En el montaje dirigido por el galardonado realizador chileno Jesús Urqueta, los actores nacionales Claudia Cabezas y Nicolás Zárate interpretan a una pareja matrimonial que intenta sobrevivir al duelo de una pérdida filial, en una pieza escénica que se presenta hasta el próximo 27 de agosto en el Teatro UC.
Por Enrique Morales Lastra
Publicado el 8.8.2022
La obra dramatúrgica del escritor nacional Luis Alberto Heiremans Despouy (1928 – 1964), fallecido en plena madurez creativa por un cáncer fulminante, se encuentra inspirada en el existencialismo de orientación cristiana pregonado por el autor francés Gabriel Marcel, de gran popularidad en Chile durante la década de 1950.
Integrante a la fuerza de la llamada generación del 50 (el voluntarismo de Enrique Lafourcade fue importante en esa gratuita adscripción), su bibliografía trasluce la vivencia de un hondo sentimiento de la soledad y del abandono, un tanto inexplicable para una persona que además de sus múltiples talentos (se tituló de médico cirujano en la Universidad de Chile), disponía de un importante patrimonio familiar que le permitió dedicarse a viajar por el mundo y a escribir con el tiempo (que no era tanto en su caso), a su inabarcable disposición.
Acorde a su contexto de privilegios, Luis Alberto Heiremans estudió en el colegio The Grange (donde habría tratado al novelista mexicano Carlos Fuentes y al futuro escritor José Donoso, quienes también fueron alumnos del exclusivo establecimiento), y la casa que era de su familia durante su niñez, adolescencia y primera juventud en la comuna de Providencia, hoy acoge a la embajada del reino de Bélgica en Chile.
Fue tanta la conmoción social que causó en el país su imprevista enfermedad y posterior fallecimiento, que el mismísimo Jorge Alessandri Rodríguez, el Presidente de la República de esa época, encabezó con su imponente presencia los servicios fúnebres que lo despidieron a la temprana edad de 36 años.
Una libertad obstaculizada
Esa visión de la orfandad, inaudita en su fundamentación más abstracta y severa para un mortal promedio, cruza, asimismo, la dramaturgia del montaje El mar en la muralla, que se presenta hasta el próximo sábado 27 de agosto en la sala Eugenio Dittborn del Teatro UC, a un costado de la Plaza Ñuñoa.
Su comienzo un tanto somnífero quizás claudica las opciones dramáticas de la ambiciosa dirección concebida por el realizador nacional Jesús Urqueta Cazaudehore. En efecto, una situación es retratar a dos personajes golpeados por la dureza de la existencia como pueden serlo los personajes de Claudia Cabezas y de Nicolás Zárate, pero otra muy distinta es que no pase nada por largos minutos del relato escénico.
El primer acto de El mar en la muralla recuerda en su atmósfera estética al cine de Michelangelo Antonioni (contemporáneo a la producción teatral de Heiremans), y citándolo como punto de comparación, en el filme La noche del director italiano una pareja abatida por su día a día, huye, se traslada, busca nuevas experiencias, y se zambulle en el bullicio y en las ofertas sociales y hasta eróticas de una ciudad moderna.
Pero aquí el nudo del conflicto se sumerge en una apatía exagerada por lo circundante (la interpretación de Zárate se ajusta a esa concepción increíble y hasta absurda), en una postura anímica donde solo parece conmoverlo la visión ignota de un hecho trivial que se observa desde la ventana del triste hogar que comparte junto a su esposa, al modo de un mirador en el cual se aprecia a la vida, simplemente pasar y extinguirse.
Bajo esa idea, una visión del mar, tan cara en general a la obra de Luis Heiremans en sus diversos géneros (recordemos los motivos de su pieza teatral El tony chico, y de su novela póstuma Puerta de salida), como configuración y símbolo de la libertad espiritual y exterior, debió haber sido representado de una forma más compleja que las simples indicaciones al fuera de campo imaginativo interpelado por los intérpretes en sus diálogos.
La fuerza del mar y del agua son tan importantes para los símbolos artísticos del malogrado autor chileno, como lo fue para el François Truffaut de Los 400 golpes (de ese nivel es la importancia de la referencia y la fuerza artística de la comparación).
En ese sentido, el territorio escénico que ofrece la sala Eugenio Dittborn invitaba y posibilitaba un diseño integral y una puesta en escena que fuera generosa con su público y con el apego a las formas estéticas que la dramaturgia de Heiremans demanda en su instalación.
Aquí, sin embargo, esa ansia y búsqueda artística intentó ser subsanada por la música, un elemento sonoro que fue alterado por esos fragmentos que se leían en off de las cartas recuperadas del autor y remitidas a su madre desde sus estancias europeas y norteamericanas. Así, cabe preguntarse por los objetivos escénicos de esa controvertida decisión.
¿Cuántas personas saben que el dramaturgo de El mar en la muralla, falleció tempranamente por un cáncer, y que mantenía regular correspondencia con su madre, a la cual adoraba? ¿Percibió alguien, más allá de los que hemos leído a Heiremans por disímiles razones, que esas líneas lanzadas sin motivo por el diseño sonoro, son párrafos insertados a motu propio por la dirección, y tomados desde las cartas que el escritor redactó a su progenitora, antes de morir?
La utilización de ese recurso escénico desconcierta al espectador, y su despliegue necesita de una «alfabetización» que la gran mayoría de las audiencias carece en torno a la bibliografía publicada póstumamente por la familia del creador de la llamada trilogía de Buenaventura. Además, la inserción de tales misivas, lamentablemente, carece de relación alguna con la dramaturgia y el argumento de esta pieza en específico.
De esta forma, entre las dos actuaciones protagónicas, sin duda que la viveza y ansiedad manifestadas en la interpretación de Claudia Cabezas Ibarra respondió a esa necesidad de comunión que se evapora desde las sensibles páginas de Heiremans.
Nicolás Zárate es un probado intérprete, pero nuestras objeciones apuntan a la unilateralidad de su registro compositivo en esta oportunidad.
Es verdad que los personajes de Luis Alberto yacen en la derrota y la vida les sobra, pero su peculiaridad radica en que siempre, pese a la miseria, a la precariedad, a la pérdida como en este caso, al alcohol, a la enfermedad, algo, mejor dicho alguien, que aparece a los acordes del entrecruzamiento misterioso de la existencia los puede salvar, y de esa manera abrirles a esos seres de un día la puerta de salida que los conducirá a la redención y luego a una inesperada libertad, más allá de la muerte.
Porque en Heiremans el paraíso (lejos de la connotación cristiana que pueda tener esta palabra en nuestro imaginario) es una semántica de la posibilidad que se puede, en efecto, observar desde una ventana a través de imágenes difuminadas, elementales, banales y comunes, al modo de una publicidad.
Empero, en la versión de El mar en la muralla que se analiza este comentario, la representación de esa realidad diegética es tan inexistente como la proyección que afanosamente —mientras iluminaba el rostro de Luis Alberto encima de una pared—, trataba de indicarnos el vínculo que podría tener esa desaparecida efigie hace tantos años ya, con el arbitrario minimalismo de esta aséptica puesta en escena.
Ficha artística:
Dirección: Jesús Urqueta Cazaudehore | Dramaturgia: Luis Alberto Heiremans | Elenco: Claudia Cabezas Ibarra y Nicolás Zárate Zavala| Diseño integral: Tamara Figueroa AS| Música y diseño sonoro: Marcello Martínez Zúñiga | Diseño multimedia: Tamara Figueroa AS y Marcello Martínez Zúñiga | Fotografía: César Pacheco Pino | Producción: Inés Bascuñán Pérez – Proyecto Buenaventura | Coproducción: Fundación Teatro a Mil y Teatro UC.
Funciones desde el 5 hasta el 27 de agosto, miércoles a sábado a las 20.30 horas, en la sala Eugenio Dittborn del Teatro UC, ubicado en calle Jorge Washington N° 26, comuna de Ñuñoa, Santiago.
Para adquirir entradas, seguir este enlace.
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Crédito de las imágenes utilizadas: César Pacheco Pino.