológicamente dividida en sus más íntimas emociones, luego de sufrir la pérdida de su esposo, hace ya diez años en el tiempo propio de la ficción.
Por Rodrigo Barra Valenzuela
Publicado el 11.7.2023
Anoxia, o «la falta casi total de oxígeno en la sangre o en tejidos corporales», corresponde en su significado a un vocablo médico y también al título de la última novela del escritor español Miguel Ángel Hernández (1977), publicada en enero de este año por la editorial Anagrama.
La historia de Anoxia comienza cuando Dolores Ayala, fotógrafa y protagonista de la novela, asiste a un velatorio para registrar el cuerpo de un difunto, al que prefiere no ver más que a través del visor de la cámara:
«[Dolores] Se mueve en silencio, con lentitud y respeto. Pide permiso sin apenas levantar la voz para mover las flores y despejar el campo de visión. Ladea las coronas y sitúa el trípode a la distancia justa. Trata de ser rápida y centrarse en lo que hace. Es consciente de habitar un tiempo prestado e interrumpir un duelo».
Lentamente, en un ejercicio de escritura devenido en ejercicio de memoria, se irá revelando cómo Dolores, un día antes de ese primer momento en el velatorio, había sido contactada por un anciano, Clemente Artés, para fotografiar a este viejo amigo que había fallecido.
Todo esto en un paisaje casi apocalíptico de fondo, donde las lluvias han dejado a los pueblos circundantes al Mar Menor inundados y con el agua llena de peces muertos (paisaje, por lo demás, habitual y cada vez más recurrente en esas localidades).
Desde un inicio, e involucrado en el mismo hilo narrativo, veremos cómo ella, saltando de evento en evento, esquivándose a sí misma, vive el duelo de su esposo que, aun habiendo pasado una década de su muerte, tiene a su experiencia partida en dos: «Han pasado diez años y Dolores ya no se encierra como antes. Pero el vacío continúa a su lado».
Será este encuentro con Clemente lo que detonará la historia.
Dolores, a partir de ese día, comenzará a dedicarse al extrañísimo y peculiar trabajo de la fotografía post mortem, desarrollándose la historia mediante un ejercicio literario donde, como en un negativo secándose a oscuras, se irán revelando las sombras, luces y matices de la experiencia de la muerte.
Así, los dos polos de pasado y presente —el fallecimiento del ser querido, su duelo, y la mirada de esos cuerpos listos para ser enterrados— resultará, inevitablemente, en una interpelación a la experiencia de la vida, pues: «los muertos no son invisibles (…) por mucho que hoy quieran quitárnoslos de la vista enseguida».
La experiencia de retratar la muerte
Ahí en el ojo de Dolores puesto en el visor de la cámara, el ojo sobre la quietud de los cuerpos muertos, es que se verá compelida, inquietándola y obligándola a realizar, sin una intención muy consciente, un ejercicio de memoria y de transformación de sí. Y ese es, quizás, el prisma de la narración de Anoxia.
Hacer del ejercicio de la mirada una posible narrativa, narrar la sensibilidad asociada a la mirada haciendo del visor de la cámara un prototipo de escritura, como intento, finalmente, de narrar esa imagen: «a la que de ningún modo es posible regresar. La imagen vacía que en ocasiones se agiganta y se lleva por delante la consistencia de todas las demás».
A través de la experiencia de Dolores, puede leerse, también, una defensa novelesca de la experiencia mecánica de la fotografía. Y es que la novela, a su vez, se presenta como una suerte de historia o genealogía de la fotografía.
Con un estilo directo, claro y sencillo, la novela se presenta muy accesible y con una historia que cumple.
Sin embargo, decae con un narrador que a ratos abusa de su carácter omnisciente, apareciendo para demarcar puntos suspensivos que rápidamente se resuelven en favor de su sospecha (todo lo que podría darse se da, todo lo que podría aparecer, aparece), quitándole no solo suspenso, sino que imaginación y emoción al relato.
A ratos, también, las reflexiones se vuelven planas, pues estas se hacen de manera demasiado explícita, dejándole poco al lector para poner de su parte en la idea de la persona de Dolores, de quien el narrador puede terminar excediendo con la explicación de su psicología.
En efecto, diríamos que la novela también cae en una monotonía de la temática fotográfica, cuando la potencia de la narración aparece mucho mejor en la complejidad de la experiencia de Dolores, y en la extrañeza que genera Clemente en su atormentada vida.
Con todo, es una lectura recomendada para quienes busquen leer sobre la experiencia del duelo, el ejercicio de la memoria y el dedicado trabajo manual de la fotografía análoga, como el extraño oficio de retratar la muerte, la «última foto».
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Rodrigo Barra Valenzuela (1997) es egresado de filosofía, lector y escritor.
Imagen destacada: Miguel Ángel Hernández.