En esta novela profunda, inteligente y divertida, muy cercana al género de aprendizaje o de formación, el escritor y abogado ecuatoriano Miguel Molina Díaz retrata a un personaje que viaja a llorar una decepción amorosa a miles de kilómetros de Sudamérica, específicamente a Cataluña, en donde buscará forjarse como autor literario y también a inventarse una nueva existencia.
Por Camilo Arancibia Hurtado
Publicado el 2.10.2023
¿Qué nos atrae a nosotros, latinoamericanos, de la ciudad de Barcelona? ¿Es acaso el camino que otros cruzaron como García Márquez, Vargas Llosa o José Donoso? ¿Por qué, cuando estamos acá, vamos a buscar los sitios donde vivieron? ¿Qué energía diluida esperamos encontrar ahí? Algo de esto hay en la novela profunda, inteligente y divertida de Miguel Molina Díaz (Quito, 1992).
Emilio, un joven con los recursos justos, cruza el mundo desde Ecuador para recalar en el siempre distinguido barrio de Sant Gervasi en Barcelona. Un fantasma recorre su interior: la idea de convertirse en escritor latinoamericano sea lo que sea que signifique eso.
Como tantos, ha leído Los detectives salvajes de Bolaño y entiende que su destino es el viaje. ¿Por qué Barcelona? ¿Qué hay en esta ciudad que excita los ánimos púberes de los escritores de 30 años? Quizás la ciudad condal se convierte en un espacio de aparición para aquellas inquietudes que en los países de origen no se pueden llevar a cabo.
En el caso de Emilio la determinación es clara desde el principio: «Fui a Barcelona porque estaba convencido de que era la única forma de triunfar en la literatura… había decidido que mi destino era ser el máximo representante de la literatura ecuatoriana» (p. 6).
Sin más, esta ciudad nos hace boom en los corazones y pensamos inmediatamente en Carmen Balcells. Nos vemos sentados en una mesa donde podremos dar discursos sobre la «política latinoamericana», escribir una columna semanal en El País y ser entrevistado cada vez que en nuestro país a alguien se le ocurre innovar con demasiado brío en el campo ideológico.
Todo lo anterior, claro, con una buena botella de vino y alguna tapa. Barcelona, entonces, como un lugar donde explorar una utopía en tamaño bolsillo, pero distribuible hacia el mundo. Emilio cree poder lograr la hazaña lejos de su tierra. El joven, eso sí, también tiene otros motivos.
Mentir, escribir para llorar
Como en toda novela de aprendizaje hay un corazón roto que debe su quiebre a un nombre y apellido: Martina Moscoso. El país se ha vuelto un lugar hostil pues ahí encontramos un «No» cuando en realidad, en la ensoñación de la aventura, Barcelona (o cualquier lugar), nos dice «Sí».
Así, el protagonista viene a llorar su decepción amorosa miles de kilómetros lejos del Pichincha. Para ello decide inventarse una vida nueva: estudiante de un máster de literatura, entrevistador de figuras prominentes de la galaxia literaria española, lector total de Vila Matas, amante amigo de una profesora joven, concursante de certámenes literarios (Sensini dixit), en fin, todo para la causa de la literatura o, más bien, todo aquello que le permita avanzar en vez de mirar hacia atrás.
Es sabido que cuando se está madurando necesitamos «síes», no «noes». Nuestro camino está adelante, no atrás. Sin embargo, es la propia vida la que nos enseña que se aprende más de los «Noes» que de los «Síes». De hecho, acá está el meollo de esta divertida e inteligente novela, que, a su vez, es una dulce experiencia de lectura.
Vamos a plantearlo de este modo: ¿en qué consiste ser un escritor? Si alejamos la imagen de la mesa, los discursos inflamados y las tapas, nos queda una persona que se sienta todos los días, mira por la ventana a la gente pasar y luego acomete el acto: escribir.
En términos materiales escribir es simplemente rellenar una hoja en blanco. Así un día tras otro para al final alcanzar una unidad: un libro. Algo bastante doméstico. César Aira se sienta todos los días en un café y escribe una página. Hemingway escribía hasta dejar en suspenso lo que sucedería en la escena. Como sea, todos ellos comparten una cosa: rellenan una hoja en blanco.
Ya que tenemos el aspecto documental de la cuestión, pasemos ahora al contenido. ¿De qué puede escribir un joven de 26 años con el corazón roto? Estaríamos tentados de decir: sobre su ruptura amorosa. Claro, eso está en la novela, pero Molina no es un advenedizo en el campo literario y sabe que para escribir la verdad hay que mentir, tomar otro cauce, hacer, como diría Barthes, literatura indirecta o, para seguir a Vila Matas, metaliteratura.
Es por eso que nos enteramos de los engaños periodísticos de Emilio, de sus continuas mentiras, farsas, en base a las cuales todo su mundo comienza a huir de él y Emilio empieza a aparecer como alguien confundido, lastimado, pero real. Atraviesa su infierno terrenal, ya no utopía, de bolsillo. Deja de ser «escritor latinoamericano». En una parte del libro dice: «Yo no era una mala persona. Sólo tenía sueños muy altos» (p. 117).
Y es verdad. La migración catalana puede ser una aventura, una desconexión tal que los referentes se pierdan y la búsqueda personal se torne un obstáculo para los demás. El protagonista no alcanza a quedar sólo, pero casi. Y ese casi no es la lealtad de su amigo Jordi, sino que es el material de su vida que se convertirá en el material de su obra.
En ese punto exacto vida y obra se entrelazan y comienza la redención para Emilio. ¿De dónde va a obtener el contenido para su libro de ficción? De su vida personal, aquello que, según Capote, es lo único que no nos pueden quitar. En concreto: su historia de deseo intenso por Martina que, primero relato, luego novela, escribe y reescribe para poder contarse a sí mismo la historia de su vida. Mentir para encontrar la verdad. Mentir, escribir, para llorar.
De esta forma Emilio puede ir hacia atrás escribiendo. Este acto traspasa su propia materialidad y le da cauce al dolor del protagonista que, no exento de una gran auto ironía, desacraliza de esa manera, también, al escritor latinoamericano.
¿Qué discurso tenía que dar ese escritor en la mesa larga? El propio, el de su vida, el de sus aciertos y fallos. El de sus engaños, el de esa bruma densa que nos constituye y que está al centro de nuestro corazón. En una palabra: transformar el corazón en literatura.
Casi al final de la novela el protagonista dice: «Si pudiera escribir, escribiría una novela sobre la perspectiva o la certeza del desgarre amoroso, que casi siempre es un invento individual» (p. 153). No hay más discursos en la mesa larga latinoamericana, si no la grandeza de exhibir lo íntimo de esta forma.
No es poco.
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Camilo Arancibia Hurtado es abogado, profesor de derecho civil en la Escuela de Derecho de la Universidad de Valparaíso, máster en literatura de la Universidad Autónoma de Barcelona y doctorando en filosofía.
Imagen destacada: Miguel Molina Díaz.