En estas páginas el poeta chileno Marcelo Gatica Bravo recorre su infancia y el presente al entrelazar dos dimensiones para resguardar la vida alegre, celeste y campestre, ante el doloroso viaje de la existencia: los gélidos muros de un hospital, y el diagnóstico o sentencia de muerte de una enfermedad, repetido como un mantra.
Por Camilo Cantillana Muñoz
Publicado el 16.5.2022
El mar ya no es expresa la partida de su padre mediante un lenguaje trasgresor, luminoso y latente. Desde un decir que desborda la vital experiencia de la muerte, se ubica en el escabroso momento del fin y suma otros temas, que parecen incubados en el mismo asombro del adiós.
El mar ya no es porque el padre ha partido y el mar ya no es porque ha llegado el tiempo prístino y diáfano del renacer. Entre estos dos afluentes, la vida del autor se trasborda en distintos paralelos y meridianos. Busca en esa interconexión, redescubrir el sentido del instante, del mundo, del lazo que se extingue, que se evapora.
Y en esa búsqueda convergen la finitud, la metafísica de lo cotidiano y la certeza de que la permanencia anuncia un final súbito, impensado, íntimo y punzante.
En estas páginas Marcelo Gatica (Cauquenes, 1976) recorre su infancia y el presente entrelazando estas dos dimensiones para resguardar la vida alegre, celeste y campestre, ante el doloroso viaje; los gélidos muros de un hospital; el diagnóstico-sentencia, repetido como un mantra.
En este acto, el hijo amoroso, rescata la figura del padre que sigue presente en una sonrisa inefable.
La vida desde la sencillez y la creatividad
Me reconozco en la poesía de Gatica que también es amigo, compañero y hermano de vida. Recuerdo estar sentado en la puerta del hogar que construía arriba, en lo alto de un cerro que permitía observar campos, bosque y mar. Descanso del agobio neoliberal, instaurado por obra y gracia de la complacencia. Sobre un cúmulo de arena pienso en la tranquilidad de este hogar.
Pienso y siento la amabilidad de una madre estricta y amorosa. Y gozo de la compañía de ese padre que contempla lo pasado con alegría y risas, mientas observa de reojo el futuro, que en sus manos y la de sus hermanos, se erige frente a mis ojos silenciosos y admirados.
El Tata, como llamé desde que conocí al padre que ha cruzado el mar, tenía una sonrisa de atardecer arrebolado, más aún, cuando bebíamos esos vinos de la zona.
Hablábamos caminado por la plaza de Pelluhue sobre sus proyectos, su jeep, los pescadores, los campos, sus negocios, sus enojos cuando veía que las cosas no fluían a su ritmo (que siempre fue a velocidad crucero), y la fortuna de tener a una compañera que lo entendía y apoyaba sus ideas, aunque parecieran (en la consideración de otros) un poco «locas».
Agradezco esos momentos, la posibilidad de aprender a vivenciar la vida desde la sencillez y la creatividad entusiasta.
Agradezco poder traspasar esa puerta que se abrió al mar, para compartir el amor de Marcelo hacia el padre, que para mi hijo y para mí, seguirá siendo el Tata. Risueño, huraño a ratos, expansivo, alegre, amigo, creador.
Mirando a lo lejos el mar, el Tata vio venir el futuro. Vivió su hogar, pensado para toda la familia y más. Un hogar en que hoy se palpita un vacío que atenúan quienes lo conocimos y sentimos su afecto simple y espontáneo, como el afecto que lo hacía sentirse de corazón azul.
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Camilo Ernesto Cantillana Muñoz es profesor de lengua y literatura titulado en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación.
Imagen destacada: Editorial Alquimia.